Una l¨ªnea de sombra
M¨¢s all¨¢ de las primeras fotograf¨ªas est¨¢ el umbral de lo que nunca sabremos de verdad c¨®mo fue. Es una l¨ªnea de sombra id¨¦ntica a la que nos separa ac¨²sticamente del tiempo anterior a las grabaciones fonogr¨¢ficas. Sabemos, a pesar de las distorsiones, c¨®mo era la voz de Enrico Caruso, pero no c¨®mo sonaba la corneta de Buddy Bolden o c¨®mo cantaba flamenco Silverio Franconetti. La memoria de la m¨²sica popular se acaba hacia principios del siglo pasado. La de las im¨¢genes fotogr¨¢ficas es un poco m¨¢s antigua. Miro un tallo fantasmal que apenas se perfila sobre una superficie plateada y estoy viendo una planta que floreci¨® en 1839, cuando William Henry Fox Talbot logr¨® las primeras impresiones sobre un papel empapado de un l¨ªquido muy sensible a la luz, todav¨ªa sin c¨¢mara, como una sombra tenue detenida y apresada. Por muy detallados que sean una pintura o un dibujo siempre son abstractos, tan alejados de la palpitaci¨®n de lo que representan como una transcripci¨®n del sonido de una voz que canta. C¨®mo ser¨ªa posible reproducir sobre un papel pautado el metal quejumbroso y gatuno de la voz de Billie Holiday, la pulsaci¨®n de los dedos de Bill Evans sobre el teclado del piano, el desgarro en la garganta de Carmen Linares o de la Perla de C¨¢diz. De modo que nuestro mundo tangible, el que nosotros habitamos, tiene su frontera visual m¨¢s lejana no hace mucho m¨¢s de siglo y medio: s¨®lo desde entonces sabemos c¨®mo eran las calles de las ciudades, las ropas y el vestuario de la gente, c¨®mo el pelo sucio se les pegaba al cr¨¢neo a esos caballeros y esas damas que parecen tan intemporales en la pintura, c¨®mo flu¨ªa el agua por un torrente o brillaba el sol un instante entre nubes sobre una l¨¢mina de agua por la que avanzaba un velero; c¨®mo sonre¨ªa de verdad Rossini, con sus ojos gui?ados de viejo apacible y c¨ªnico, c¨®mo era la cocina de una caba?a de pobres en el sur de los Estados Unidos en los a?os de la Depresi¨®n, cu¨¢l era la textura de la superficie de los muros en los callejones de Par¨ªs hacia 1930, qu¨¦ cara ten¨ªa exactamente Marcel Proust una o dos horas despu¨¦s de morir, cubierto hasta la barbilla por un embozo blanco que resaltaba la negrura de su pelo y las ojeras tremendas que le hab¨ªan quedado despu¨¦s de meses de una agon¨ªa sin alivio, de noches de insomnio no dedicadas a alimentar el miedo de la muerte sino a seguir escribiendo una novela cuyas p¨¢ginas segu¨ªan estando amontonadas y revueltas encima de la cama cuando Man Ray tom¨® esa fotograf¨ªa que tiene algo de m¨¢scara mortuoria arcaica, la noche del 18 de noviembre de 1922.
