La verdad de las mentiras
Ahora escribe una novela sobre Roger Casement, el irland¨¦s del siglo XIX que luch¨® contra el colonialismo en el Congo y en Per¨²; tiene la mesa llena de libros que luego ser¨¢n deglutidos para convertirse en materia de ficci¨®n o de verdad, no se sabe, la novela ser¨¢ lo que ¨¦l mismo llama la verdad de las mentiras. Esos libros que Mario Vargas Llosa apila en una mesa limpia, la mesa de una biblioteca p¨²blica, constituyen ya una bibliograf¨ªa completa, pero ser¨¢n luego una l¨ªnea; los necesita devorar, siempre fue as¨ª, desde cadete, y ahora adem¨¢s que se ha cortado el pelo casi como para la mili, parece un cadete, y un opositor.
Mario Vargas Llosa sigue siendo un alumno que a sus 72 a?os (que cumpli¨® el 28 de marzo) se prepara como si fuera a clase. Obsesivamente. Ha trabajado en bibliotecas de todas las ciudades donde ha vivido, desde Lima a Madrid, pasando por aquella de la que sido m¨¢s asiduo, la del Museo Brit¨¢nico, en Londres. ?sta en la que su hija Morgana le ha cazado (y le ha cazado: ah¨ª no se tolera mucho que se hagan fotos) es la New York Public Library, la biblioteca de Nueva York, a la que va todos los d¨ªas, de lunes a viernes, de once a cinco de la tarde. Juan Carlos Onetti (sobre el que acaba de escribir un libro: de nuevo, en una biblioteca) le dijo un d¨ªa: "Vos est¨¢s casado con la literatura, yo la tengo de amante". Y es as¨ª, ¨¦l est¨¢ casado con Patricia, pero adem¨¢s con la literatura, es su obligaci¨®n obsesiva, y se la sigue tomando como cuando escrib¨ªa en el Jute, el bar en el que hizo en Madrid parte de La ciudad y los perros, mientras estudiaba. Con libros, con cuadernos chiquitos y con su letra ascendente, y con su bol¨ªgrafo, que durante a?os siempre ha sido el mismo. Este que tiene en la mano se le extravi¨® un d¨ªa, a principios del a?o 2000; lo dej¨® en manos de un arquitecto tinerfe?o, Carlos A. Schwartz, que le hab¨ªa dedicado un libro suyo de fotos sobre Santa Cruz junto a una escultura de Henry Moore. En el avi¨®n hacia Par¨ªs, Vargas Llosa se dispuso a tomar notas y advirti¨® que ese bol¨ªgrafo estaba extraviado. No par¨® hasta que deshizo el rastro y Schwartz le mand¨®, por courier, el bol¨ªgrafo con el que aparece aqu¨ª, con la camisa abierta, pelado casi como un recluta, con sus gafas cortadas, sentado de lado como si le fueran a llamar para tomarle la lecci¨®n. La gente lo ve como si estuviera escribiendo la en¨¦sima novela, pero ¨¦l la aborda con el mismo esp¨ªritu con que se sent¨® a escribir la primera.
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