Haciendo su trabajo
Charles Simic me cont¨® que una vez, cuando era muy joven, una noche de finales de los a?os cincuenta, se atrevi¨® a acercarse a Thelonious Monk en la barra del club Five Spots para decirle cu¨¢nto lo admiraba. Era una noche entre semana y el club estaba bastante vac¨ªo. Para los aficionados de ahora, educados en los discos y en los libros, en el romanticismo de las fotograf¨ªas en blanco y negro, el Five Spots es un remoto lugar de leyenda. Para el hombre muy joven que viv¨ªa pobremente en Nueva York y ten¨ªa a¨²n recuerdos muy cercanos de la guerra y del miedo en Europa, el jazz hab¨ªa sido, escuchado en la radio en Belgrado, la promesa de un mundo m¨¢s jovial, mucho m¨¢s amplio, menos hostil a la vida. Iba a los clubes y por el precio escaso de una cerveza que pod¨ªa marear entre las manos hasta que se le quedaba caliente escuchaba a aquellos m¨²sicos prodigiosos cuya singularidad verdadera casi nadie advert¨ªa, porque la daban por supuesta, y porque eran muchos y tocaban en sitios que s¨®lo la distancia del porvenir ha ennoblecido: clubes angostos, llenos de humo y de ruido, regentados por g¨¢nsteres, marcados por un grosero racismo. Una vez, a Miles Davis, que acababa de estrenar un traje nuevo, le dieron una paliza que lo dej¨® sin conocimiento unos polic¨ªas a los que les hab¨ªa parecido sospechoso o provocador que un negro anduviera tan bien vestido.
En el Five Spots, con su cerveza mustia en la mano, Charles Simic escuchaba y ve¨ªa hechizado a Thelonious Monk Jimmy Cobb roza los platillos como si dibujara una acuarela. No hay ni rastro de exhibicionismo, nada que sugiera que ese hombre es un maestro
En el Five Spots, con su cerveza mustia en la mano, Charles Simic escuchaba y ve¨ªa hechizado a Thelonious Monk. Era muy joven, dice, agradec¨ªa las cosas pero ahora comprende que no les daba la importancia que merec¨ªan. Despu¨¦s de un aplauso an¨¦mico que resonaba m¨¢s tristemente en la sala medio vac¨ªa, Monk, oscilando con su volumen y sus andares de plant¨ªgrado, con un sombrero estramb¨®tico en la cabeza, se acerc¨® a la barra en la que s¨®lo estaba Charles Simic y se sent¨® en el taburete contiguo al suyo.
Simic ten¨ªa la timidez del fervor y de los veinte a?os. Escrib¨ªa versos y se pasaba las noches leyendo, pero los m¨²sicos de jazz le parec¨ªan mucho m¨¢s atractivos que los escritores. Thelonious Monk estaba inclinado monta?osamente sobre la barra muy cerca de ¨¦l, solo, bebiendo en silencio. Simic se arm¨® de valor, trag¨® saliva y se acerc¨® un poco m¨¢s, diciendo el nombre, "Mr. Monk", tal vez en una voz demasiado baja para que Monk lo oyera, tan sumergido en ese mundo de niebla del que no sal¨ªa nunca del todo, y en el que pas¨® recluido los ¨²ltimos diez a?os de su vida. Por fin se volvi¨® despacio, mirando al hombre mucho m¨¢s joven con sus grandes ojos lentos y bovinos. Lo sigui¨® mirando as¨ª, sin variar la expresi¨®n, sin hacer ni un gesto, sin parpadear, mientras Simic hablaba, mientras le dec¨ªa cu¨¢nto hab¨ªa disfrutado el concierto, cu¨¢nta admiraci¨®n sent¨ªa por ¨¦l. Amedrentado, tal vez dominado por el sentimiento juvenil de rid¨ªculo, se qued¨® sin saber qu¨¦ m¨¢s decir. Monk segu¨ªa mir¨¢ndolo, como se observa una rareza. En ning¨²n momento despeg¨® los labios. El hombre joven sonri¨® como pudo, apur¨® su cerveza ya caliente, pag¨® y se march¨® del club.
