La honestidad
1. Callejeo por mi barrio mientras escribo mentalmente un art¨ªculo sobre Katherine Mansfield y la honestidad, cuando me topo con el mejor anuncio que he visto en mi vida. Es un anuncio de un centro comercial de Barcelona; llena una enorme valla publicitaria pintada de negro; en el centro, en letras blancas, una sola frase: "El dinero da la felicidad". Me pregunto si, en vez de escribir un art¨ªculo sobre la honestidad, no deber¨ªa escribir un art¨ªculo sobre el dinero; me pregunto si, en vez de hablar bien del dinero, que es lo sensato y lo natural, no deber¨ªa hablar mal de ¨¦l, y entonces me pregunto si es posible hablar mal del dinero sin poner cara de cura o de sablista. Improviso cuatro respuestas a esta ¨²ltima pregunta; la primera: y yo qu¨¦ s¨¦; la segunda: ante la duda, mejor no intentarlo; la tercera: quiz¨¢ el dinero no da la felicidad, pero lo que es seguro es que la felicidad no da dinero; la cuarta: quiz¨¢ el dinero no da la felicidad, pero sin dinero lo mejor es no perder el tiempo pensando en la felicidad. La cuarta respuesta es la m¨¢s sensata; la tercera, la m¨¢s boba; la segunda, la m¨¢s cobarde; la primera, la m¨¢s honesta. De pie ante la valla publicitaria, pienso que, en vez de hablar de la honestidad, por una vez podr¨ªa ser honesto, pero que en ese caso no habr¨ªa art¨ªculo y, por tanto, no habr¨ªa dinero; tambi¨¦n pienso que la honestidad no da dinero: quiz¨¢ da la felicidad, pero no da dinero.
2. El oficio de articulista es dur¨ªsimo: ejercerlo exige renunciar a la honestidad, a la decencia y a la verg¨¹enza. De joven, uno se lanza a escribir art¨ªculos con una alegr¨ªa escalofriante, confiando en que con los a?os entender¨¢ la realidad y podr¨¢ hablar de cualquier cosa con gran autoridad y conocimiento de causa; la consecuencia de ese tr¨¢gico error juvenil es que, en efecto, con los a?os y la costumbre uno acaba volvi¨¦ndose articulista y aprendiendo a opinar sobre cualquier cosa con gran autoridad, pero tambi¨¦n que comprende que cada vez escribe con menos conocimiento de causa y que adem¨¢s lo entiende todo tan mal como lo entend¨ªa cuando empez¨® a escribir. No es que uno acabe sabiendo que s¨®lo sabe que no sabe nada, lo que seg¨²n la dudosa m¨¢xima socr¨¢tica es la ¨²nica forma de sabidur¨ªa posible, sino que ni siquiera sabe eso, y que, como ya no puede parar de escribir art¨ªculos -porque los art¨ªculos no dan la felicidad, pero s¨ª el dinero, y porque escribir se ha convertido en un vicio-, sin darse cuenta acaba adoptando como lema la frase que figuraba en un cartel descomunal que mi padre coloc¨® en el comedor de mi casa despu¨¦s de predecir el triunfo de Massiel en Eurovisi¨®n: "Cuando se es como yo, es muy dif¨ªcil ser humilde". Llegado a este punto, el ¨²nico consuelo al alcance del articulista -la ¨²nica forma de que pueda conservar todav¨ªa un ¨¢tomo de dignidad- consiste en aceptar que ¨¦l no es el ¨²nico que entiende mal las cosas, sino que todo el mundo las entiende tan mal como ¨¦l, y que, por tanto, no es ning¨²n crimen contra la humanidad que contin¨²e ensuciando sus art¨ªculos con la misma petulancia de siempre. Esto es algo que suele ocurrir tarde; incluso a S¨¢nchez Ferlosio le ocurri¨® tarde. En un fragmento que he transcrito en un cartel y colocado en el comedor de mi casa, porque lo siento tan m¨ªo como si lo hubiera escrito yo, Ferlosio viene a decir que de joven, cuando escuchaba a los dem¨¢s pronunciar la palabra "entender", cre¨ªa que les pasaba una cosa distinta y superior que la que a ¨¦l le pasaba cuando en realidad estaba entendiendo igual que ellos: cuando los dem¨¢s dec¨ªan que "entend¨ªan", estaban sin duda diciendo que ve¨ªan una cosa con una claridad y una nitidez que ¨¦l no alcanzaba nunca, as¨ª que no se atrev¨ªa a usar esa palabra para designar lo mismo que los dem¨¢s designaban. Pero pas¨® el tiempo, y Ferlosio empez¨® a sospechar que estaba equivocado y que cuando la gente pronunciaba la palabra "entender" estaba aludiendo a la misma nebulosa de contornos imprecisos a la que de joven nunca se hubiera atrevido a aludir con esa palabra. "Y empec¨¦ a sospecharlo", concluye Ferlosio, "porque la otra hip¨®tesis ser¨ªa que yo soy tonto y, a estas alturas, una infamia semejante tendr¨ªa que haber llegado a mis o¨ªdos o supondr¨ªa una doble e imperdonable canallada: una canallada por parte del Creador, porque al que no se le concede inteligencia deber¨ªa prove¨¦rsele por lo menos de humildad, para que no se r¨ªan de su atrevimiento, y una canallada por parte del pr¨®jimo, por no hab¨¦rmelo hecho saber o tan siquiera dejado delicadamente adivinar a tiempo".
3. De pie frente a la valla publicitaria, incapaz de decidir si debo escribir sobre Katherine Mansfield y la honestidad o sobre la felicidad y el dinero, pensando en el atrevimiento y la petulancia del articulista, y en mi padre, y en Massiel, y en Ferlosio, con cara evidente de cura o de sablista, acabo acord¨¢ndome de unas palabras del diario de Mansfield que no hay forma humana de leer sin sentir el deseo imposible de conocerla, para darle un cachete en la cara y hacerla llorar, y luego consolarla como a una ni?a durante un tiempo indefinido: "S¨®lo la honestidad perdura m¨¢s all¨¢ de la vida, del amor, de la muerte, de todo. Oh, t¨² que vienes despu¨¦s de m¨ª, ?creer¨¢s esto?".
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