La vida es un juego 'salvaje'
En Cassis, pueblo de la Costa Azul francesa; entre giros de la carretera que desciende en busca del mar Mediterr¨¢neo, el puerto deportivo, los turistas, las boutiques con mucho tejido claro y caro, y las callejuelas peatonales?, subes la escalera estrecha de una casa de vecinos cualquiera y te hallas en un pisp¨¢s frente a Peter Beard (Nueva York, 1938). Est¨¢ esperando, sentado en una silla en medio de un cuarto escueto y abarrotado de libros, fotos y objetos; vestido de negro impecable y aterciopelado, las piernas cruzadas con desenfado, un calcet¨ªn de cada color; las manos grandes y gastadas, manchadas de tinta y de la sangre de vacuno que encarga desalada para que cuaje sobre el papel? Imponente con 70 a?os. "Me conservo bien porque soy muy infantil, muy inmaduro; estoy muy enojado con todo. Eso ayuda", dir¨¢ luego.
Luego. Porque antes, con sus ojos claros entornados, lanza una mirada escrutadora a la visitante (a la que ha pedido "charlar, sin grabadora"), le regala una de sus sonrisas engatusadoras y? decide abrirse, abrir la caja. Mejor, las cajas: la de la cercan¨ªa y sinton¨ªa con el otro, y la de sus recuerdos. Un bot¨ªn ambas. "La vida es una avalancha", dijo una vez. Y as¨ª es ¨¦l. Arrollador. De esos seres que abren la boca y fluye el mundo l¨ªquido: borbotones de ideas, an¨¦cdotas, im¨¢genes, iron¨ªas; opiniones contradictorias y pol¨ªticamente incorrectas, la mayor¨ªa?
Beard es el fot¨®grafo del ?frica salvaje y de los elefantes como met¨¢fora social de nosotros mismos; el de los retratos a las modelos m¨¢s cotizadas -"?contradicci¨®n?, no; la belleza de la mujer es lo ¨²ltimo que queda puro de la naturaleza", afirma-. El juergista y noct¨¢mbulo empedernido que a¨²n cierra el ¨²ltimo los clubes de las grandes ciudades porque apenas duerme; s¨®lo vive, observa, piensa, crea de manera contundente y permanente. El norteamericano guapo que iba para m¨¦dico y acab¨® estudiando arte con Joseph Albers (de la Bauhaus). El de los amigos geniales, ricos y famosos:
- Andy Warhol: "Me pareci¨® un freak cuando le conoc¨ª".
- Francis Bacon: "Imprescindible. Me pint¨® mucho, me hizo cuatro tr¨ªpticos. Uno de ellos est¨¢ aqu¨ª, mira", se?ala a la pared, "arrugado de tanto viaje desde Kenia".
- Dal¨ª: "Era el hombre-idea; nada de loco, como muchos creen. Le quise mucho. Espa?a le trat¨® mal. Luego nos vamos a comer una crema catalana en su honor".
Y as¨ª cita a Capote, los Rolling, la familia Kennedy? Aquellos con los que comparti¨® gira, mucho tiempo y muchas vacaciones.
Detr¨¢s de este hombre de porte aristocr¨¢tico, rubio de piel tostada, se esconde el chaval de 17 a?os que se fue a ?frica un d¨ªa de 1955, por vez primera, con el bisnieto de Charles Darwin (puro destino naturalista) y acab¨® compr¨¢ndose una granja (Hog Ranch) en las colinas Ngong, en Kenia, pegada a la de Karen Dinesen von Blixen, autora de Out of Africa, que le impuls¨® a ir, mirar y ver de qu¨¦ va esto, a qu¨¦ huele, c¨®mo se transforma, c¨®mo el continente negro luce infinito y, sin embargo, se agota y desvanece bajo "el boom demogr¨¢fico, el deterioro del h¨¢bitat, los males del colonialismo, la corrupci¨®n pol¨ªtica, la industria de la ayuda internacional?".