Nuestro mundo tangible, el que nosotros habitamos, tiene su frontera visual m¨¢s lejana no hace mucho m¨¢s de siglo y medio S¨®lo en la fotograf¨ªa el pasado se nos hace presente: igual que en una grabaci¨®n asistimos al prodigio de escuchar las voces de los muertos
La foto est¨¢ en el Metropolitan Museum, en una exposici¨®n asombrosa que se titula Framing a Century, y que es un paseo por trece nombres cruciales de la fotograf¨ªa desde sus or¨ªgenes hasta 1940. M¨¢s all¨¢ se extiende la sombra de un pasado que ya no es el nuestro. S¨®lo en la fotograf¨ªa el pasado se nos hace presente: igual que en una grabaci¨®n fonogr¨¢fica asistimos al prodigio de escuchar las voces de los muertos. Lo instant¨¢neo de hace siglo y medio sucede delante de nuestros ojos hechizados. La luz d¨¦bil que entra por los vitrales de la catedral de Salibury traspasa apenas una densa penumbra al fondo de la cual se distinguen unas esculturas funerarias yacentes. No es una imagen intemporal, a pesar de las columnas g¨®ticas y las altas ventanas ojivales: es una hora exacta y un d¨ªa preciso de 1850, atrapados en una lenta exposici¨®n por la c¨¢mara de Roger Fenton. Una mujer muy joven, con los ojos claros y el pelo liso, con un aire absolutamente contempor¨¢neo, a pesar de la niebla luminosa que resalta sus rasgos, fotografiada por Julia Margaret Cameron en 1867, ser¨¢ al cabo de unos a?os la madre de Virginia Woolf, quien heredar¨¢ de ella un aire aproximado de serenidad ausente y dulzura, pero no su belleza. La fotograf¨ªa revela en cada persona un eslab¨®n en la cadena del tiempo y en las genealog¨ªas del porvenir. Un ¨¢rbol colosal, la superficie de un lago, un camino en un bosque, una puerta entornada, revelan en la fotograf¨ªa lo que cada instante y cada forma animada o inerte tienen de ¨²nico, los que los ojos no adiestrados tantas veces no saben ver. Si aprendemos a fijarnos en la maravilla de una hoja impresa en el papel por el solo efecto de la luz en un experimento fotogr¨¢fico de Fox Talbot tal vez sabremos dedicar toda la atenci¨®n que merecen a las hojas en forma de coraz¨®n de ese tilo joven junto al que pasamos distra¨ªdamente cada ma?ana al salir de casa.
Dice Susan Sontag que la fotograf¨ªa "altera y ensancha nuestra noci¨®n de lo que merece la pena ser mirado y lo que tenemos derecho a observar". Una de las primeras fotos que tom¨® Fox Talbot no es de una abad¨ªa medieval ni de un bosque novelesco o de un rostro ba?ado en un claroscuro que imita la pintura para reclamar su nobleza: es una puerta vieja, entornada, dejando ver un interior en sombra, y junto al quicio una escoba, un escob¨®n vulgar de mediados del siglo XIX. La superficie de la madera parece igual de tangible que el mango de la escoba: el deterioro del tiempo, de la intemperie y de la humedad, casi nos sugieren el ruido que har¨¢n los goznes oxidados cuando se empuje del todo; podr¨ªamos empujar del todo la puerta poniendo nuestra mano sobre esa madera ¨¢spera y entrar¨ªamos a esa zona de sombra que nos est¨¢ vedado pisar, el presente extinguido. Una imagen de casi un siglo despu¨¦s es una resonancia de esa puerta de Talbot junto a la que se apoya una escoba, tan misteriosamente cargada de sentido como el carrito de mano rojo en el poema de William Carlos William: pero ahora no estamos en el umbral, sino en el interior de una habitaci¨®n pobre y limpia, con las paredes y el suelo de madera, con una escoba reci¨¦n usada, una caba?a de granjeros pobres fotografiada por Walker Evans en su viaje al Sur de 1936, cuando mostr¨® no s¨®lo la dignidad imponente de las caras de los trabajadores azotados por la adversidad y la injusticia sino tambi¨¦n la belleza de los carteles publicitarios, de las gasolineras, de los horizontes en los que se pierden las carreteras rectas, el esplendor del mundo a la luz del d¨ªa, desliz¨¢ndose al otro lado de la ventanilla de un coche; la c¨¢mara de Walker Evans o la de Brassa? o la de Cartier-Bresson se convierten en el espejo a lo largo de un camino, en la novela errante y abierta a todos los episodios de la vida que deseaba escribir Stendhal: de quien tanto nos gustar¨ªa, por cierto, que hubiera vivido unos pocos a?os m¨¢s para que una foto de Nadar nos hubiera permitido saber c¨®mo era su cara, c¨®mo era el brillo de la inteligencia y la iron¨ªa en sus ojos. -
La exposici¨®n Framing a Century: Master Photographers, 1840-1940 se puede visitar en el Metropolitan de Nueva York hasta el 1 de septiembre. www.metmuseum.org/
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