Aprendizaje positivo
Recort¨¦ y guard¨¦ un chiste que apareci¨® en un peri¨®dico hace ya unos meses. Unos padres, con el ni?o de la mano, se encuentran con un conocido por la calle. El ni?o apunta con un mando a distancia a esa persona, que le mira con gasto de sorpresa. La madre aclara la situaci¨®n: "Nos ha parecido que ya era hora de que comprobase que el mando a distancia s¨®lo sirve en el cuarto de estar".
Un sano ejercicio educativo, ?no? Me acordaba de esto leyendo las cinco caracter¨ªsticas que un experto suizo atribuye a la educaci¨®n actual. Primera, dice, la pereza, porque los alumnos ya no tienen que hacer tareas y rendir ex¨¢menes para seguir pasando curso. Segunda, el angelismo: se supone que todos los alumnos son buenos, quieren estudiar, son incapaces de destrozar nada y dicen siempre la verdad. Tercera, la victimizaci¨®n: cualquier alumno puede considerarse v¨ªctima por una serie de causas, de modo que no se le puede responsabilizar de nada. Cuarta, el igualitarismo: todos son buenos, todos son iguales; cualquier distinci¨®n es socialmente inaceptable. Y quinta, el relativismo: todos los valores son iguales, lo que quiere decir que no hay motivos para comportarse de acuerdo con unos valores u otros.
La sociedad demasiado conformista ha convertido en falsas virtudes normas de conducta admisibles
No pretendo entrar a discutir estos puntos. Me gustar¨ªa volver al ejercicio de aprendizaje del ni?o con su mando a distancia. Es un ejercicio absurdo, claro: si se trata de un chiste es porque el ni?o ya deb¨ªa haberse dado cuenta de las limitaciones del aparato que ten¨ªa en su mano. Pero hay otras cosas que tambi¨¦n debe aprender y que no son tan sencillas.
A menudo pensamos que educar, sea a los ni?os, a los j¨®venes o a los adultos, consiste simplemente en apartarlos del mal, cosa que, seguimos pensando, se puede conseguir con relativamente poco esfuerzo. Ense?arles a decir no a la droga, al racismo, a los prejuicios o a las agresiones sexuales es suficiente para que ellos, de buen grado, digan que no a todo eso. Pero no debe de ser tan f¨¢cil cuando, hace unos d¨ªas, la polic¨ªa detuvo a unos j¨®venes por conducir temerariamente con sus coches a gran velocidad, con desprecio de su vida y de la de otros, y sus padres ped¨ªan: "Qu¨ªtenles los coches, a ver si conseguimos que dejen de comportarse como unos locos".
Decir que no a lo que no es bueno, vituperar las conductas criminales y censurar a los que las practican s¨®lo es positivo si suponemos la existencia de unas fuerzas internas que nos llevan a comportarnos bien. Es decir, la existencia de virtudes, que se adquieren, primero, mediante la reflexi¨®n -uno debe estar convencido de que vale la pena comportarse bien-, pero tambi¨¦n mediante otros medios, incluida la repetici¨®n de los actos. Los padres del ni?o del chiste no se limitaban a explicarle las limitaciones del mando a distancia, sino que le invitaban a comprobarlas experimentalmente.
Me temo que, si el diagn¨®stico del experto suizo es correcto, la batalla de la educaci¨®n va a ser m¨¢s dura de lo que algunos piensan. Porque hay que vencer la pereza, que es un vicio, es decir, una antivirtud. Y hay que cortar la retirada a los j¨®venes a la hora de buscar excusas -excusas que, a menudo, les proporcionamos nosotros mismos-: de ah¨ª lo de la victimizaci¨®n. O sea que los pobres chicos tienen al enemigo en casa: quiz¨¢ en sus padres o en sus maestros, que no est¨¢n dispuestos a poner los medios para hacerlos virtuosos, empezando por el ejemplo personal y siguiendo por la incomodidad que, para los mayores, supone ponerles metas y ayudarles a cumplirlas (una f¨®rmula para el ¨¦xito en la vida, seg¨²n Jos¨¦ Antonio Marina).
Lo malo de predicar que hay que adquirir virtudes es que, a menudo, se confunden con falsas virtudes que una sociedad demasiado conformista ha convertido en normas de conducta admisibles: el sentimentalismo, la credulidad, el legalismo o la tibieza, o la respetabilidad. Recuerdo con placer algo que cuenta Chesterton en su Autobiograf¨ªa: el pastor de su parroquia propuso a su padre formar parte del consejo de la misma. Al comentarlo a su madre, ¨¦sta le dijo: "?Ay, no! Di que no, porque esto nos har¨ªa respetables. Y nosotros no hemos sido nunca respetables". El lector ya me entiende: los se?ores Chesterton eran respetables, pero no quer¨ªan tener la falsa virtud de la respetabilidad ante los dem¨¢s.
Antonio Argando?a es profesor del IESE.
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