En definitiva, Peter Beard es el autor de ese libro triste, el ensayo-denuncia que le hizo famoso, The end of the game (publicado en 1963 y reeditado en 1965, 1977, 1998, y aho?ra, por la casa alemana Taschen, en 2008), en el que plantea nuestra destrucci¨®n como especie seg¨²n avanza la del territorio. ?Por qu¨¦? "El juego incluye a ambos, el cazador y el cazado; es el deporte y el trofeo. El juego est¨¢ matando al juego. Hace s¨®lo 50 a?os, el hombre ten¨ªa que protegerse de las bestias; hoy son ¨¦stas las que deber ser protegidas por el hombre", escribi¨® en el pr¨®logo de 1965. "?Cambio clim¨¢tico?", se r¨ªe. "No es el clima el que est¨¢ mal. Nosotros somos el clima". ?Programas para proteger a los animales? "Pero si somos nosotros el peligro". Depredadores. Eso ¨¦ramos. Eso somos. "En vez de los jardineros del ed¨¦n, las m¨¢quinas cortac¨¦sped", dice, antes de recomendar la lectura del ep¨ªlogo del libro: "All¨ª est¨¢ todo dicho".
Pensamiento y obra de Beard son la misma cosa: a veces, un collage cambiante, barroco e infinito; otras, un punto fijo del que se niega a salir, como esa escritura repetitiva, dada¨ªsta, que inunda sus famosos y numerosos cuadernos de viaje (blogs de entonces), que comenz¨® a elaborar con 12 a?os como un modo de atrapar el entorno, las vacaciones, los amigos, la familia, los paisajes, los desperdicios o los insectos. Tan personales -cada p¨¢gina es una obra de arte-, en los que funde fotograf¨ªa, antropolog¨ªa, historia, biolog¨ªa, naturaleza, arte? "Mira ¨¦ste", dice, y ense?a el que elabora ahora mismo. "A veces, en los aviones, recorta las revistas, les quita hasta las grapas, todo lo atesora?, y el asiento queda hecho un caos, y yo, apurada, pienso: ?debemos parecer tan exc¨¦ntricos!", dice desde Nueva York su esposa (y agente), la ke?nia?na-afgano-americana Nejma Khanum, con la que se cas¨® en 1985 y con la que tiene una hija, Zara. Nejma le llama "el hombre bi¨®nico": "Tiene m¨¢s energ¨ªa que diez juntos".
"Estamos condenados". Era y es la frase preferida de este aventurero; representante, a su pesar, de ese mundo rico, excesivo y diletante que habita entre la mansi¨®n solitaria sobre los acantilados en Long Island -"more perspective, more weather, more drama", dice- y el Nueva York m¨¢s cool; que un d¨ªa viaja a ?frica y queda fascinado con la fauna, la flora, el horizonte y el paisaje, los oriundos, la aglomeraci¨®n de white hunters (cazadores blancos), los safaris, el Kilimanjaro, y acaba compartiendo tiempo y espacio del siglo XX con los occidentales congregados en manada en ?frica, empujados por igual pasi¨®n, ganas, dolor, deseo de huida o, simplemente, por tener qu¨¦ contar a los nietos. "Todos esos extranjeros que desean transformarse a s¨ª mismos mientras afirman querer cambiar ?frica", escribe otro viajero empedernido, Paul Theroux, en el pr¨®logo de la reedici¨®n de The end of the game. Y enumera: estrellas de rock, misioneros, traficantes, periodistas en busca de scoops, ONG, economistas, mercaderes de diamantes, ecoturistas, ejecutivos del petr¨®leo, banqueros, pol¨ªticos fantasiosos?
"Toda esa gente equivocada", apunt¨® Beard. Y Theroux: "Cuanto m¨¢s lejos se interna el blanco en ?frica, m¨¢s se escapa la vida de ella". "Me estoy yendo de ?frica", anunci¨® una vez el fot¨®grafo, decepcionado. Pero nunca se ha ido. Su esposa lo explica: "Peter era un rom¨¢ntico, un idealista al principio; esto ha cambiado con el tiempo. Su mensaje de hace 40 a?os era oscuro, dram¨¢tico, y nadie le hizo caso, pero ha resultado acertado. Ahora es una moda entre las celebrities preo?cuparse por el medio ambiente". Coincide Theroux: "The end of the game no es tanto un libro sobre la vida salvaje como sobre el enga?o humano? Tan vigente hoy como cuando fue publicado. Prof¨¦tico". "La gente cree que yo soy conservacionista", dice Beard. "Y no. Lo que soy es un esc¨¦ptico".
