En la intimidad del har¨¦n
El castillo de Edo era el Versalles japon¨¦s. Un enorme complejo de construcciones de cerca de dos kil¨®metros de ancho y casi 13 de per¨ªmetro, que dominaba la gran ciudad de Edo, el Tokio de nuestros d¨ªas. En ¨¦l habitaba el sog¨²n -el "general¨ªsimo", el t¨ªtulo de los personajes que mandaban en Jap¨®n en representaci¨®n del emperador- y, con la ayuda de un ej¨¦rcito de funcionarios, gobernaba el pa¨ªs.
Pero, a diferencia de Versalles, nunca se ve¨ªa a las mujeres mirando coquetas por encima de sus abanicos. Como en la Ciudad Prohibida de Pek¨ªn, y como en los serrallos de los sultanes otomanos, las mujeres del castillo de Edo viv¨ªan recluidas. A los visitantes se les permit¨ªa pasar s¨®lo hasta el l¨ªmite del omote, el palacio exterior, donde los bur¨®cratas trataban los asuntos de Estado. M¨¢s all¨¢ estaba el naka-oku o palacio medio, la residencia del sog¨²n y de sus sirvientes personales. En el extremo opuesto se elevaba un s¨®lido muro que atravesaba el complejo de edificios, con una ¨²nica entrada. S¨®lo un hombre pod¨ªa cruzarla: el sog¨²n.
El o-oku, el "gran interior" o palacio de las mujeres, era mayor que el omote y el naka-oku juntos. All¨ª viv¨ªan alrededor de 3.000 mujeres, y todas, desde la m¨¢s alta dama hasta la m¨¢s humilde sirvienta, deb¨ªan jurar que nunca iban a revelar sus secretos, ni siquiera a sus parientes m¨¢s cercanos. Y la mayor¨ªa nunca lo hizo.
Los planos del palacio muestran que estaba dividido en tres secciones: el ala en la que la mujer del sog¨²n ten¨ªa sus estancias, una zona de trabajo donde las damas funcionarias se encargaban de la administraci¨®n cotidiana y -la parte m¨¢s grande con diferencia- las habitaciones privadas de las mujeres y sus doncellas. En total hab¨ªa m¨¢s de 400 habitaciones y pasillos. S¨®lo las damas de m¨¢s alto rango y las que consegu¨ªan quedarse embarazadas de un hijo del sog¨²n ten¨ªan aposentos propios. Las dem¨¢s deb¨ªan compartirlos.
El palacio era un mundo en s¨ª mismo, con bosques y jardines, riachuelos y barcazas lacadas en rojo. Las damas se entreten¨ªan con concursos de escritura po¨¦tica, ceremonias del t¨¦, adivinando olores y emparejando conchas. Representaban obras y mascaradas y organizaban banquetes bajo los cerezos en flor en primavera, o danzas en pleno verano, y recog¨ªan setas en oto?o.
Como no hab¨ªa guardianes, las mujeres eran las responsables de proteger al sog¨²n. Muchas de ellas eran expertas en el uso de la naginata -la lanza del largo mango-, una hoja larga y curva, tan afilada como una cuchilla, encajada en el extremo de un palo m¨¢s largo que una espada. Con esta arma ten¨ªan la oportunidad de dar a un hombre un buen tajo en las piernas antes de que consiguiera acercarse. La mayor¨ªa de las mujeres aprend¨ªan a luchar desde la infancia, y se enorgullec¨ªan de su habilidad con las armas. Llevaban uniforme: una gruesa chaqueta de pa?o negra, unos tiesos pantalones negros de pinzas y una gorra negra de seda rodeada por una cinta blanca; y hab¨ªa una sala de entrenamientos en el palacio donde pod¨ªan practicar.
Todas las ma?anas, las concubinas dedicaban horas a su aseo, se preparaban para las tres visitas diarias del sog¨²n. La primera tarea era afeitarse las cejas y repasar el tinte de los dientes. En esa ¨¦poca, las mujeres adultas se ennegrec¨ªan los dientes con una tintura a base de resina de zumaque, sake y hierro. Una mujer con los dientes sin pintar habr¨ªa parecido tosca. A rengl¨®n seguido, una sirvienta pintaba el rostro de la dama con un maquillaje blanco. Le perfilaba los ojos en negro, aplicaba colorete en las mejillas y le retocaba los labios con pasta de c¨¢rtamo rojo; a continuaci¨®n perfumaba, untaba con aceites y cepillaba la melena larga y brillante, que recog¨ªa en un mo?o. Hab¨ªa diferentes estilos de peinado, que indicaban el rango, as¨ª como diferentes estilos de quimonos.
A medida que el reloj se acercaba a las diez de la ma?ana, y luego nuevamente a las dos y a las ocho de la tarde, una gran agitaci¨®n y ajetreo se apoderaba del palacio. Las mujeres de m¨¢s alto rango lo atravesaban entre frufr¨²s hasta llegar al pabell¨®n de la Campana Superior, que desembocaba en la doble puerta que separaba las residencias de los hombres de las de las mujeres. Cuando los tambores del castillo se?alaban la hora en punto, unas monjas con la cabeza rasurada que ejerc¨ªan de funcionarias hac¨ªan tintinear el manojo de campanas que pend¨ªan de la puerta. A continuaci¨®n quitaban los candados, descorr¨ªan los cerrojos y abr¨ªan la puerta. Por ella s¨®lo pasaba un hombre: el sog¨²n. La raz¨®n de que all¨ª no pudiera entrar ning¨²n otro hombre era la de garantizar que cualquier ni?o que naciera fuera hijo del sog¨²n, y no de ning¨²n otro.
