Obama y el jefe de la tribu
La infancia de Barack Obama, candidato dem¨®crata a la Casa Blanca, estuvo marcada por el abandono de su padre, keniano, cuando ten¨ªa dos a?os. No volvi¨® a verle hasta los diez. El relato de ese reencuentro agridulce figura en las memorias personales de Obama: 'Los sue?os de mi padre', de pr¨®xima publicaci¨®n en la editorial Almed
Sabes de qu¨¦ tribu es tu padre?".
La pregunta [de la profesora] trajo consigo m¨¢s risitas, y yo me qued¨¦ sin palabras por un momento. Cuando por ¨²ltimo dije "Luo", un chico de cabello rubio rojizo que estaba detr¨¢s de m¨ª repiti¨® en alto la palabra en tono de abucheo, imitando el sonido de un mono.
Los chicos no pudieron contener la risa y la se?orita Hefty tuvo que echarles una dura reprimenda para que se calmaran y pasar al siguiente alumno de la lista.
Pas¨¦ el resto del d¨ªa aturdido. Una ni?a pelirroja me pregunt¨® si pod¨ªa tocarme el pelo y pareci¨® sentirse herida cuando me negu¨¦. Un ni?o de tez rubicunda me pregunt¨® si mi padre com¨ªa personas.
Acunado en el blando e indulgente seno de la cultura consumista americana me sent¨ªa seguro; era como si hubiera ca¨ªdo en una larga hibernaci¨®n. Algunas veces me pregunto cu¨¢nto tiempo hubiera podido quedarme all¨ª, de no ser por el telegrama que Toot [la abuela materna de Obama] se encontr¨® un d¨ªa en el buz¨®n del correo.
"Mi abuelo, sab¨¦is, es un jefe", dijo Obama a sus compa?eros de escuela, "y eso hace a mi padre un pr¨ªncipe"
"O¨ª decir a mi padre que me estaban mimando, que necesitaba mano dura, pero mi madre dijo que nada cambiar¨ªa"
"Tu padre va a venir a verte", dijo. "El mes que viene. Dos semanas despu¨¦s de que llegue tu madre. Los dos se quedar¨¢n hasta A?o Nuevo".
Dobl¨® con cuidado el papel y lo dej¨® en un caj¨®n de la cocina. Tanto ella como el abuelo se quedaron en silencio, de la misma manera en que reacciona alguien cuando el doctor le dice que tiene una enfermedad grave, aunque con cura. Por un momento, el aire pareci¨® haberse evaporado de la habitaci¨®n, y nos quedamos en suspenso, a solas con nuestros pensamientos.
"Bien", dijo por ¨²ltimo Toot. "Creo que es mejor que empecemos a buscar un sitio donde pueda quedarse".
El abuelo se quit¨® las gafas y se frot¨® los ojos.
"Van a ser unas Navidades horribles".
Durante el almuerzo le expliqu¨¦ a un grupo de ni?os que mi padre era un pr¨ªncipe.
"Mi abuelo, ?sab¨¦is?, es un jefe. Una especie de rey de la tribu, ?no?... como los indios. Y eso hace que mi padre sea un pr¨ªncipe. ?l subir¨¢ al poder cuando muera mi abuelo".
"?Y qu¨¦ pasar¨¢ despu¨¦s?", me pregunt¨® uno de mis amigos mientras vaci¨¢bamos nuestras bandejas en el cubo de la basura. "?Volver¨¢s all¨ª y ser¨¢s un pr¨ªncipe?".
"Bueno... si quisiera, podr¨ªa serlo. Es que es un poco complicado, ?sabes?, porque la tribu est¨¢ llena de guerreros. Es como Obama..., que quiere decir 'Lanza de Fuego'. Todos los hombres de nuestra tribu quieren ser el jefe, as¨ª que mi padre tendr¨¢ que calmar esas rencillas antes de que yo vaya".
Conforme las palabras iban saliendo de manera atropellada por mi boca, y ve¨ªa que los chicos se acercaban a m¨ª, m¨¢s curiosos y cari?osos al apretujarnos unos contra otros en la ¨²ltima fila de la clase, una parte de m¨ª empezaba a creerse realmente la historia. Pero la otra parte sab¨ªa que lo que les estaba contando era una mentira, algo que hab¨ªa construido a partir de retazos de informaci¨®n que hab¨ªa captado de mi madre. Despu¨¦s de una semana en la que hab¨ªa dado forma a mi padre, decid¨ª que prefer¨ªa tener una imagen suya m¨¢s distante, una imagen que yo pudiera cambiar a capricho -o ignorarla a mi conveniencia-. Si mi padre no me hab¨ªa decepcionado exactamente, permanec¨ªa como algo desconocido, vol¨¢til y vagamente amenazador.