Beard nunca quiso cambiar nada. Se dedic¨® a mirar y a trabajar en el parque Tsavo; a cazar y a captar con su c¨¢mara, como un obseso, la vida salvaje. Animales y hombres. No importaba c¨®mo, d¨®nde, cu¨¢ndo, a qu¨¦ hora de la noche o de la madrugada, o en qu¨¦ escenario, selva, laguna, r¨ªo, parque; en avioneta, a pie, a nado; un salvaje ¨¦l mismo. Hay miles de fotos tes?ti?monio de ello. Y muchas m¨¢s de elefantes.
Ellos son, en su obra gr¨¢fica, lo que la tribu de los nuba a Leni Riefenstahl o las guerras de principio del siglo XX a Robert Capa: su obsesi¨®n, su tarjeta de presentaci¨®n, casi su raz¨®n de ser. Cuatro d¨¦cadas despu¨¦s de retratarlos con profusi¨®n siguen siendo la base de su trabajo y su discurso. Y hasta de su propia condici¨®n f¨ªsica actual: una elefanta le embisti¨® y atropell¨® en 1996 en la frontera entre Kenia y Tanzania, y de aquello, que estuvo a punto de costarle la vida, le quedan en el cuerpo siete clavos de titanio y 28 tornillos, que luego, al verle caminar, casi se visualizan dentro de ¨¦l, en su modo de andar, en el movimiento de balanceo de su cuerpo. "Los hombres", dice, "somos como los elefantes. Tan prol¨ªficos, tantos, tan superpoblado el territorio, que somos capaces de acabar con ¨¦l, de engullirlo y engullirnos". Ah¨ª aparecen en sus fotograf¨ªas, solos o en manadas, comi¨¦ndose los ¨¢rboles hasta hacerlos caer. O sus esqueletos monumentales con restos de madera en el est¨®mago. ?Sigue siendo Beard tan pesimista sobre el futuro como lo era en los sesenta? Respuesta: "Soy extremadamente realista. Nos pasar¨¢ como en la pel¨ªcula El planeta de los simios. Y ya lo dijo Orwell. Pronto no quedar¨¢ nada". Y matiza: "Quiz¨¢ no desaparezcamos, pero viviremos como cucarachas".
Ha sido abrir la puerta del apartamento y, tras un instante, todo el mundo al suelo. Porque a ese nivel trabaja siempre Beard, encorvado, arrodillado sobre sus collages; rodeado de desechos, objetos, materia org¨¢nica. Todo aquello que encuentra mientras camina o viaja puede convertirse, en sus manos, en obra art¨ªstica. Aqu¨ª tiene ahora una playa entera extendida sobre el pavimento: paquetes de tabaco, piedras de colores, mon?toncitos de arena y conchas, recortes de peri¨®dicos, fotos viejas de seres extra?os o cercanos, de su hija Zara, de animales, de cuerpos de modelos esculturales, de texturas que luego pega minuciosamente sobre sus im¨¢genes en gran formato. "Trabajo con los mismos negativos de siempre, hay miles?", dice. Y muestra ah¨ª a sus pies algunas de las que le hicieron famoso: Rhino in the brush, Elephant's memory, Elephant bones, 965 elphants, Cheetah, Elephant and Kilimanjaro?
Beard las reelabora, las dota de vida nueva, vuelve sobre ellas, nunca est¨¢ satisfecho; les a?ade fotos, dibujos, escritura; las mancha con sangre, las clona. ?l y su equipo: aqu¨ª en Cassis, sus asistentes Gustavo Ferm¨ªn y Lane Diko, jovenc¨ªsimos ambos; en Hog Ranch, Kamante Gatura (que fue mayordomo de Karen Blixen) y una docena de artistas locales que cuidan del lugar cuando los Beard no est¨¢n y contribuyen con ese art brut tan espectacular y apasionado, tan africano de sus piezas. "Peter les form¨®. Les ense?¨® con libros de Rosseau, de Seurat, todo lo que les pudiera inspirar, y ¨¦l aprendi¨® de ellos", cuenta Nejma. "?Planes con las obras? Nunca tengo; trabajo sin objetivo", dice ¨¦l. "Es verdad", apunta Nejma, "no es precisamente un hombre pr¨¢ctico. ?l crea y crea, total y completamente obsesionado, y a m¨ª me vuelven loca ¨¦l y la cantidad de gente que atrae a su al?rededor".
