El infierno como estado de ¨¢nimo
No s¨®lo cada generaci¨®n tiene su propia idea del Infierno, sino tambi¨¦n cada uno de los individuos que la componen. Ni siquiera los Vicarios de Dios en la Tierra se ponen de acuerdo sobre la naturaleza de ese ¨¢mbito de castigo eterno que la humanidad (los humanes, como dir¨ªa Moster¨ªn) ha imaginado con distintos nombres desde el alba del mundo. Para Juan Pablo II -que debi¨® de acordarse de sus compatriotas gaseados en la Shoah- el infierno ser¨ªa, m¨¢s que un lugar, una situaci¨®n: la de los que no pueden ver ni sentir a Dios, una especie de Gehenna post-ilustrado. Para Benedicto XVI, a quien le ha tocado pastorear su reba?o entre fundamentalismos combatientes, el infierno es el de la tradici¨®n medieval, el de Dante, el que nadie ha descrito de modo m¨¢s terror¨ªfico que aquel jesuita que predicaba largo y tendido a Stephen Dedalus y sus condisc¨ªpulos en el inolvidable cap¨ªtulo tercero del Retrato del artista adolescente: el mismo discurso que a muchos babyboomers del franquismo nos toc¨® escuchar (tambi¨¦n aterrorizados) en aquellos espantosos "ejercicios espirituales" en los que nos machacaban con las cuatro postrimer¨ªas del hombre, las que plasm¨® Vald¨¦s Leal en sus tenebrosas pinturas. De aquel infierno joyceano se me han quedado grabadas en la mente las tres notas que lo resum¨ªan ("ilimitada extensi¨®n de tormento, incre¨ªble intensidad de dolor, incesante variedad de tortura"), y que debieron de resonar en la imaginaci¨®n angloirlandesa del autor de Ulises como los tres famosos aldabonazos de Macbeth lo hicieron en la de Thomas de Quincey, quien termin¨® escribiendo un hermoso ensayo (On the Knocking at the Gate in Macbeth) sobre su efecto en el ambicioso rey asesino y en su esposa (a la que le habr¨ªa avergonzado tener el "coraz¨®n tan blanco"). Hay otros infiernos: el de Sartre, por ejemplo, que en Huis Clos (estrenado en plena Ocupaci¨®n, lo que s¨ª fue un aut¨¦ntico infierno para los que no colaboraron) tampoco es un lugar (aunque la "acci¨®n" transcurra en un "saloncito segundo imperio con un bronce sobre la chimenea"), sino que son "los otros", los dem¨¢s: todos interactuando como ineludibles v¨ªctimas y verdugos. Los otros como Infierno; la idea estaba impl¨ªcita en ese insoportable (y l¨²cido) elitista que era Ortega: "La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible", dice cay¨¦ndose con complacencia y sin estr¨¦pito de su turris eburnea. Los otros, la multitud: como la que formamos los que nos aglomeramos un fin de semana de Feria a lo largo del gigantesco Juego de la Oca -de caseta en caseta y tiro porque me toca- en pos de firma o libro o rostro (medi¨¢tico). El infierno puede ser tambi¨¦n, por no cambiar de escenario, el saloncito-carpa ante cuyo escritorio kitsch (y su tel¨®n de fondo de biblioteca noble) firma libro tras libro Ruiz Zaf¨®n, el h¨¦roe planetario de esta feria en la que no hay crisis, sino fiesta, fiesta, fiesta. Ten¨ªa raz¨®n Wojtyla: el infierno es una situaci¨®n: el m¨ªo de ahora mismo, por ejemplo, es tener que terminar esto en plazo y no poder continuar, repantigado en mi sill¨®n de orejas, mi lectura de Divisadero, de Michel Ondaadje (Alfaguara: uno de los libros que adquiri¨® Valerie Miles en su mete¨®rico cameo por la casa), posponiendo el relato de los infiernos privados de sus protagonistas. El infierno es la feria, pero tambi¨¦n lo es que se acabe hasta el pr¨®ximo a?o. El infierno, en definitiva, eres t¨², improbable lector. Y lo soy yo, a quien ahora padeces.
