'SORTES VERGILIANAE'
En Buenos Aires todo es posible, especialmente despu¨¦s de una crisis. Como para distraer del caos reinante, surgen por todas partes artificiosos remediadores, especialistas en ciencias esot¨¦ricas, curanderos avisados. En los clasificados de los diarios y en los escaparates de los kioskos, se ofrecen de pronto, para aliviar la atm¨®sfera de cat¨¢strofe, cursos de cocina homeop¨¢tica, talleres de pirotecnia, clases de danza tirolesa. Durante la crisis del 2001, la madre de Ang¨¦lica Pirovano hab¨ªa fallecido esperando que cierto juez autorizase el retiro de sus ahorros para pagar al cirujano, y Ang¨¦lica, maestra jubilada, sinti¨¦ndose culpable por no haber encontrado alg¨²n rebusque para sacarla del aprieto, decidi¨® inscribirse en un curso de decoraci¨®n de interior para transformar el piso heredado en algo verdaderamente suyo. Las coloridas clases y los ejercicios pr¨¢cticos distrajeron un tanto los momentos de insensible abatimiento durante los cuales, sentada en la cocina, contemplaba las cacerolas y los botes de conserva.
?QU? QUER?A SABER? NADA EN PARTICULAR, PENS?. SUS D?AS ERAN IGUALES, GRISES, SIN SORPRESAS. S?LO EL MUNDO CAMBIABA, IRRUMPIENDO EN SU RUTINA CON IRRACIONAL VIOLENCIA
Como consecuencia de la crisis siguiente, la escuela pas¨® a mejor vida, el piso qued¨® a medio decorar, y Ang¨¦lica se dedic¨® a aprender, con m¨¢s voluntad que talento, las t¨¦cnicas de gimnasia de un ex-equilibrista. De crisis en crisis, Ang¨¦lica fue ensayando diversas artes y adiestramientos, hasta que, despu¨¦s de la ¨²ltima ("dicen que esta crisis es agropecuaria", le coment¨® la vecina cuya televisi¨®n la despertaba a medianoche, "ahora hasta las vacas nos estafan") Ang¨¦lica decidi¨® buscar una actividad menos enraizada en el indeciso presente y m¨¢s propicia a imaginar un futuro consolador. Fue as¨ª como, un martes por la ma?ana, empez¨® a atender los cursos que dictaba el profesor Domingo Gutzenberg sobre la lectura adivinatoria.
Los antiguos, rezaba la publicidad que el profesor Gutzenberg hab¨ªa deslizado bajo las puertas del barrio, usaban ciertos libros como gu¨ªas c¨®smicas y sab¨ªan ver, en las palabras de nuestros cl¨¢sicos, consejos y predicciones. ?Venga y compru¨¦belo por s¨ª mismo! La direcci¨®n y un m¨®dico precio completaban la noticia.
Los otros interesados fueron seis, cuatro mujeres de la edad de Ang¨¦lica, una chica delgada y seria, y un muchacho con cara de intelectual. El profesor Gutzenberg coloc¨® sobre la mesa una pila de libros y empez¨® a explicar c¨®mo, en la Edad Media, lectores de todas clases se confiaban a ciertos textos para conocer sus propios destinos. "Formulaban una pregunta, abr¨ªan una p¨¢gina al azar y, con los ojos cerrados, se?alaban un pasaje que luego interpretaban como una respuesta. San Agust¨ªn mismo entendi¨® que unas palabras de San Pablo, le¨ªdas por casualidad en un jard¨ªn de Mil¨¢n, le ordenaban someterse a la fe de Cristo". El profesor Gutzenberg continu¨®. "Sin embargo, no se crean que estas lecturas adivinatorias empezaron con la Iglesia que, dicho sea de paso, siempre abomin¨® de estas pr¨¢cticas. Leer el destino en los libros es algo muy anterior al cristianismo. La pr¨¢ctica ya era com¨²n en Babilonia, en Atenas, en Roma. Por ejemplo, el emperador Adriano consultaba la Eneida de Virgilio antes de tomar decisiones importantes. Muy popular, esto de fiarse a Virgilio. Hasta en el Renacimiento lo hac¨ªan. Se lo llamaba sortes vergilianae". Y el profesor Gutzenberg anot¨® las palabras en un tablero con caligraf¨ªa de escribano.