Habla y habla el fot¨®grafo de violencia, estr¨¦s o neurosis; pasa de lo pret¨¦rito a lo futuro, de lo pol¨ªtico a lo social; salta de una historia a otra, de un continente a otro, de una ciudad o una d¨¦cada a la siguiente, de una m¨²sica a un libro: ¨¦se, por ejemplo, de los Rolling (famosas son sus fotos de la gira del grupo en 1972), o el ¨²ltimo le¨ªdo que le entusiasma, el de Richard Dawkins, titulado The God delusion (El enga?o de Dios). O se queda callado de repente mientras observa algo que le interesa (la gaviota que pasa, el bol¨ªgrafo que se te acaba, la pareja que se abraza en el restaurante, la luz, una m¨²sica, la portada de una revista, el cigarro que se enciende en medio de la carretera sin importarle el tr¨¢fico?). Es atento, amable, animoso: "Tiene un joie de vivre especial, tan contagioso", hab¨ªa comentado Ferm¨ªn. Y s¨ª. Imposible escapar. ?Es f¨¢cil trabajar con ¨¦l? "?F¨¢cil?", responde Lane. "Yo dir¨ªa que es? divertido? y cansado".
"Trabajar con ¨¦l es una maestr¨ªa privilegiada. Tiene una visi¨®n distinta, oscura, acompa?ada de una est¨¦tica contempor¨¢nea", cuenta Ferm¨ªn. "Con ¨¦l, cualquier cosa se puede convertir en una idea mayor. Y luego est¨¢ la aventura? ?Uno nunca sabe d¨®nde va a ir a parar! Un d¨ªa estamos en Par¨ªs en un fashion show; otro, en un museo en Dubai; otro, fotografiando elefantes en Kenia o preparando collages aqu¨ª en Francia?", dicen. Y Nejma: "No es nada, nada f¨¢cil".
A Beard le gusta provocar. "La soluci¨®n", sigue, moviendo sus grandes manos, "es la educaci¨®n. Formarnos en las leyes de la naturaleza, recuperar a Darwin, respetar la selecci¨®n natural. No dar de comer por dar de comer. Tres millones de ni?os enfermos de sida hay en Sur¨¢frica, pero ?qu¨¦ sentido tiene eso? Cada d¨¦cada, la poblaci¨®n del mundo aumenta en ?mil millones! No hay h¨¢bitat que lo resista". ?Pero no es la vida un derecho y la asistencia sanitaria cuesti¨®n de justicia? Respuesta: "Un error". Y sigue ¨¦l sin atender: "Son enfermedades propias de la superpoblaci¨®n". Y no, no le parece horrible decirlo: "Lo horrible es no hacer nada por impedirlo".
Nejma, siempre al quite, puntualiza: "?l afirma esas cosas de una manera, digamos, intelectual, metaf¨®rica; no es algo que salga de su coraz¨®n, porque ¨¦l es el primero en ayudar a quien lo necesita. Discutimos y peleamos mucho sobre sus teor¨ªas, claro, porque no estoy de acuerdo siempre. Por ejemplo, ?por qu¨¦ tenemos nosotros derecho a comida, agua o medicinas, cuando la mayor¨ªa del mundo muere de hambre o enfermedad?".
"Yo no soy sentimental, odio el sentimentalismo; esa piedad occidental que tanto abunda, la de los que se dedican a hacer el bien para expiar la culpa del mundo desarrollado", contin¨²a Beard. "Do-gooders", los llama. ?El modelo? "Bono o Bob Geldorf". Especialmente el ¨²ltimo: un "inconsciente". "Pat¨¦tico" es otro de sus adjetivos preferidos.
Pero dicho esto, se entristece ante la obra Elephant and Kilimanjaro, colgada en la pared, porque, dice, se ha esfumado de all¨ª la nieve -"esa cumbre es una visi¨®n del pasado"-, o tierno al contemplar las fotos de su hija Zara o las de los reto?os de la periodista que descubre all¨ª en la carpeta? Y es visto y hecho: r¨¢pido les improvisa un collage de regalo con una vista a¨¦rea de las chabolas hacinadas de Nairobi y otra imagen, muy famosa, de su hija Zara refresc¨¢ndose en un barre?o. Y ofrece fotos de cebras, de elefantes? Sin m¨¢s. "Ellos me han pedido que le pregunte si duermen los elefantes y c¨®mo: ?de pie?, ?tumbados?", le digo. ?l se levanta y busca y busca hasta que encuentra lo deseado entre la monta?a de objetos que cobijan la barra americana de la cocina y las estanter¨ªas hacinadas (hay hasta un expositor callejero repleto de postales): un libro con la imagen de un ejemplar con la trompa sostenida entre las ramas de un ¨¢rbol, durmiendo, de pie. Beard la arranca sin m¨¢s del volumen y me la entrega.
