A la historia se entra de a uno
No es frecuente que una pareja intente hacerse con un lugar en la historia, pero cuando eso ocurre, la mujer suele llevar la peor parte. ?se es el caso de los Clinton. El protagonismo de Bill perjudic¨® a Hillary
Ganar la historia fue siempre una ambici¨®n central de los grandes pol¨ªticos. Pocos, sin embargo, pudieron crear alguna forma de eternidad, ya fuera tanto para la abominaci¨®n como para la gloria, y son a¨²n menos los que entienden lo que eso significa.
Los pol¨ªticos tratan de permanecer para siempre en la memoria de los pueblos, pero no saben c¨®mo lograrlo. ?Monumentos imponentes, palabras de m¨¢rmol, matanza despiadada de los que se les oponen? Todo se ha probado y a casi todo se lo ha llevado el tiempo. La conciencia de la historia -o, si se prefiere, la pasi¨®n por la eternidad- estuvo clara en estadistas como Felipe II, Napole¨®n, Abraham Lincoln y, durante el atroz siglo que acaba de pasar, tambi¨¦n lo estuvo en monstruos como Stalin y Hitler, cuyos absolutismos y af¨¢n de poder arrastraron a la muerte y a la tragedia a incontables millones de seres humanos.
Bill maniat¨® a Hillary. Hasta redact¨® el discurso en el que ella reconoci¨® su fracaso
Hillary iba apareciendo como el pasado, mientras Obama encarnaba el cambio y la esperanza
A su manera, el presidente argentino Juan Per¨®n quer¨ªa que la historia le concediera el lugar que ¨¦l estaba seguro de merecer. Fui testigo de las manifestaciones de esa conciencia en marzo de 1970, durante los cuatro d¨ªas de entrevistas que tuve en su casa de exilio de Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid.
En la ¨²ltima de esas conversaciones me arriesgu¨¦ a preguntarle si se daba cuenta de que su segunda esposa, Evita, estaba gan¨¢ndole el lugar. Como se puede suponer, Per¨®n reaccion¨® indignado.
Es infrecuente el duelo de las parejas por abrirse paso ante la historia. Pero en esos casos, cuando las mujeres conquistan alguna participaci¨®n, se llevan el mayor peso de las derrotas. Sucede tambi¨¦n a menudo que el af¨¢n del marido por ocupar el escenario completo destruye tanto al uno como al otro.
Acaba de pasar con el ex presidente Bill Clinton, quien quiso poner toda su popularidad y su enorme capital pol¨ªtico al servicio de la candidatura de Hillary. Lo hizo tan mal que erosion¨® una por una todas las posibilidades de ¨¦xito de su mujer, y, al final, rompi¨® en pedazos el recuerdo de sus excelentes dos per¨ªodos presidenciales.
Aunque algo le debe a las actitudes de Bill Clinton, Barack Obama gan¨® la candidatura presidencial por el Partido Dem¨®crata gracias a una campa?a que priv¨® a Hillary de los dos grandes ejes que hab¨ªan dado la presidencia a su marido: cambio y esperanza.
El formidable carisma de Obama le permiti¨® comunicarlos con eficacia al electorado dem¨®crata del siglo XXI y encendi¨® as¨ª a los j¨®venes norteamericanos. Convirti¨® Internet no s¨®lo en un gran medio para la difusi¨®n de su mensaje sino en la mayor m¨¢quina de recaudaci¨®n de peque?os aportes en la historia de los Estados Unidos.
Obama emergi¨® como un cometa del cielo pol¨ªtico el 27 de julio de 2004 durante la convenci¨®n dem¨®crata que proclam¨® candidato a John Kerry. Ha tenido poco tiempo para cometer errores y ha tenido la infinita suerte de los hombres destinados a vencer, adem¨¢s de parecer incontaminado por la atm¨®sfera de componendas de Washington en la que Hillary se movi¨® demasiado tiempo.
Sus discursos son maravillosos, tan elocuentes como el de Martin Luther King en Washington, el de Lincoln en Gettysburg, el de John Fitzgerald Kennedy el d¨ªa de su asunci¨®n. Adem¨¢s, Obama tiene la ventaja de que a su lado hay una mujer prudente, brillante, sin ambiciones pol¨ªticas y con una conciencia clara de su lugar en la historia.
Bill Clinton la tuvo alguna vez. Si algo compartieron ¨¦l y Hillary fue la determinaci¨®n de no cejar, tanto durante los esc¨¢ndalos que obstaculizaron su gesti¨®n como durante los 17 meses de campa?a que no le alcanzaron a ella para convertirse en la primera mujer candidata a la presidencia de los Estados Unidos.
