La ni?a que no entend¨ªa el mundo
La casa, el jard¨ªn, las escaleras, todo tiene un aire de decrepitud La artista se limita a clavar su mirada en quien le hablaChelsea, Manhattan, Nueva York, domingo, unos minutos antes de las tres de la tarde. Un grupo de unas 12 personas aguarda en las escaleras de un viejo brownstone. Louise Bourgeois, una de las artistas esenciales del siglo XX, est¨¢ a punto de dar comienzo a su c¨¦lebre sal¨®n. A las tres en punto, una mujer que lleva el pelo cortado a lo gar?on abre la puerta y pide a los invitados que la sigan hasta una sala en penumbra que da a un jard¨ªn. La artista, de 96 a?os de edad, aguarda sentada delante de una mesa. Su postura hier¨¢tica hace pensar en sus esfinges talladas en m¨¢rmol. Robert Storr, el prestigioso profesor de Yale, uno de los mejores conocedores de su obra, explica el ritual a seguir en el sal¨®n.
No es f¨¢cil resumir el universo de Louise Bourgeois. La ritualizaci¨®n de traumas infantiles, como el abandono por parte de su padre y la exploraci¨®n de los abismos de la sexualidad, son s¨®lo dos aspectos. Robert Mapplethorpe atrap¨® su enigm¨¢tica personalidad en una foto en la que la artista, con el rostro acuchillado por las arrugas, sonr¨ªe mientras sostiene bajo el brazo una escultura que reproduce la forma de un falo de gran tama?o. Otras tallas igualmente impactantes son los h¨ªbridos de felino y mujer, dotadas de numerosos pechos, los miembros ortop¨¦dicos, las pesadillas arquitect¨®nicas, las celdas donde los objetos cotidianos adquieren significados siniestros.
Pese a lo inquietante de estos s¨ªmbolos, el mundo al que remiten no es necesariamente ominoso. Se trata m¨¢s bien de se?ales que tratan de orientar a quienes se sienten perdidos en zonas de la experiencia para las que no hay un nombre definido. Uno de sus iconos m¨¢s reconocibles son las ara?as, que pueden alcanzar 10 metros de altura. El espacio que se abre entre sus patas gigantescas se configura como un entorno protector.
Las formas creadas por la imaginaci¨®n visual de Louise Bourgeois se cuelan por entre las grietas de nuestra percepci¨®n, magnificando nuestras angustias m¨¢s profundas. Sus escritos nos ayudan a acercarnos a los l¨ªmites de su conciencia desgarrada. "En realidad", leemos en su diario, "nunca he dejado de ser una ni?a incapaz de entender el mundo, aunque jam¨¢s he encontrado a nadie lo suficientemente fuerte como para aceptarlo". S¨®lo que el mundo no se deja atrapar, no ofrece consuelo ni significado, y la ¨²nica opci¨®n que le queda a la artista es disolver su biograf¨ªa. "No tengo vida propia, mi autobiograf¨ªa son mis obras".
Louise Jos¨¦phine Bourgeois naci¨® en Par¨ªs el d¨ªa de Navidad de 1911. Cuando ten¨ªa ocho a?os, sus padres adquirieron una propiedad a orillas del Bi¨¦vre, r¨ªo de aguas ricas en taninos, muy apreciadas para te?ir telas para tapices. Los primeros en ver florecer su capacidad art¨ªstica fueron maestros tapiceros. Ellos le encargaron sus primeros dibujos, cuando ten¨ªa apenas 12 a?os de edad. Se form¨® acudiendo a diversos estudios y academias de Par¨ªs. A los 28 a?os contrajo matrimonio con Robert Goldwater, conocido historiador del arte, y se traslad¨® a Nueva York con car¨¢cter permanente. Louise Bourgeois se sumergi¨® de lleno en el mundo art¨ªstico de la ciudad.
Entre sus amigos figurar¨ªan nombres como Clement Greenberg, Leo Castelli, Peggy Guggenheim, Pierre Matisse, John Cage, Willem de Kooning, Franz Kline, Mark Rothko, Marcel Duchamp, Max Ernst, Giacometti, Yves Tanguy, Le Corbusier o Joan Mir¨®, la historia viva del arte del siglo XX. Fue la primera mujer a la que el MoMA dedic¨® una retrospectiva.
