La vida es un trayecto
Hay un principio por el cual un periodista nunca debe construir su cr¨®nica sobre lo que le ha dicho el taxista que le ha llevado del aeropuerto al hotel. Tambi¨¦n es verdad que, por cumplir a rajatabla esa ley no escrita, una deja de escribir, injustamente, cosas que te contaron durante un trayecto en el que se cre¨® una repentina intimidad. Es cierto que los taxistas a veces nos hacen sufrir por cosas que ya est¨¢n muy escritas, pero tambi¨¦n lo es que sobre ellos abunda el lugar com¨²n. Yo misma, en un art¨ªculo de hace unos siete a?os, reduje al gremio al manido estereotipo, ya saben, reaccionarios, agresivos, en fin. El gremio, como es natural, me dio una colleja. No una colleja muy grande, porque mis consideraciones iban bien envueltitas en esa iron¨ªa que nos permite tener mala hostia sin sufrir da?os colaterales. Hay columnistas que tras una carta al director se encastillan a¨²n m¨¢s en sus posiciones. Yo me encastillo s¨®lo cinco minutos. Al minuto diez ya estoy pensando que en la queja hab¨ªa algo de raz¨®n. Quiero creer que es porque tengo un cerebro flexible, aunque algunos lo tomar¨ªan como debilidad mental. Una cosa no quita la otra. Tras la colleja, la realidad me dio, adem¨¢s, en las narices, porque durante un tiempo s¨®lo me paraban taxistas educados, con ambientador y escuchando Radio Cl¨¢sica. Si a eso se le suma que paso parte del a?o en Nueva York, donde los taxistas (no quisiera generalizar de nuevo) comen chop suey aprovechando los sem¨¢foros, ambientan el veh¨ªculo con unos eructos prodigiosos, conducen como si buscaran la muerte y dejan al usuario en su destino, apoyado en una farola, a punto de vomitar, qu¨¦ quieren que les diga. Me retracto. Es lo que tiene ver mundo. Hoy, adem¨¢s, por motivos sentimentales, he decidido saltarme el viejo principio de "no echar¨¢s mano de lo que te cuente el taxista para escribir tu cr¨®nica" y contar una conversaci¨®n que no gir¨® en torno a la machacona vulgaridad pol¨ªtica, sino que, de pronto, ah¨ª, mientras cruz¨¢bamos de punta a punta la ciudad lluviosa, ventosa, desagradable como s¨®lo puede ser Nueva York cuando el cielo se pone bruto, me hizo prestar atenci¨®n verdadera al ser humano que manejaba el coche. El hombre, un mexicano de treinta y tantos, me cont¨® su vida, animado por esa voz que surg¨ªa del asiento trasero, la m¨ªa, que le preguntaba con esa falta de prudencia que desplegamos con la gente a la que no volveremos a ver. ?l respond¨ªa como si yo no existiera, como si en el coche viajara la voz de su conciencia:
-Llegu¨¦ a Nueva York un mes de febrero. Ten¨ªa 15 a?os, vine solo, no conoc¨ªa a nadie y s¨®lo llevaba una cazadora. Imag¨ªnese el fr¨ªo que hace en esta ciudad en febrero. Me ech¨¦ a trabajar en lo que fuera, en las v¨ªas del metro empec¨¦. Trabaj¨¦ 20 horas al d¨ªa, pero no me importaba, porque el mundo que yo hab¨ªa dejado atr¨¢s era mucho peor. Yo fui infeliz desde que nac¨ª. A los seis a?os me puse a trabajar porque no ten¨ªamos padre y mi madre nos abandon¨® a mi hermanito y a m¨ª para irse con otro hombre. Mi hermanito era dos a?os menor que yo. Por las noches dorm¨ªamos abrazados y yo le acariciaba la cabeza y le dec¨ªa: "No llores, hermano, que todo ir¨¢ bien". Yo no lloraba delante de ¨¦l, ?sabe?, porque me sent¨ªa como su padre, pero a veces, cuando me tiraba a la calle temprano buscando trabajos de carga para que nos dieran algo de comer, pensaba en Dios. En aquellos a?os estuve verdaderamente enojado con ¨¦l. No se puede tratar as¨ª a dos pobres criaturas. "?Por qu¨¦ a m¨ª?", le dec¨ªa. A veces me consolaba pensando que tal vez era una prueba que ?l nos mandaba y deb¨ªamos superar. Cuando me vine, mi hermano se qued¨® en M¨¦xico con una t¨ªa que le maltrataba de mala manera. Un d¨ªa le rompi¨® la cabeza con un palo. Pero ?qu¨¦ iba yo a hacer?, ten¨ªa que buscarme un futuro. Por eso vine. A los dos a?os lleg¨® ¨¦l, en otro invierno, igual de poco abrigado. ?l lo tuvo muy claro desde el principio: trabaj¨® 20 horas al d¨ªa, como un animal; hizo dinero, volvi¨® a M¨¦xico y se compr¨® un cami¨®n. Yo, en cambio, me li¨¦, me cas¨¦, he tenido hijos... Mis hijos son los ¨²nicos que me quitan un poco esta frialdad de coraz¨®n que me ha quedado. Mi mujer se queja muchas veces. No es que yo la trate mal, entiende, yo no le pego ni nada, pero soy fr¨ªo. No s¨¦ c¨®mo explicarlo, es como si no tuviera la capacidad de querer del todo a nadie. Si tuviera dinero, ir¨ªa a un psic¨®logo, pero como no puedo, estoy condenado a ser como soy. A mi hermano lo quise mucho, claro, era lo ¨²nico que ten¨ªa en el mundo, pero desde que nos hicimos hombres la cosa cambi¨®. Ya no podemos demostrarnos lo que sentimos. Cuando lo veo siento el impulso de abrazarle como cuando era peque?o, pero no podemos, ni ¨¦l ni yo. No nos parecer¨ªa normal, nos ver¨ªamos raros, ?entiende? As¨ª que ya nada es como fue. Con mi madre hablo de vez en cuando. Incluso le he mandado dinero para ella y sus nuevos hijos. Es una forma que tengo de que el rencor no acabe conmigo, porque el rencor te mina por dentro; as¨ª que intento perdonarla, ya la castigar¨¢ Dios si es que lo considera oportuno, pero hay d¨ªas..., hay d¨ªas en que el rencor es superior a tu voluntad.
-Me puede dejar aqu¨ª.
-Con lo contento que yo estaba... Mire lo triste que me he quedado. -
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