Caer en la tentaci¨®n
Tarde de domingo. A las puertas del Carnegie Hall. Temperatura casi veraniega y una brisa h¨²meda y mar¨ªtima que ha llenado de escotes la noche y de tacones las aceras. Hay que contar con que algunos americanos han entrado en la estaci¨®n de las bermudas, y algunas americanas, en la de las chanclas, y no se desprender¨¢n de ellas ni aun asistiendo a un concierto nocturno, pero con el tiempo he descubierto que aqu¨ª, al contrario que en esa Europa del "donde fueres haz lo que vieres", hay que marcar continuamente el propio estilo. A m¨ª me educaron para maquearme cuando piso un teatro y as¨ª lo hago. Por respeto. Vamos a la sala peque?a del Carnegie a escuchar a un tr¨ªo de jazz muy prometedor, pero a m¨ª se me van los ojos detr¨¢s del gent¨ªo que se amontona en la puerta principal. S¨ª, yo quer¨ªa ir al otro concierto, pero cuando llam¨¦ para reservar las entradas se me hab¨ªan adelantado tres mil quinientas personas. Yo quer¨ªa ver a Jo?o Gilberto. Al viejo de setenta y siete a?os que en vez de fans tiene fieles. Yo soy de su parroquia. Quiero ir a verlo desde siempre, desde aquellos a?os ochenta en que su voz y su guitarra irrumpieron en mi vida, y tuvieron un efecto curativo, simplificaron mis gustos musicales y los sofisticaron a un tiempo. Es una ense?anza de la madurez: lo sublime siempre es sencillo. Pues bien, mientras nos abr¨ªamos paso para llegar a nuestra sala, un negro con diente de oro y sombrero de charlat¨¢n me susurra al o¨ªdo que tiene una entrada. "Cien d¨®lares", dice. Me encojo los hombros y tiro para adelante, bah, no, ya lo escuchar¨¦ en los discos, al fin y al cabo, como tantos ciudadanos del mundo, me estoy quedando sorda gracias al iPod y ya casi no distingo el vivo del grabado. Me digo esto para conformarme, porque la reventa siempre me sugiere algo de trampa, de inmoralidad. Pero ¨¦l, mi marido, dice: "Espera un momento". Lo veo cruzar la calle en direcci¨®n a un cajero. El negro me ronda, como el diablo, "no te lo pierdas, es mi ¨²ltima entrada". Un viejo se me acerca: "?As¨ª que va a comprar usted la entrada? ?Y sabe cu¨¢l es su valor real?". "No, no lo s¨¦", le digo como si me estuviera interrogando la voz de mi conciencia. "Ah", me dice, "pues ¨¦sa es la pregunta que usted deber¨ªa hacerse, se?orita, antes que darle dinero a un estafador". El negro interrumpe: "Eh, c¨¢llate, t¨ªo, d¨¦janos en paz". Otra abuela interviene: "Mira, chica, eres c¨®mplice de un timador". El negro, falt¨®n, chorizo, me toma del brazo, con una familiaridad inquietante, y me dice al o¨ªdo: "No hagas caso, estos putos jud¨ªos no se gastan un duro en nada y no quieren que nadie se lo gaste". La escena est¨¢ entre Ley y Orden y Saul Bellow. Mi agobio ante semejante dilema moral se diluye cuando ¨¦l regresa del cajero y le pone los cien d¨®lares en la mano. Luego me da un beso y me dice: "Te puedes permitir esta tentaci¨®n. Al fin y al cabo, ?qu¨¦ son cien d¨®lares ante los tres mil euros que costaba la reventa de Jos¨¦ Tom¨¢s?". ?Ja! Entro en el teatro arrastrada por la multitud. Subo un piso, otro, tres m¨¢s. Mi asiento est¨¢ ladeado. Es humillante, estoy por arrepentirme. Los viejos ten¨ªan raz¨®n, ?cien d¨®lares por esto! Qu¨¦ timo. Jo?o Gilberto es ese ser microsc¨®pico que camina hacia la silla. El p¨²blico americano, siempre ruidoso, se levanta, como se levantan los fieles en misa. Sin mediar palabra, el hombrecillo comienza a tocar Dolarice y el p¨²blico calla. Nunca he presenciado un silencio tan poderoso. Esa canci¨®n, diminuta como ¨¦l, ligera, les ha dado tanta alegr¨ªa a mis horas solitarias que la distancia entre el m¨²sico y yo se acorta. Siento, exactamente, la emoci¨®n del tiempo. El p¨²blico casi ni respira. Bien saben sus seguidores que si el m¨²sico oye demasiado ruido coger¨¢ su guitarra y se largar¨¢. De Gilberto hay que escuchar hasta la respiraci¨®n. Cuando los t¨¦cnicos de sonido han querido borrarla de sus discos, ¨¦l protesta: "No comprenden que detr¨¢s de la m¨²sica hay un ser humano". Lo he le¨ªdo en el libro Bossa Nova, que, casualidad m¨¢gica, me llega hoy, con una nota cari?osa del traductor, Jos¨¦ Antonio Montano. El libro cuenta, en gran parte, la vida del muchacho raro de Bah¨ªa, que empez¨® cantando en grupos corales, para inventar luego esa forma susurrante de cantar, que consist¨ªa en convertir el canto en voz que cuenta. Dec¨ªa Frank Sinatra que ¨¦l s¨®lo era capaz de cantar como Gilberto cuando estaba af¨®nico. Hura?o, desastroso, apalancado en casa de amigos que acababan ech¨¢ndole desesperados. Ahora vive en R¨ªo, pero me gusta imagin¨¢rmelo en sus a?os del Upper West, mi barrio, diciendo "Me no speak english" cada vez que se le acercaba un desconocido. Un cronista brasile?o dijo que Jo?o era el ¨²nico brasile?o que hab¨ªa aprendido ingl¨¦s con Tarz¨¢n. Caprichoso y genial, mis¨¢ntropo, an¨®malo. Su voz mantiene el timbre juvenil, pero ahora est¨¢ cargada de nostalgia. Es la voz juvenil de un anciano. Las canciones son las mismas que cant¨® cuando era un don nadie, o a¨²n m¨¢s lejos en el tiempo, en su barrio, del que a lo mejor no ha salido jam¨¢s. Como Dolarice, que yo les receto a ustedes para curar la melancol¨ªa. A m¨ª me sirvi¨® tanto que, cuando salgo del teatro como se sale del sue?o, le digo a quien me espera: "Ten¨ªas raz¨®n, si no te dejas caer en la tentaci¨®n, ?para qu¨¦ vivir?".
"?As¨ª que va a comprar usted la entrada? ?Y sabe cu¨¢l es su valor real?". No, le digo como a la voz de mi conciencia
Jo?o Gilberto es ese ser microsc¨®pico. El p¨²blico americano, siempre ruidoso, se levanta como fieles en misa
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