Mi madre percibi¨® mi aprensi¨®n en los d¨ªas anteriores a su llegada -supongo que yo era un reflejo de ella-, as¨ª que, en medio de sus esfuerzos para preparar el apartamento que hab¨ªamos alquilado para ¨¦l, intentaba convencerme de que la reuni¨®n ir¨ªa sobre ruedas. Hab¨ªa mantenido correspondencia con ¨¦l durante todo el tiempo que estuvimos en Indonesia, me explic¨®, y ¨¦l lo sab¨ªa todo sobre m¨ª. Al igual que ella, mi padre hab¨ªa vuelto a casarse, y yo ten¨ªa ahora cinco hermanos y una hermana que viv¨ªan en Kenia. Tuvo un grave accidente de tr¨¢fico, y su viaje formaba parte de su recuperaci¨®n tras una larga estancia en el hospital.
"Los dos llegar¨¦is a ser grandes amigos", decidi¨®.
Por fin lleg¨® el gran d¨ªa.
"?Aqu¨ª est¨¢! ?Vamos, Bar, ven a saludar a tu padre!".
Y all¨ª, en el pasillo sin iluminar, le vi: una figura alta y oscura que caminaba con una leve cojera. Se agach¨® y me rode¨® con sus brazos; los m¨ªos se quedaron colgando a los lados. Tras ¨¦l estaba mi madre, tembl¨¢ndole la barbilla, como siempre.
"Muy bien, Barry", dijo mi padre. "Estoy muy contento de verte despu¨¦s de tanto tiempo. Muy contento".
Me llev¨® de la mano hasta el cuarto de estar, y todos nos sentamos.
"Bueno, Barry, tu abuela me ha dicho que te va muy bien en la escuela".
Me encog¨ª de hombros.
"Le da un poco de verg¨¹enza", intervino Toot. Ella sonri¨® y me frot¨® la cabeza.
"Bien", dijo mi padre, "no tiene que darte verg¨¹enza el que te vaya bien. ?Te he dicho que tus hermanos y tu hermana han sacado muy buenas notas en el colegio? Lo llev¨¢is en la sangre, creo", dijo soltando una risa.
Yo lo miraba detenidamente mientras los mayores se pusieron a hablar. Era mucho m¨¢s delgado de lo que esperaba; los huesos de sus rodillas formaban en la pernera de sus pantalones dos agudos ¨¢ngulos; no me lo pod¨ªa imaginar levantando a nadie del suelo. A su lado, un bast¨®n con una cabeza roma de marfil descansaba contra la pared. Vest¨ªa una chaqueta azul, camisa blanca y al cuello un pa?uelo escarlata. Sus gafas, con montura de asta, reflejaban la luz de la l¨¢mpara y no dejaban ver sus ojos muy bien, pero cuando se las quit¨® para frotarse el puente de la nariz pude ver que eran ligeramente amarillos, los ojos de alguien que hab¨ªa tenido la malaria m¨¢s de una vez. Hab¨ªa cierta fragilidad en su constituci¨®n, pens¨¦, y era cuidadoso cuando encend¨ªa un cigarrillo o alargaba la mano para coger su cerveza. Despu¨¦s de una hora o as¨ª, mi madre sugiri¨® que, como parec¨ªa cansado, deber¨ªa echarse una siesta, y ¨¦l se mostr¨® de acuerdo. Recogi¨® su bolso de viaje, luego se detuvo a mitad del camino y se puso a revolver en ¨¦l, hasta que finalmente sac¨® tres figuritas de madera -un le¨®n, un elefante y un hombre de ¨¦bano vestido con el atuendo de la tribu tocando un bong¨®- y me las dio.
"Da las gracias, Bar", dijo mi madre.
"Gracias", murmur¨¦.
Mi padre y yo bajamos la mirada hasta las esculturas, inertes en mis manos. Me puso una mano en el hombro.
"S¨®lo son un peque?o detalle", dijo con suavidad. Luego hizo una indicaci¨®n con la cabeza al abuelo Gramps, y juntos reunieron su equipaje para bajar por las escaleras al otro apartamento.
