Los ¨²ltimos que se echaron al monte
Los ni?os de todas las comarcas que circundan el rec¨®ndito y hermoso valle de Li¨¦bana, en Cantabria, han jugado desde hace d¨¦cadas a Juan¨ªn y Bedoya. Se mofaban de los cercos que les tend¨ªan los supuestos guardias, y quedaban para el arrastre despu¨¦s de un pillo que te pillo en los bosques y los prados donde correteaban tirote¨¢ndose de mentira. Pero la b¨¢rbara resistencia de estos dos guerrilleros que se echaron al monte para luchar contra el franquismo -los ¨²ltimos en la Pen¨ªnsula- fue de todo menos una broma.
A Juan Fern¨¢ndez Ayala, la vida le dio cuatro cosas: un instinto casi animal para la supervivencia, su proverbial tozudez, el idealismo de los irredentos y muchos palos. En cambio, a Francisco Bedoya Guti¨¦rrez le tocaron en gracia otros atributos: un corpach¨®n de gigante hom¨¦rico, un coraz¨®n sensible, una habilidad extrema para tallar juguetes de madera y algunos palos m¨¢s que a su compa?ero Juan¨ªn.
El destino tuvo la mala idea de unirles para echarse al monte en plena dictadura. Su vida como fugitivos fue tan grandiosa que al convertirse Espa?a en un pa¨ªs normal acabaron colg¨¢ndose la medalla de las leyendas. Pero llevaban tambi¨¦n encima muchas manchas, muchos interrogantes sin resolver. La sombra que m¨¢s ha ensuciado su aventura ha quedado ahora despejada.
Hasta la fecha, muchos fueron los que creyeron la historia oficial: que Juan¨ªn acab¨® acribillado en una cuneta por disparos de Bedoya. Por la espalda. Incluso la familia Fern¨¢ndez Ayala lleg¨® a sostenerlo tras la muerte de Franco. Pero la jugarreta de la traici¨®n ha quedado enterrada gracias a un libro que reconstruye la vida de ambos: Juan¨ªn y Bedoya. Los ¨²ltimos guerrilleros (Cloux Editores), de Antonio Brevers.
Tirando del hilo durante ocho a?os de su vida, Brevers ha despejado muchos interrogantes. De paso, este psic¨®logo metido a escritor, que era de los ni?os que mataban las horas con el juego de los guerrilleros en Torrelavega, ha ejercido toda una justicia hist¨®rica: "Quer¨ªa que el libro tuviera una dignidad, incluso en su formato, con tapa dura. Son personas que han sufrido mucho, familias que han vivido la verg¨¹enza como norma. Que ahora se reivindique la figura de ambos y su historia como una de las atrocidades del franquismo es muy importante para todos ellos".
El inter¨¦s por esta tragedia, que ha ido acrecentando su mito en la memoria popular, ha saltado de inmediato. El libro, s¨®lo en Cantabria, ha vendido 10.000 ejemplares. All¨ª se ha editado con la colaboraci¨®n del gobierno regional, pero ahora se est¨¢ distribuyendo por toda Espa?a. La gente desea saber. Desde los familiares de los guerrilleros hasta quienes sufrieron sus secuestros o atracos por supervivencia. Desde los vecinos pr¨®ximos hasta los ni?os que crecieron viendo c¨®mo a sus mayores se les met¨ªa en el cuartel y se les zurraba por la mera sospecha de que les hubiesen proporcionado comida.
Pero la necesidad m¨¢s justificada de indagar en los hechos es, para Brevers, la de Ismael G¨®mez San Honorio, Mael¨ªn, el hijo de Francisco Bedoya, con quien el fugitivo no logr¨® volver a unirse en vida nunca m¨¢s desde que se ech¨® al monte. La historia de Mael¨ªn es de las que de por s¨ª merecen ya un libro. Cuando ¨¦ste era un ni?o, en Argentina, encontr¨® una caja que guardaba el secreto que su madre le ocult¨®: la identidad de su verdadero padre.
Ismael lleg¨® a visitarle en la c¨¢rcel cuando era muy peque?o, pero ten¨ªa un recuerdo demasiado borroso de aquel hombre que le regal¨® un cami¨®n de madera tallado por ¨¦l. El futuro de su padre era demasiado incierto como para que su abuela no decidiera embarcar al ni?o hacia Argentina junto a su madre, Mercedes San Honorio P¨¦rez, Leles. Ella hab¨ªa rehecho su vida en Am¨¦rica.
Todo el peque?o pasado de Mael¨ªn qued¨® tambi¨¦n extirpado hasta que descubri¨® aquel cofre. En ¨¦l, Leles guardaba las cartas de Paco Bedoya desde la c¨¢rcel, escritas antes de echarse al monte, y un recorte de prensa en el que se contaba su ca¨ªda. Ese mismo cofre con los secretos le fue entregado a Brevers para que escribiera su libro. Pero la historia comienza antes. Con Juan¨ªn...
