El lado adusto de la ciudad
Es un madrile?o profesional. Ama la ciudad y tiene la memoria tapizada de recuerdos, gestos, an¨¦cdotas, chispazos de alegr¨ªa y alg¨²n leve verdug¨®n de amargura. La historia arranca de los tiempos inmediatos a la Guerra Civil, con alg¨²n tintineo previo, muy difuminado ya, del cine al aire libre en el paseo del Prado con la pantalla posterior m¨¢s barata, donde todos los pistoleros del Oeste disparaban con la mano izquierda.
Luego, la penuria, que es cosa que se olvida con mucha facilidad y s¨®lo recios esp¨ªritus revanchistas mantienen viva. Le provocaba una sonrisa agridulce la remota existencia del boniato, las colillas lavadas de los cigarrillos, el pomposo bando y las disposiciones oficiales para envolver la miseria que sigue a los graves conflictos. Infancia feliz en el seno de una familia de la baja burgues¨ªa emergente que, poco a poco, abandonaba la alpargata, com¨ªa carne alguna vez por semana y lleg¨® al borde del para¨ªso, donde estaba aparcado un seiscientos que fue para aquella sociedad -al menos en el cada vez m¨¢s amplio entorno donde se mov¨ªa- un acontecimiento menos rom¨¢ntico y mucho menos cruel y est¨²pido que la Revoluci¨®n Francesa.
Los caf¨¦s, resumidos en El Gij¨®n, licenciaban en poes¨ªa a los ingenios venidos de la aldea
La conmoci¨®n que trajo un conflicto civil puso las cosas pr¨¢cticamente a cero, el camino se volvi¨® amplio y ascendente. Eso ocurre siempre y en todo lugar. Quienes consideran como p¨¦rdida el tiempo pasado son los que ten¨ªan mucho. Si no lo perdieron todo, s¨ª un pellizco importante. Surgieron personas emprendedoras, con los escr¨²pulos en el bolsillo; eran los estraperlistas, los traficantes de influencia, los que abandonaron el sentido reverencial de la obediencia y adquirieron el empuje de la prosperidad.
Eso era muy notable en su Madrid, que pronto se rehizo de las devastaciones y las incomprensibles barreras sociales. Le toc¨® el bando ganador y las sinecuras tampoco tan opulentas de los excombatientes, antiguos cautivos, gente de orden, del orden que se?oreaba. Sabore¨® lo mejor de un viejo Madrid cortesano y acogedor patria de provincianos, hogar nuevo de gentes de fuera. Claro que, al tiempo, exist¨ªa la otra cara de la moneda: la represalia, el castigo, la depuraci¨®n. Carabanchel, el imperio relativamente breve de los resentidos y miserables prepotentes, pero eso es, lo dicho, el env¨¦s, la cruz de toda moneda.
A?oraba las verbenas, el recuperado buen humor, el exquisito, casi epic¨²reo sabor del agua de Lozoya, aquella fresca ambros¨ªa que sal¨ªa del grifo. Un periodo centr¨ªpeto convirti¨® a Madrid en gran ciudad. Los catalanes asediaban con ¨¦xito el Ministerio de Comercio y arrancaban las mejores licencias de importaci¨®n; los andaluces eran, casi todos, cal¨¦s improvisados en la multitud de "colmaos" que rodeaban la ciudad; los vascos, valencianos y gallegos descend¨ªan a la urbe equidistante y no parec¨ªa impuesta a cintarazos la concordia. Los caf¨¦s, resumidos en el Gij¨®n, licenciaban en poes¨ªa a los ingenios venidos de la aldea. Con el menor motivo, ingenieros, m¨¦dicos, abogados y dem¨¢s profesionales levantaban sus colegios de defensa colectiva y se propinaban frecuentes banquetes. Pues bien, ese amigo volvi¨® a sus or¨ªgenes cant¨¢bricos para vivir los ¨²ltimos a?os. Muy de tarde en tarde regresa a Madrid, el que fue Madrid de sus amores, de la infancia, de sus hijos, de la llegada de los nietos, el escenario donde se represent¨® una larga vida. Ya sin domicilio, escogi¨® un hotel de tipo medio, c¨¦ntrico y en consonancia con sus posibilidades econ¨®micas para resolver un par de asuntos que, por otra parte, se habr¨ªan extinguido solos.
Aqu¨¦l no era su Madrid, que se lo hab¨ªan cambiado. Tom¨® un taxi en el aeropuerto, condicionado por la maleta de regulares proporciones. Sub¨ªa por la calle Alcal¨¢ para torcer por la de Sevilla, donde estaba el viejo hotel. Una airada muchedumbre cortaba el paso, frente al Ministerio de Educaci¨®n. En realidad, el tr¨¢fico estaba congelado por la polic¨ªa nacional desde una hora antes de la anunciada para adue?arse de la calzada, lo que supone la aflicci¨®n complementaria de mantener las medidas una hora m¨¢s, hasta la recogida lo que se llaman "todos los efectivos", es decir, hasta el ¨²ltimo guardia.
El taxi hubo de enfilar la ruta de la plaza de ?pera, zigzagueando por las callejuelas intermedias y maldiciendo los menudos bolardos que festonean las r¨²as semipeatonales. "Mire usted", dijo el conductor, tras el obligado exordio castizo. "Es que nunca se fijan. Al ser de tan poca altura ni les vemos y las portezuelas de los coches se destrozan golpe¨¢ndose contra ellos". Al fin, ocho euros y catorce minutos despu¨¦s, lleg¨® al vetusto hotel. "No tenemos maleteros", fue la bienvenida. Una habitaci¨®n desangelada, el renqueante ascensor, un aparato de televisi¨®n, quiz¨¢s olvidado por otro hu¨¦sped, porque no funcionaba.
Adem¨¢s, como en todo mayo madrile?o, llov¨ªa, a veces con ganas. La lista de agravios de aquel hombre era inacabable. Termin¨® el rosario de resentimientos doli¨¦ndose de que la boticaria con la que hizo amistad hab¨ªa traspasado el local y en la librer¨ªa de la esquina vend¨ªan tel¨¦fonos m¨®viles.
Una gran ciudad, tan buena o mejor que la m¨¢s afamada, pero es otra. Sin embargo, en alg¨²n sitio contin¨²a el viejo Madrid, los restos de su esp¨ªritu hospitalario, el buen humor y el salero, pero no pude decirle d¨®nde.
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