Mientras hac¨ªan una reverencia hasta el suelo, las palabras que cualquiera de las j¨®venes esperaban o¨ªr eran: "?C¨®mo se llama?". ?ste era el c¨®digo que indicaba que hab¨ªan llamado la atenci¨®n del sog¨²n, y que ¨¦ste quer¨ªa pasar la noche con ellas.
Oficialmente, todas las concubinas proced¨ªan de familias nobles. S¨®lo a la nobleza se le permit¨ªa estar en presencia del sog¨²n, pero en la pr¨¢ctica era muy frecuente que el mandatario echara el ojo a una muchacha encantadora entre las sirvientas de m¨¢s bajo nivel o incluso en la calle.
Cuando el sog¨²n se acostaba con una concubina, primero hab¨ªa que desnudar y registrar bien a la muchacha, para asegurarse de que no llevaba en su cuerpo o en su largo y esplendoroso cabello armas o notas. No se permit¨ªan las horquillas, y las peinetas ten¨ªan que ser examinadas para comprobar que no tuvieran un filo cortante. Si era la primera vez de la muchacha, una de las damas mayores verificaba que era virgen. Una vez que ella y el sog¨²n estaban en la cama, dos damas se tumbaban despiertas a ambos lados de la alcoba, y dos m¨¢s se quedaban escuchando tras unos biombos cercanos, para asegurarse de que la muchacha no realizaba petici¨®n alguna ni para s¨ª ni para su familia.
Tanta formalidad resultaba sin duda igual de opresiva para el sog¨²n que para su concubina. Los primeros sogunes sol¨ªan pasarse mucho tiempo en el ba?o, donde s¨®lo hab¨ªa una alegre chica de clase humilde que le restregaba la espalda. Son bastantes los ni?os que nacieron de estas ayudantes del ba?o. Con el tiempo se puso fin a estas pr¨¢cticas, y desde entonces los sogunes ten¨ªan que ba?arse en el palacio de los hombres.
Esposas y concubinas se retiraban de sus deberes maritales a los 30 a?os, y muchos ni?os mor¨ªan, de modo que hab¨ªa una necesidad constante de nuevas concubinas. Hubo un sog¨²n que destac¨® sobre todos los dem¨¢s por sus dotes amatorias, Ienari tuvo a lo largo de su vida, entre 1773 y 1841, 53 hijos de 27 concubinas.
Salir a rezar era la ¨²nica ocasi¨®n en la que se permit¨ªa a las mujeres abandonar el palacio. A lo largo de los a?os, muchas mujeres, irritadas por su castidad forzosa, encontraron el modo de sacar partido de ello. La tentaci¨®n de apartarse de la norma era en ocasiones irresistible, a pesar de que los castigos eran muy severos. Los grandes ba¨²les que se utilizaban para introducir quimonos y otros art¨ªculos en el palacio eran lo suficientemente largos como para esconder a un hombre, y en ocasiones lo hicieron. Actores de kabuki -muchos de los cuales ejerc¨ªan adem¨¢s como prostitutas- se colaban a menudo en el interior del palacio, del mismo modo que las mujeres se las apa?aban para salir. Pero la mejor ocasi¨®n era cuando las damas invitaban a sus doncellas a una obra en el teatro kabuki de regreso al palacio.
En 1714 se produjo un famoso incidente cuando Ejima, una de las mujeres m¨¢s veteranas de palacio, llev¨® a sus doncellas al teatro. All¨ª recibi¨® las atenciones de un apuesto actor de kabuki llamado Shingoro Ikushima. La leyenda cuenta que se reunieron una y otra vez, y que Ikushima incluso entr¨® en el palacio de las mujeres escondido en un ba¨²l. Cuando pillaron a Ejima, ella e Ikushima fueron enviados al exilio por separado. Ejima abandon¨® el palacio por Fujomon, la Puerta Sucia, una peque?a entrada lateral que se usaba s¨®lo para los que mor¨ªan en palacio o ca¨ªan en desgracia. Ejima la atraves¨® descalza, con un sencillo sayo blanco. Su familia tuvo que rendir cuentas por su mal comportamiento y deshonra, y a su hermano se le conden¨® a muerte mediante el haraquiri.
En 1861, la princesa Kazu, la hermanastra del emperador, lleg¨® al palacio de Edo para convertirse en la esposa del decimocuarto sog¨²n. Ambos ten¨ªan 15 a?os y nunca se hab¨ªan conocido. La relaci¨®n de la princesa con el sog¨²n adolescente fue complicada. No tuvo hijos, pero cuando el sog¨²n parti¨® para la guerra, le dio un regalo para asegurarse de que tuviera un heredero: una concubina.
Nadie pod¨ªa imaginarse que el sog¨²n jam¨¢s regresar¨ªa. Al poco tiempo de su partida, en 1868, el castillo se rindi¨®, el palacio fue clausurado y a las mujeres las pusieron de patitas en la calle. As¨ª fue como la muchacha que Kazu entreg¨® a su marido se convirti¨® en la ¨²ltima concubina de los sogunes.
La novela 'La ¨²ltima concubina', de Lesley Downer, est¨¢ publicada por Seix Barral.
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