Cuando Franco gan¨® la guerra, a los derrotados les cab¨ªan tres opciones: aguantar y agachar la cabeza, huir al extranjero o liarse para resistir en el monte. Juan Fern¨¢ndez Ayala nunca fue de buen conformar. M¨¢s si, adem¨¢s, junto a la desesperaci¨®n de ver c¨®mo su pa¨ªs se pondr¨ªa bajo las botas de los vencedores, ten¨ªa que aguantar palizas a diestro y siniestro. As¨ª que decidi¨® resistir. Atr¨¢s hab¨ªan quedado los tiempos m¨¢s dulces, pocos, como recuerda en un testimonio del libro Virginia Sierra, que le conoci¨®: "Corr¨ªan malos tiempos y no ten¨ªamos pr¨¢cticamente nada. Las mu?ecas eran de trapo, y las pelotas, de corteza de abedul. Pero ¨¦ramos felices". La guerra, en la que ¨¦l combati¨® junto a los republicanos, lo ech¨® todo a perder. Pero a¨²n m¨¢s dura fue la derrota, la represi¨®n que lleg¨® de sopet¨®n.
Juan¨ªn cumpli¨® c¨¢rcel, fue uno m¨¢s de los prisioneros que abarrotaban la plaza de toros de Santander o la prisi¨®n improvisada de Tabacalera. Pocos hubiesen dicho entonces que a?os despu¨¦s iba a volver loca a la Guardia Civil, a los servicios secretos y a los jerifaltes del r¨¦gimen. Al salir, en 1942, fue incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, y meses despu¨¦s hab¨ªa decidido enrolarse en la Brigada Machado, la desperdigada por los Picos de Europa.
Mientras Juan¨ªn iba marc¨¢ndose de cicatrices, nada apuntaba a que Paco Bedoya acabar¨ªa como ¨¦l. Era m¨¢s joven que Juan¨ªn, ni siquiera hab¨ªa combatido en la guerra por la sencilla raz¨®n de que entonces no era m¨¢s que un ni?o. Hab¨ªa nacido en Serdio el 26 de mayo de 1929. Iba para carpintero, aunque ten¨ªa m¨¢s bien dotes de ebanista. Eso, unido a que cantaba como un Caruso, daba prueba de que bajo su corpach¨®n se escond¨ªa un alma sensible.
A Juan¨ªn le conoci¨® Bedoya de casualidad. Cuando se present¨® un d¨ªa en su casa para recabar apoyos. Tampoco era raro verle de medio inc¨®gnito por el pueblo, y el l¨ªder guerrillero acab¨® fij¨¢ndose en el chico. Estaba hecho un l¨ªo, sin saber qu¨¦ hacer con la que se le ven¨ªa encima personalmente. Hab¨ªa tenido un hijo con su novia, Leles, y deb¨ªa espabilar.
En la figura de Juan¨ªn, Bedoya encontr¨® a un padre. Congeniaron pronto. Al m¨¢s joven le hac¨ªan gracia las imitaciones que improvisaba Juan¨ªn, y a ¨¦ste le ca¨ªa bien el aspirante a estrella de la canci¨®n. So?ar ha sido siempre gratis, y Bedoya no se perd¨ªa jam¨¢s la emisi¨®n por radio de Fiesta en el aire, el Operaci¨®n triunfo de la ¨¦poca, que escuchaba con los amigos por el aparato Telefunken de la taberna de Alfredo.
Mientras Espa?a escapaba de ese presente m¨ªsero como pod¨ªa, los guerrilleros de los Picos de Europa andaban a otras cosas. Su dilema era matar a Franco o no matarle. El caudillo se paseaba por la zona a menudo para pescar a poder ser el campanu, como se conoce al primer salm¨®n de la temporada. Varios quer¨ªan dar el golpe, pero entre los que se opusieron estaba Juan¨ªn. Para ¨¦l, cometer el atentado poco cambiar¨ªa las cosas. Los suyos, sin embargo, lo pagar¨ªan como ratas. Entre tanto, los guardias aplicaban con celo varias detenciones preventivas e interrogatorios contra todos aquellos que no se sabe muy bien a qu¨¦ se dedicaban por la comarca. En una de esas inspecciones, llevadas a cabo para que no hubiese problemas con el dictador, alguien delat¨® a Bedoya. Estaba claro que el chico ten¨ªa contactos con la guerrilla y lo pag¨®.