Como el editor abusaba y el autor no sol¨ªa ser muy ducho ni en sus derechos ni en discutir de pelas (entre otras cosas), surgi¨® el agente literario
Agente
Hubo un estilo de edici¨®n, ya casi olvidado, en el que la fidelidad se daba por sentada. Un autor permanec¨ªa siempre en el mismo sello y, a cambio, el editor se compromet¨ªa (vagamente) a publicarle tanto las obras maestras como las deyecciones literarias. Claro que, para ser sinceros, esa lealtad sol¨ªa jugar (con honrosas excepciones) a favor de la parte contratante de la primera parte, es decir, a favor del editor, que siempre llev¨® la voz cantante en esa peculiar relaci¨®n de la que se sol¨ªa hablar con met¨¢foras conyugales. Simplificando: como el editor abusaba y el autor no sol¨ªa ser muy ducho ni en sus derechos ni en discutir de pelas (entre otras cosas), surgi¨® el tercero, el agente literario, como un San Jorge en defensa (interesada) de la damisela. Entre nosotros irrumpieron con fuerza -casi todos (?o deber¨ªa decir todas?) de la mano de mi admirada Carmen Balcells- a partir de finales de los setenta, cuando a la gente le dio por comprar las novelas de los j¨®venes narradores, y los autores descubrieron de golpe el mercado. En un principio, a los editores no les gust¨® nada compartir con un intermediario el lecho del amor (y del poder), pero no han tenido m¨¢s remedio que envain¨¢rsela. Desde aquellos tiempos de la nueva narrativa ha corrido mucha agua, y grandes anticipos, bajo los puentes de la edici¨®n, adem¨¢s de sonadas rupturas "matrimoniales" y consiguientes trasvases de autores con novelas y bagajes a otras editoriales. Hoy hay muchos agentes, claro, y la competencia entre ellos se ha hecho m¨¢s dura. Ahora ataca Andrew Wylie, que finalmente parece haberse enterado de que la novela espa?ola se vende bien en esos mundos de Dios. Mis topos me informan de que el agresivo Chacal ha iniciado una discreta, pero muy planificada, ofensiva cuya primera victoria se llama Antonio Mu?oz Molina, uno de nuestros novelistas m¨¢s conocidos internacionalmente. Bueno, y ya no les cuento m¨¢s. Por ahora.
Biblioteca
Desde hace algunos a?os, Enrique Polanco, el editor de El Tercer Nombre, suele convocar a su casa (siempre nueva: le encantan las mudanzas) a un grupo de gentes del libro para celebrar la Feria. Este a?o nos juntamos all¨ª una treintena de personas a las que dio de comer (excelentemente) Elena Figueras, especialista (entre otras cosas m¨¢s espirituales) en sustanciosos caterings. Lo pasamos muy bien y despellejamos a dos o tres, como suele ocurrir en esas reuniones, pero supongo que el se?or Rioyo les contar¨¢ ma?ana en su columna alg¨²n otro detalle, lo que me permite ahorr¨¢rmelos. Yo quer¨ªa fijarme, sobre todo, en algo a lo que he venido dando vueltas desde entonces. Presidiendo el vest¨ªbulo de su casa (en la que abundan los libros) Polanco ha colgado una enorme foto de Candida H?fer (Colonia, 1944) en la que se muestra la biblioteca del convento del Redentor en la veneciana Giudecca. Es una foto bell¨ªsima de la que me enamor¨¦ hace un par de a?os, cuando la vi expuesta en la galer¨ªa F¨²cares: me qued¨¦ con las ganas de adquirirla. No hay en ella figuras humanas (seg¨²n costumbre de la autora), pero esa no es la ausencia m¨¢s importante: las estanter¨ªas est¨¢n absolutamente vac¨ªas. Se trata de un espacio vacante, pero repleto de sentido, sorprendentemente c¨¢lido y rebosante de promesa. No espera que lleguen sus hu¨¦spedes, pero no los excluye. Est¨¢ ah¨ª por s¨ª misma, abierta a lo que venga, consciente de lo que hubo. Una hermosa biblioteca que respira, noble y sencilla como la arquitectura en que se aloja. Definitiva, eficaz, pura. Una biblioteca muda que contiene el mundo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.