Los invitados se van acomodando en sus lugares. Brigitte, la mujer que les abri¨® la puerta, les cuenta que la artista siente una gran simpat¨ªa por Barack Obama. En una mesa baja hay bombones y licores que nadie toca. Las paredes est¨¢n llenas de recuerdos art¨ªsticos y testimonios fotogr¨¢ficos. La casa, el sal¨®n, el jard¨ªn, las escaleras, todo tiene un aire de decrepitud. Louise Bourgeois est¨¢ sentada delante de una mesa. Lleva un gorro frigio, de color blanco, sayo gris, y un grueso arete de oro en la oreja izquierda. Se cubre el regazo con una manta roja. Su cuerpo es fr¨¢gil y menudo. Su piel ha adquirido una transparencia que borra las arrugas. M¨¢s que una anciana parece una ni?a. Los ojos son dos ranuras fin¨ªsimas, la boca parece un trazo de carb¨®n.
Uno a uno, los asistentes se van acercando a la mesa desde la que la artista preside el sal¨®n para explicarle la raz¨®n por la que est¨¢n all¨ª. Alguien ha venido de Par¨ªs s¨®lo para mostrarle unas fotos que ha sacado de la casa de campo donde la artista aprendi¨® los rudimentos de su arte; una mujer le recita un poema porque hoy es el d¨ªa de la madre; otra le muestra fotos de una carretera que pint¨® dejando que unos cubitos de pintura helada se fueran derritiendo al sol.
Joy, una chica muy joven, de rasgos orientales, le entrega un ramo de narcisos. Est¨¢ tan emocionada que s¨®lo es capaz de decir gracias. Louise Bourgeois se limita a clavar su mirada en quien le habla. Su cuerpo est¨¢ all¨ª, pero su alma s¨®lo a medias. Tal vez le ocurra lo mismo que a su amigo Willem de Kooning. Cuando lo pon¨ªan delante del lienzo, su alzh¨¦imer se aquietaba, y pintaba con una pureza desconocida porque lo hac¨ªa desde el otro lado de la vida. Alguien lee una f¨¢bula protagonizada por una mosca. Una profesora de literatura que se acaba de jubilar despliega unas l¨¢minas llenas de trazos abigarrados. Son obras literarias microsc¨®picamente condensadas: El ser y la nada, de Sartre; el Infierno de Dante; una carta en un idioma inventado, cuya caligraf¨ªa remeda el alfabeto ¨¢rabe. Intrigado, Robert Storr pide que le traigan una lupa. Es cierto, dice, tras examinar cuidadosamente una de las l¨¢minas, y le pasa la lente de aumento a la artista, que escruta el texto con la misma minuciosidad con que estudia los rostros de quienes han venido a verla. Anne, una mujer polaca que vive en Berl¨ªn y ha cogido un avi¨®n s¨®lo para pasar unos minutos frente a ella, desnuda su alma como si no hubiera nadie m¨¢s en la habitaci¨®n.
Los ojos de Louise Bourgeois se abren levemente, como almendras cansadas. Nada existe cuando est¨¢s delante de ella. El universo se detiene para que la artista entienda qu¨¦ haces t¨² all¨ª. Nicole, una chica de Nueva Jersey, le regala una cebra diminuta, tallada en madera, que tiene una pierna humana. Louise Bourgeois sonr¨ªe, la ¨²nica vez en toda la tarde, descubriendo unos dientes muy largos, y hace un comentario elogioso, pero enseguida vuelve a sellar su rostro. "Creo que esto es todo", dice Storr, pero la artista est¨¢ mirando en mi direcci¨®n.
Le digo que he vivido durante 10 a?os en la misma calle que ella, que en mi novela hay una descripci¨®n imaginaria de su sal¨®n, en el que nunca hab¨ªa estado hasta hoy, que uno de los personajes es ella, s¨®lo que con otro apellido. Quiere saber cu¨¢l. Lamarque, contesto. A las cuatro y veinte llega su hijo Jean Louis con su mujer. Es alto, y tiene el pelo muy largo, recogido en una coleta. Le trae un regalo por ser el D¨ªa de la Madre, dos paquetes de tapioca. Al igual que el resto de los objetos depositados en su mesa a lo largo de la tarde, caen en el vac¨ªo sin dejar huella, como los minutos de un reloj.
Nos indican que la artista est¨¢ cansada y se quiere retirar. Durante a?os, la gente acud¨ªa a su sal¨®n para escucharla, pero su regalo de hoy ha sido el silencio. Seguramente, es el mejor recuerdo que nos pod¨ªamos llevar. Como ella misma escribi¨® en su diario, "la tarea primordial de todo artista es alcanzar la perfecci¨®n del silencio".
Eduardo Lago es escritor y dirige el Instituto Cervantes de Nueva York.
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