Pero algo de esa fuerza com¨²n empez¨® a deshacerse en el aire cuando intentaron invertir la f¨®rmula "dos por uno" que lo llev¨® a ¨¦l a la Casa Blanca. Aunque se mantuvo a un costado durante el acto del s¨¢bado 5 de junio en Washington -en el que Hillary reconoci¨® su derrota y manifest¨® su apoyo a Obama-, Bill Clinton intervino hasta en la redacci¨®n del discurso de fracaso. Ahora casi nadie quiere siquiera en la vicepresidencia a una mujer admirable a la que su marido maniat¨® y trat¨® de manipular.
Cuando arm¨® su equipo de campa?a, Hillary convoc¨® a buena parte de la gente que hab¨ªa trabajado en la elecci¨®n o la reelecci¨®n de su marido, como el encargado de su estrategia, Mark J. Penn. Fue Penn quien impuso, contra la opini¨®n de otros consejeros y en ocasiones de la propia candidata, los ataques a Obama por los cuales el congresista dem¨®crata del Estado de Carolina del Sur, James E. Clyburn, un veterano del movimiento por los derechos civiles, acus¨® a Bill Clinton de racismo por decir que "Obama estaba jugando la carta de la raza".
Clyburn declar¨® su apoyo a Obama y se empeoraron las cosas para Hillary cuando sus partidarios llamaron al congresista por tel¨¦fono y lo insultaron con ep¨ªtetos que Clyburn no quiso revelar a la prensa. Ese paso en falso -en Carolina del Sur- result¨® una herida grav¨ªsima para los Clinton, que contaban con el apoyo masivo del electorado afroamericano.
El marido no s¨®lo intervino en el dise?o de las giras de Hillary sino que hizo algunas por ella. Su af¨¢n de protagonismo lleg¨® tan lejos que hasta comparaba los resultados de las votaciones en los lugares donde hab¨ªan hablado por separado. Parec¨ªa dar por sentado que ella, activa senadora e influyente ex primera dama, ten¨ªa ganado el derecho a la candidatura s¨®lo porque proyectaba su luz.
Cuando el periodista Todd Purdum, quien hab¨ªa denunciado el caso inmobiliario Whitewater que salpic¨® a los Clinton durante su Administraci¨®n, public¨® una nota en la revista Vanity Fair sobre c¨®mo el ex presidente arrojaba una sombra da?ina sobre la candidatura de Hillary, Bill Clinton declar¨® que se trataba de "un cronista realmente deshonesto" y lo calific¨® de "cabr¨®n" y "falso". El desplante revel¨® su intolerancia a la adversidad y sum¨® im¨¢genes a la nutrida secci¨®n que en YouTube muestra los enojos del ex presidente.
Por supuesto, la senadora Clinton tambi¨¦n hizo aportes a la derrota. Por su arrogante confianza en que ser¨ªa nominada subestim¨® a un contendiente novato y ya muy tarde advirti¨® que le serv¨ªa de poco haber ganado las primarias m¨¢s importantes -Nueva York, California, Texas, Pennsylvania, Ohio, Nueva Jersey- frente a una campa?a m¨¢s moderna que imperceptiblemente la fue convirtiendo en una figura m¨¢s del establishment frente a la frescura de Obama.
La estrategia de Hillary cambi¨® de rumbo demasiadas veces. Comenz¨® con repetidas invocaciones al cambio que hab¨ªa impuesto en Washington el gobierno de su marido. Luego se concentr¨® en su experiencia pol¨ªtica y por ¨²ltimo se present¨® como interlocutora de la clase trabajadora. Esa actitud camale¨®nica impregn¨® con un olor de oportunismo su voluntad de ser la presidenta "que ponga al pa¨ªs de nuevo en el camino hacia la paz, la prosperidad y el progreso", como dijo al apoyar la candidatura de Obama.
Si hubiera reconocido a tiempo el triunfo de su rival, Hillary pod¨ªa haber salvado para la historia el derecho de cualquier otra mujer de su temple a aspirar a la presidencia de los Estados Unidos. Esa demora in¨²til tornar¨¢ mucho m¨¢s arduo el esfuerzo de quienes la sigan.
El vencedor, Obama, que s¨®lo ha mostrado por ahora una ret¨®rica flam¨ªgera y una energ¨ªa contagiosa, ha conquistado ya, sin embargo, un lugar seguro en la historia de su pa¨ªs. Todos los vientos soplan a su favor, salvo el que todav¨ªa est¨¢ barriendo la devastaci¨®n dejada por George W. Bush en el pa¨ªs pr¨®spero, libre y tolerante de su predecesor Bill Clinton, a quien la historia respeta menos que hace una d¨¦cada.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es escritor y periodista argentino. ? Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, 2007. Distribuido por The New York Times Syndicate.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.