"Cinco millones de habitantes ten¨ªa Kenia cuando llegu¨¦, ahora son 40; es como lo podrido que galopa". Quieto en el asiento -la ventana abierta, el sonido del puerto y de las callejuelas, el aire veraniego-, cuenta que hoy su granja all¨ª est¨¢ siendo cercada: "Es una pura urbanizaci¨®n. Nada que ver con lo que uno imagina". No imaginamos. Le vemos en algunas fotos mientras ¨¦l pasa las p¨¢ginas de sus cuadernos. Ah¨ª est¨¢, en 1996, en el porche de Hog Ranch, entre esqueletos, maderas, tejidos; ¨¦l, escribiendo, y una jirafa, comiendo a su lado en un cuenco. Pura calma. Otra: en la tienda dormitorio, entre alfombras, flores, retratos de mujeres africanas, libros y recortes sobre la cama, una tetera; su ayudante masai sentado en una silla, y ¨¦l, tirado en el suelo, dibujando, con sus eternas sandalias, camisa y pareo: "Vest¨ªa de todo menos pantalones", recuerda. Una tercera, en su otro hogar, en Montauk (Long Island): un montaje panor¨¢mico de 2005, Thunderbolt Ranch. All¨ª aparece multiplicado, y otra vez agachado (en un gesto impenitente, como intentando dominar su creaci¨®n), en el sal¨®n de esa casa que un d¨ªa de 1977 se le que?m¨® con todo dentro, incluida la primera versi¨®n de The end of the game: "Ten¨ªa dos opcio?nes: apiadarme de m¨ª mismo y llorar, o comenzar de nuevo. Siempre elijo lo segundo".
Apuntar, dibujar, escribir. A esa obsesi¨®n le ha dedicado incluso una de sus fotos m¨¢s espectaculares e ir¨®nicas, I'll write whenever I can (Escribir¨¦ donde pueda. Lago Rudolf, Kenia, 1965). En ella aparece metido en la boca de un cocodrilo. Sobresale de ¨¦l s¨®lo medio cuerpo, suficiente para sujetar con las manos la libreta y escribir sobre el suelo.
?Y por qu¨¦ se encuentra hoy aqu¨ª, en Cassis, si su cuartel general est¨¢ en Nueva York; su memoria, en Hog Ranch; su retiro, en Montauk, y sus deseos de visita, amigos, noche, m¨²sica y juerga, repartidos por las urbes de este mundo? A Cassis (apenas 10.000 habitantes) viene desde hace medio siglo por esas cosas de familia rica (su bisabuelo era el potentado industrial James L. Hill) y emprendedora: su primo Jerome Hill, fallecido en 1972, cre¨® aqu¨ª la Fundaci¨®n Camargo, una residencia de artistas donde Beard ten¨ªa "hasta hace nada" su espacio, explica dolido, ahora que las cosas no son como anta?o.
En este pueblo de Provenza le conocen, tiene amigos s¨®lidos que le miman y admiran. Y el alcalde (el nuevo y el anterior, dice) le ha donado un espacio para que pueda continuar en la localidad. "?se, al pie del mar", indica al pasar. Se mudar¨¢ cuando regrese de su viaje a Botsuana para fotografiar a las modelos del calendario Pirelli. "Me gusta ?frica porque es real; esto, Europa, no lo es", comenta como resumen antes de salir en busca de algo de comer en alg¨²n establecimiento con vistas al Cap Canaille (el mayor acantilado de Francia) y la playa Le Bestouan.
Despu¨¦s caer¨¢ el sol, la tarde, la noche. Y Peter Beard regresar¨¢ a su casa-taller "provisional", volver¨¢ a saltar sobre el triciclo tirado en el rellano de la escalera, se descalzar¨¢, se arrodillar¨¢ sobre alg¨²n elefante y permanecer¨¢ as¨ª hasta la madrugada para poner, a?adir o quitar aquello que hoy ha pensado, sentido, imaginado, visto o deseado.
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