El p¨¢jaro loco
El dominguerismo fue un movimiento que abandonamos (tal vez est¨¦ generalizando) al desvincularnos emocionalmente del legado paterno y explorar otros campos, tales como el comunismo o el socialismo revisionista. Puede que fuera un inmenso error abandonarlo de esa manera tan abrupta cuando el dominguerismo, en s¨ª, nos hab¨ªa proporcionado momentos tan v¨ªvidos y felices; pero se daba la circunstancia de que las criaturas cumpl¨ªamos una edad (los 15 a?os, aproximadamente) y acab¨¢bamos del dominguerismo hasta la bola. Nosotros practic¨¢bamos dominguerismo todos los domingos del a?o, porque mi padre era un fan¨¢tico de esta corriente cultural; pero era por estas fechas cuando el pueblo soberano se lanzaba como loco al campo. Pienso esto mientras viajo en un tren que me lleva al norte del Estado de Nueva York, con una sensaci¨®n en el est¨®mago que me recuerda a aquella de los domingos antiguos. Todo el viaje transcurre siguiendo la l¨ªnea del r¨ªo Hudson, tremendo y plateado, con una neblina provocada por la humedad sofocante. La contemplaci¨®n pone en marcha la m¨¢quina del recuerdo. Es algo que se contradice con la filosof¨ªa budista, en la cual estoy intentando adiestrarme (con escaso ¨¦xito), que defiende la mera conciencia del presente para evitar la melancol¨ªa del pasado o la ansiedad del futuro. Pero el recuerdo es invasivo cuando el ser humano se queda parado, como yo ahora, mirando un r¨ªo. Mirando un r¨ªo de dimensiones americanas vuelvo a mis a?os de dominguerismo. Los americanos buscan la naturaleza intocada y la soledad. Buena parte de los pasajeros de este tren viajan hacia eso. Yo sonr¨ªo pensando en el esp¨ªritu gregario de aquellos d¨ªas en los que un padre, en vez de buscar el espacio virgen, trataba de buscar "un hueco" con el coche, dando tumbos, por el camino de tierra que llevaba al chiringuito. A veces el grupo era muy numeroso, t¨ªos, sobrinos, ni?os de pecho. Los hombres hac¨ªan paella o asaban carne. Las mujeres preparaban el alioli y la ensalada. Los ni?os hac¨ªamos como que nad¨¢bamos en un r¨ªo diminuto, marr¨®n chocolate. Las sobremesas duraban hasta la cena. Recuerdo sentirme intimidada por esos adultos que, haciendo corro con sus sillas plegables, fumaban como cosacos y beb¨ªan como carreteros (o al rev¨¦s) y nos hac¨ªan una se?a para que nos fu¨¦ramos porque iban a contar un chiste verde o la escena de la mantequilla del ¨²ltimo tango. En el camino de regreso, los ni?os est¨¢bamos febriles y malhumorados, oliendo a aftersun y echando ya de menos a los otros ni?os. Luego se cumpl¨ªa una edad y el ni?o se convert¨ªa en un adolescente que se sentaba apartado, moh¨ªno, alejado de los adultos por propia voluntad, porque le produc¨ªan verg¨¹enza.
El prestigio de la soledad vino m¨¢s tarde, aunque hoy lo confieso: el campo, a solas, me provoca un miedo tipo Patricia Highsmith. M¨¢s a¨²n el campo americano, que tan habitualmente se vuelve bosque. El bosque de los cuentos de los ni?os, de ¨¢rboles inmensos que hacen diminuta tu estatura mientras avanzas por un sendero, sintiendo el abrazo de la vegetaci¨®n; percibiendo el palpitar de la tierra, que parece un ser humano; oyendo ruidos aqu¨ª y all¨¢, pisadas de seres que huyen a tu paso y a los que casi nunca ves. Vuelve el antiguo miedo a perderse. Pero aqu¨ª o all¨¢ hay, escondidas, alguna casa, alguna caba?a, de gente que disfruta de este aislamiento, pero que a su vez se comunica por Internet: pide la compra, las pel¨ªculas para el fin de semana o los libros de Amazon, o habla, higi¨¦nicamente, con personas con las que no tiene que compartir el espacio; a veces incluso practica el sexo (sin cond¨®n) con otro solitario cibern¨¦tico que est¨¢ a miles de millas de distancia. En este campo tambi¨¦n hay un campus, Bard College. Es l¨®gico sospechar que entre la espesura de estos bosques se esconden poetas que siguen haciendo versos a la naturaleza, siguiendo la tradici¨®n americana; se puede imaginar que hay pintores, profesores, novelistas que se refugian en antiguas granjas, intelectuales exiliados que encontraron en estas universidades algo que a Am¨¦rica no se le puede negar: la capacidad para acoger el talento ajeno. En una de estas casas pasa la vida Norman Manea, escritor jud¨ªo rumano de historia procelosa que se puede leer en sus libros, algunos traducidos al espa?ol: campo de concentraci¨®n en la ni?ez y, m¨¢s tarde, claro, la dictadura comunista. Desde el ventanal de su casa ve caer esta tarde y muchas otras tardes junto a su mujer, Cella. Yo no sabr¨ªa c¨®mo medir el tiempo cuando se est¨¢ tan solo, pero supongo que, para quien huye del pasado, esto es el para¨ªso. "Este pa¨ªs es un gran hotel", dice. "Tienes los servicios que quieres, nadie indaga sobre c¨®mo vives, y la vida privada es algo que ocurre en tu casa". Lo entiendo, claro. Lo dice una v¨ªctima de la gran experiencia traum¨¢tica del siglo XX, pero ?estar¨ªa yo, viniendo de donde vengo, preparada para esta misantrop¨ªa? De pronto aparece un p¨¢jaro prodigioso, multicolor, un p¨¢jaro carpintero. Lo miramos tras el cristal, en silencio, para que no desconf¨ªe y alce el vuelo. Ese silencio y la contemplaci¨®n del p¨¢jaro provocan un estado de recogimiento espiritual. Lo rompo con un recuerdo: "?Eh, digo, pero si es el P¨¢jaro Loco!". Siento como que al fin he descubierto Am¨¦rica.
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