Ang¨¦lica record¨® que, en el ¨²ltimo a?o de colegio, una profesora carism¨¢tica les hab¨ªa contado la historia de Eneas y de la desventurada Dido, y de c¨®mo Eneas la abandona para ir y fundar la ciudad que un d¨ªa se llamar¨ªa Roma. A Ang¨¦lica la historia le hab¨ªa parecido muy rom¨¢ntica, aunque a su entender (opini¨®n que nunca se atrevi¨® a compartir) Eneas se hab¨ªa comportado como un cerdo. Entre los libros de su madre hab¨ªa, estaba casi segura, un ejemplar de la Eneida. Decidi¨® buscarlo.
El peque?o volumen azul estaba en la ¨²ltima estanter¨ªa, amarillento pero casi sin polvo, como esper¨¢ndola. El profesor Gutzenberg les hab¨ªa explicado el procedimiento y Ang¨¦lica trat¨® de imaginar una primera pregunta. ?Qu¨¦ quer¨ªa saber? Nada en particular, pens¨®. Sus d¨ªas eran iguales, grises, sin sorpresas. S¨®lo el mundo cambiaba a su alrededor, irrumpiendo en su rutina con irracional violencia. Si pudiese, por ejemplo, prever el costo de los alimentos, podr¨ªa almacenar algunos que pronto ser¨ªan demasiado caros. Con los ojos cerrados y el libro en la mesa, coloc¨® un dedo sobre una p¨¢gina cualquiera. Abri¨® los ojos y ley¨®: "Ofrecemos espumosas tazas de leche c¨¢lida y copas de sangre de las v¨ªctimas". El mensaje era claro. Ang¨¦lica se puso el abrigo y baj¨® al supermercado a comprar leche de larga conservaci¨®n y tres churrascos.
Al d¨ªa siguiente volvi¨® a probar. Las pocas amigas de su carrera docente hab¨ªan desaparecido despu¨¦s de la jubilaci¨®n, ocupadas con sus familias o con sus achaques. Amigos nunca hab¨ªa tenido, salvo aquel bibliotecario, morocho y bien hablado, que un d¨ªa le dijo que hab¨ªa aceptado un puesto en el norte, y de quien nunca m¨¢s volvi¨® a tener noticias. Durante los momentos de mayor tristeza, Ang¨¦lica pensaba: si s¨®lo tuviese alguien con quien charlar, ir al cine. Consult¨® su Eneida. "No he visto ni o¨ªdo a ninguna de tus hermanas", le respondi¨® Virgilio. Ang¨¦lica cerr¨® el libro y se fue a sentar a la cocina. Uno pod¨ªa acostumbrase a todo, se dijo, incluso a una soledad ahora confirmada.
Durante las semanas siguientes, se fio a su or¨¢culo varias veces. Seg¨²n las respuestas, cambi¨® de posici¨®n la cama, vendi¨® el piano de su madre y, despu¨¦s de leer "no detiene su estruendo ni de noche ni de d¨ªa", se atrevi¨® a pedirle a la vecina que bajase el volumen de la televisi¨®n. Sin embargo, a pesar de la presencia de las antiguas palabras (que Ang¨¦lica empezaba a sentir casi como un di¨¢logo), los momentos de abatimiento no se disiparon del todo y, a menudo, Ang¨¦lica se sorprend¨ªa sentada entre sus botes y cacerolas, sin recordar desde cu¨¢ndo estaba all¨ª.
La ¨²ltima crisis nacional fue anunciada, como de costumbre, por la voz de un locutor y por el martilleo de cacerolas en la calle. Esa tarde, un cartelito pegado a la puerta del profesor Gutzenberg informaba que las clases se suspend¨ªan "hasta nuevo aviso". Ang¨¦lica volvi¨® a su casa bajo una lluvia finita. Sin quitarse el abrigo, abri¨® la Eneida. "Dejadme morir", ley¨®. "As¨ª, as¨ª me alegro de penetrar en las sombras". No sigui¨® leyendo, no supo c¨®mo las criadas ven a Dido caer sobre su espada, "el filo harto de sangre y las manos enrojecidas". Fue hasta los ventanales, los abri¨® de par en par, y obedeci¨® a Virgilio.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.