Un mes. ?se es el tiempo que estar¨ªamos los cinco juntos. La mayor¨ªa de las tardes las pas¨¢bamos en la sala de estar de mis abuelos. Durante el d¨ªa d¨¢bamos una vuelta en coche por la isla, o cortos paseos a pie m¨¢s all¨¢ de los l¨ªmites de la propiedad privada de una familia donde una vez estuvo el apartamento de mis abuelos; el hospital remodelado donde yo nac¨ª; la primera casa que mis abuelos tuvieron en Hawai, antes de la que estaba la avenida de la Universidad, una casa que no llegu¨¦ a conocer. Hab¨ªa mucho que contar en ese mes, mucho que explicar, y aunque echo mi memoria atr¨¢s para rastrear en el recuerdo las palabras de mi padre, las peque?as relaciones o conversaciones que pudimos haber tenido se han perdido para siempre. Quiz¨¢ est¨¢n grabadas muy hondo y su voz no fuera sino la simiente de toda esa especie de intricadas discusiones que manten¨ªa conmigo mismo, tan impenetrables ahora como el dibujo de mis genes, de forma que todo lo que percibo es la concha vac¨ªa. Mi esposa me da una respuesta m¨¢s f¨¢cil: que los padres y los hijos no tienen mucho de lo que hablar, al menos hasta que haya confianza; y esto se acerca m¨¢s a la realidad, pues a menudo sent¨ªa que me quedaba mudo cuando estaba con ¨¦l, y ¨¦l nunca me estimulaba para que hablase.
Me fascinaba su extra?o poder y, por primera vez, empec¨¦ a pensar en mi padre como algo real y pr¨®ximo, incluso hasta permanente. Despu¨¦s de unas pocas semanas, sin embargo, empec¨¦ a notar que la tensi¨®n se estaba empezando a apoderar de m¨ª. Gramps se quejaba de que mi padre se sentaba en su sill¨®n. Toot murmuraba, mientras fregaba los platos, que ella no era sirviente de nadie. Mi madre apretaba los labios y sus ojos evitaban los de sus padres mientras cen¨¢bamos. Una noche puse la televisi¨®n para ver un especial de dibujos animados -C¨®mo Grinch rob¨® la Navidad- y los murmullos acabaron en gritos.
"Barry, ya has visto bastante la televisi¨®n esta noche", dijo mi padre. "Vete a tu habitaci¨®n y ponte a estudiar, que los adultos tenemos que hablar".
Toot se puso de pie y apag¨® la televisi¨®n. "?Por qu¨¦ no ves el programa en el dormitorio, Bar?".
"No, Madelyn", dijo mi padre, "no es eso lo que quiero decir. Ha estado mirando ese aparato sin parar, y ya es hora de que se ponga a estudiar".
Mi madre intent¨® explicarle que casi est¨¢bamos en vacaciones de Navidad, y que ese programa era mi favorito de esa ¨¦poca del a?o y que me hab¨ªa tirado esper¨¢ndolo toda la semana. "No durar¨¢ mucho".
"Anna, esto no tiene sentido. Si el chico ha hecho sus deberes para ma?ana, puede empezar a hacer los del d¨ªa siguiente, o los que tiene para cuando vuelva de las vacaciones". ?l se volvi¨® hacia m¨ª: "Te lo digo, Barry, no trabajas todo lo que deber¨ªas. Vete ya antes de que me enfade contigo".
Me fui a mi habitaci¨®n y cerr¨¦ dando un portazo, mientras o¨ªa c¨®mo fuera iban subiendo las voces, con el abuelo insistiendo en que aquella era su casa, Toot diciendo que mi padre no ten¨ªa ning¨²n derecho a llegar y a intimidar a todo el mundo, incluido yo, despu¨¦s de haber estado ausente todo aquel tiempo. O¨ª decir a mi padre que me estaban mimando, que necesitaba mano dura, y escuch¨¦ decir a mi madre que nada cambiar¨ªa nunca respecto a ellos.
El d¨ªa siguiente, Toot me mand¨® al apartamento de mi padre para ver si ten¨ªa ropa sucia para lavar. Llam¨¦ y mi padre abri¨® la puerta sin camisa. Dentro vi a mi madre que estaba planch¨¢ndole alguna ropa. Se hab¨ªa recogido el pelo en una coleta, y sus ojos eran suaves y oscuros como si hubiera llorado. Mi padre me dijo que me sentara junto a ¨¦l en el borde de la cama, pero le dije que Toot necesitaba que le ayudara, y me fui despu¨¦s de darle el mensaje. Cuando estuve de vuelta, hab¨ªa empezado a limpiar mi habitaci¨®n cuando mi madre entr¨®.