Personalmente, aquello fue la gota que colm¨® el vaso a ojos de la familia de su novia. No les cost¨® mucho convencerla para que se fuera a Argentina. El ni?o se quedar¨ªa con su abuela materna, pero poco despu¨¦s le enviaron all¨¢. Bedoya, que era un tipo callado y taciturno, mataba el tiempo en la c¨¢rcel tallando juguetes de madera para Mael¨ªn y escribiendo a Leles. Tambi¨¦n le¨ªa. De todo menos novelas de Lafuente Estefan¨ªa y El Coyote. "?Para leer eso, mejor ser¨ªa que leyeseis el catecismo, mecag¨¹en!", escuch¨® ¨¦l mismo decir a Juan¨ªn tantas veces.
Corr¨ªa ya el a?o 1952 y Bedoya segu¨ªa en la c¨¢rcel. Le hab¨ªan denegado alguna rebaja y empezaba a desesperarse. Pero hubo otro suceso que le afect¨® a¨²n m¨¢s. Le llegaron noticias de que su casa familiar hab¨ªa sido arrasada por las llamas con todo el ganado en el interior. Eso precipit¨® su fuga. Era el mayor desastre para los suyos.
El cerco se estrechaba. Las detenciones de familiares como anzuelo para la rendici¨®n eran la norma. As¨ª que la madre y una hermana de Juan¨ªn, Avelina, acabaron entre rejas. "En lugar de que aquella medida le convenciera para mandarlo todo al traste, el guerrillero decidi¨® quedarse e ir a por todas; era la ¨²nica forma que ten¨ªa de proteger a su familia", seg¨²n Brevers. Fue entonces cuando comenz¨® la leyenda de Juan¨ªn y Bedoya como pareja. Cuando tuvo que organizarse un cerco que fue de los m¨¢s impresionantes del franquismo: "Exist¨ªa un subsector espec¨ªfico que comprend¨ªa Asturias, Le¨®n, Cantabria, Palencia y Burgos, con un coronel al mando", comenta Brevers. Aun as¨ª, cost¨® cazarles.
La vida en el monte fue dura. Constru¨ªan refugios en varios lugares, aunque se perd¨ªan principalmente en Monte Corona. "Los chamizos estaban construidos con papel brea, una especie de tela asf¨¢ltica. Todo parec¨ªa ordenado, saneado, con sistemas de drenaje. Se convirtieron en aut¨¦nticos ingenieros", asegura el autor del libro.
?Y qui¨¦n pagaba todo aquello? Los robos, los secuestros, los rescates? Bajaban a los pueblos y recaudaban con quienes sab¨ªan que no iban a tener muchos problemas econ¨®micos. Eran una especie de mezcla entre Robin Hood y el bandido Fendetestas, el personaje de El bosque animado, incapaz de hacer da?o. De aqu¨ª cog¨ªan unos panes y unos chorizos, de las tiendas; un pedido con comida para unos d¨ªas. Disparaban si se ve¨ªan acosados. Y se vieron, pero 14 veces burlaron el cerco. "Incluso invitaban a los guardias de inc¨®gnito a caf¨¦ y les dejaban una nota". Descaradas, como ¨¦sta. "Yo, Juan¨ªn, tengo el honor de invitar a caf¨¦ al capit¨¢n de la Guardia Civil de Potes, y que le aproveche, como a los pajaritos los perdigones". Se les ten¨ªa respeto, admiraci¨®n y miedo entre los guardias. "Cuando sub¨ªan a vigilar por el monte iban fumando o silbando para que se dieran por aludidos y no les hicieran nada", dice Antonio Brevers.
Pero tanto tiempo haci¨¦ndole jugarretas al destino no pod¨ªa durar mucho. La prensa internacional se hac¨ªa eco de sus haza?as, y se negoci¨® incluso, por medio de don Desiderio, p¨¢rroco de la zona, la salida de Juan¨ªn a Francia. Finalmente, el cura no se fi¨® de las autoridades. Sab¨ªa que le matar¨ªan, como ocurri¨® despu¨¦s. Fue fortuitamente, durante una guardia. Uno de los vigilantes vio moverse algo, dispar¨® y alcanz¨® al guerrillero. "No supo ni que hab¨ªa matado a Juan¨ªn, se dio cuenta m¨¢s tarde", comenta el autor. Bedoya iba detr¨¢s, pero no hizo nada, aunque todo se reconstruyera despu¨¦s para alimentar una mentira oficial que Brevers desmonta ahora.
Su compa?ero no tard¨® en caer. Fue siete meses despu¨¦s, en diciembre de 1957, tras una vida furtiva que dur¨®, junto a Juan¨ªn, cinco a?os. Le emboscaron en la carretera cercana a Castro Urdiales, cuando escapaba a Francia, se supone. Un soplo propici¨® su captura, y acab¨® tiroteado, como su amigo del alma, al borde de un arc¨¦n.
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