Har¨¢ unos veinte a?os, en el club Clamores de Madrid, yo me atrev¨ª a acercarme a Johnny Griffin al final de una actuaci¨®n imborrable. Sonri¨®, todav¨ªa exhausto, con sus ojos achinados, el saxo tenor colgando del cuello; me estrech¨® la mano con gratitud y dijo, con la incomodidad con que ciertas personas pudorosas reciben los elogios: "Es mi trabajo". Ayer, escuchando la radio, me enter¨¦ de que Johnny Griffin acababa de morir, a los 80 a?os, y me acord¨¦ de su figura menuda y de la fiera energ¨ªa con que tocaba el saxo aquella noche en Madrid, la misma que hay en tantos de sus discos, que raramente aparecen entre los m¨¢s celebrados del jazz, pero en los que brilla siempre la inspiraci¨®n y la entereza de un m¨²sico que se pas¨® la vida trabajando en un oficio tan hermoso como sacrificado. A finales de los a?os cincuenta tocaba en el cuarteto de Thelonious Monk: es posible que Charles Simic lo escuchara en el Five Spots y no se acordara de ¨¦l. Su cabeza peque?a y sonriente aparece en esa foto colectiva que tom¨® Art Kane delante de un edificio de Harlem en 1958 y en la que puede verse, sin la menor duda, la mayor concentraci¨®n de talento musical del siglo pasado.
No recuerdo ahora si estar¨¢ en esa foto otro de los m¨¢s tenaces trabajadores del jazz, el bater¨ªa Jimmy Cobb, que entonces era s¨®lo un a?o m¨¢s joven que Johnny Griffin, y que estaba a punto de participar en la grabaci¨®n de Kind of Blue, uno de esos pocos discos que por m¨¢s que se escuchen siempre quedan por encima de su propia leyenda. C¨®mo no va a tener algo de mitol¨®gico un tiempo en el que Miles Davis, John Coltrane, Cannoball Adderley, Wynton Kelly, Paul Chambers, Bill Evans, se juntaban para grabar en la misma sesi¨®n. De todos ellos, s¨®lo Jimmy Cobb est¨¢ vivo.
En la barra del club Smoke, uno de estos d¨ªas finales de julio, lo veo tomando una cerveza. Jimmy Cobb, que est¨¢ en la gran historia de la m¨²sica, ha tocado esta noche no como una estrella, sino acompa?ando a un pianista muy joven, Dan Nimmer, que tiene apenas 26 a?os, y a un contrabajista que tambi¨¦n podr¨ªa ser su nieto, John Webber. Dan Nimmer viene de la escuela del pianismo suntuoso de Art Tatum, pero tambi¨¦n sabe ser r¨¢pido y seco, con esa cercan¨ªa lac¨®nica a los blues que hay siempre en Duke Ellington y Count Basie. Con su traje y su corbata, a pesar de la noche de julio, con sus gafas de concha, Dan Nimmel tiene algo de ese empoll¨®n apasionado que esconde un alma de gamberro. Cincuenta y tantos a?os mayor que ¨¦l, ancho y fornido, con una cara saludable, con una camisa azul y una gorra que le dan aspecto de cartero, Jimmy Cobb roza los platillos como si dibujara una acuarela, haci¨¦ndolo todo resonancia, y da unos golpes breves en el filo de los tambores o en los m¨¢stiles met¨¢licos que se enredan en una especie de telegraf¨ªa con las notas sueltas del piano y la pulsaci¨®n del contrabajo: igual podr¨ªa golpear delicadamente con las baquetas la columna de hierro que hay junto a la bater¨ªa o los ladrillos de la pared. No hay ni rastro de exhibicionismo, ni pirotecnias de percusi¨®n, nada que sugiera que ese hombre es un maestro. Al terminar toma algo en la barra cerca de m¨ª, con los otros m¨²sicos, relajado y sonriente, con el alivio de quien ha hecho bien su trabajo, y yo no me atrevo a felicitarlo.
M¨²sicos que para nosotros ahora son parte de una historia tan gloriosa como inaccesible, cuyos discos coleccionamos como reliquias y acerca de los cuales leemos en los libros, tocaban hace treinta o cuarenta a?os en los clubes de Nueva York sin que nadie les hiciera demasiado caso, en una ¨¦poca en la que el jazz hab¨ªa perdido el favor de la moda. -
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