"No tienes que estar enfadado con tu padre, Bar. ?l te quiere mucho. S¨®lo que a veces es un poco testarudo".
"Vale", dije sin levantar la vista. Sent¨ª c¨®mo me segu¨ªa con la mirada por la habitaci¨®n hasta que por ¨²ltimo lanz¨® un leve suspiro y sali¨® por la puerta.
"S¨¦ que todo esto te est¨¢ creando confusi¨®n", dijo. "Tambi¨¦n a m¨ª. Intenta recordar lo que te he dicho, ?vale?". Puso su mano en el pomo de la puerta. "?Quieres que cierre la puerta?"
Asent¨ª con la cabeza, pero no hab¨ªa pasado ni un minuto cuando volvi¨® a asomar su cabeza por la habitaci¨®n.
"Por cierto, se me olvidaba decirte que la se?orita Hefty ha invitado a tu padre a que vaya a la escuela el jueves. Ella quiere que dirija unas palabras a la clase".
No pod¨ªa haberme imaginado peores noticias. Pas¨¦ aquella noche y todo el d¨ªa siguiente intentando eliminar de mis pensamientos lo inevitable: las caras que pondr¨ªan mis compa?eros de clase cuando oyeran lo de las caba?as de barro, todas mis mentiras al descubierto, y las bromas maliciosas que seguir¨ªan a continuaci¨®n. Cada vez que esto me ven¨ªa a la cabeza, mi cuerpo se estremec¨ªa como si tuviera un espasmo nervioso.
Todav¨ªa intentaba imaginarme el tipo de explicaciones que tendr¨ªa que dar cuando mi padre entrara en la clase al d¨ªa siguiente. La se?orita Hefty le dio una efusiva bienvenida, y mientras que me sentaba o¨ª c¨®mo varios ni?os se preguntaban qu¨¦ era lo que estaba pasando. Mi desesperaci¨®n creci¨® cuando mi profesor de matem¨¢ticas, un hawaiano grande y poco amigo de bromas, el se?or Eldredge, entr¨® en la clase, seguido de treinta confusos ni?os de la clase de al lado.
"Hoy tenemos un invitado especial", comenz¨® a decir la se?orita Hefty. "El padre de Barry Obama est¨¢ aqu¨ª, y ha venido desde Kenia, en ?frica, para hablarnos de su pa¨ªs".
Todos me miraron cuando mi padre se puso en pie. Yo mantuve mi cabeza erguida tratando de concentrarme en un punto vac¨ªo de la pizarra que estaba detr¨¢s de ¨¦l. Ya llevaba hablando un rato cuando por fin logr¨¦ volver a la realidad. Mi padre estaba apoyado sobre la mesa de roble de la se?orita Hefty, mientras describ¨ªa la profunda sima que hab¨ªa en la tierra donde surgi¨® por vez primera la humanidad.
Habl¨® de los animales salvajes que todav¨ªa merodeaban por las praderas, de las tribus que todav¨ªa exig¨ªan que un ni?o matara a un le¨®n para que se demostrara su hombr¨ªa. Habl¨® de las costumbres de los luo, de c¨®mo los ancianos de la tribu eran acreedoras del mayor respeto y de c¨®mo
sentados bajo los grandes troncos de los ¨¢rboles, dictaban las leyes que ten¨ªan que cumplir todos. Relat¨® la lucha de Kenia para ser libre; habl¨® de c¨®mo los ingleses hubieran querido quedarse y gobernar injustamente a su pueblo, al igual que hicieron en Am¨¦rica; de los muchos que fueron hechos esclavos s¨®lo por el color de su piel, como hab¨ªan hecho en Am¨¦rica, pero que los kenianos, como todos los que est¨¢bamos en la clase, ansiaban la libertad y poder desarrollarse a trav¨¦s del trabajo duro y el sacrificio.
Cuando acab¨®, la se?orita Hefty irradiaba orgullo. Todos mis compa?eros aplaudieron de coraz¨®n, y unos cuantos reunieron el valor para hacer preguntas, que mi padre parec¨ªa meditar concienzudamente antes de responder. Son¨® la campana para el almuerzo, y el se?or Eldredge se me acerc¨®.
"Tu padre es una persona bastante impresionante".
El chico de cara rubicunda que antes me hab¨ªa preguntado sobre el canibalismo, me dijo: "Tu padre mola mucho".
Dos semanas m¨¢s tarde, se hab¨ªa ido. -
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