Por at¨²n y a ver al duque
Ahora, a Sanl¨²car de Barrameda se va a ver c¨®mo el sol rojo se oculta tras Do?ana, y a tomar manzanilla o a comer langostinos, o a ver c¨®mo los pescadores te ofrecen el pescado fresco al borde del mar, por Bonanza.
Pero en los tiempos antiguos, despu¨¦s de los viajes de Col¨®n, en el siglo XVII o por ah¨ª, la gente iba a buscar at¨²n y a ver al duque.
El duque era el duque de Medina Sidonia, cuya descendiente, la duquesa roja, acaba de fallecer; y el duque era el due?o de todas las almadrabas de Sanl¨²car, de modo que si ibas a buscar at¨²n era muy probable que te encontraras con el duque.
Pero ¨¦sta es la playa de Sanl¨²car, ahora el duque est¨¢ diluido en la memoria, y ni siquiera existe la duquesa, y el at¨²n est¨¢ en las estanter¨ªas de los restaurantes de Bajo de Gu¨ªa, la milla de oro de esta ciudad marinera que vive en las enciclopedias gracias a la fama que le dio Crist¨®bal Col¨®n, que de aqu¨ª sali¨® a descubrir Am¨¦rica con una tripulaci¨®n de golfos, de borrachos, de aventureros y de huidos de la Inquisici¨®n, y de Magallanes o de Elcano, que aqu¨ª empezaron o acabaron sus viajes extraordinarios.
Caballero Bonald dice que la misma vi?a da jerez en Jerez y aqu¨ª da manzanilla, por el viento que llega de Do?ana
Es una playa democr¨¢tica a la que dan esplendor el sol y los caballos. Aqu¨ª las carreras son un gran acontecimiento
Hoy, ante Do?ana la intocable, la banda de all¨¢, la zona sagrada de este espect¨¢culo de la naturaleza que es la bah¨ªa de Sanl¨²car, este paisaje cultural (como lo llama Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald, acaso hoy su vecino m¨¢s ilustre, marinero ¨¦l tambi¨¦n, y poeta) es una playa familiar en la que los abuelos les explican a los nietos qu¨¦ son esos cad¨¢veres de conchas que reposan, in¨²tiles, en el borde en que se juntan la arena y un mar que ahora tiene color de chocolate.
Las conchas son los cad¨¢veres de los ostiones que han sido devorados en el camino por los peces voraces que acompa?an al Atl¨¢ntico a confundirse con el Guadalquivir; esos pescados son luego los que te ofrecen, fresqu¨ªsimos, los pescadores melanc¨®licos de este sitio que una vez fue un mito de luz. Ahora sigue siendo un lugar de luz (Luciferi Fanum, templo del lucero de la ma?ana, dice su escudo) y de misterio vespertino.
Nosotros nos quedamos a ver c¨®mo se iba el sol, esa luz que habita tambi¨¦n en las uvas y luego en la manzanilla, y acaso en los ojos turbios de los atunes que reposan, muertos, en los escaparates. Hay algunos sitios donde alquilan los ventanales, o las sillas de los restaurantes, para ver c¨®mo se esconde el sol rojo tras el bosque rocoso de Do?ana, pero a nosotros no nos pidieron nada, y no es que el sol valga menos, sino que aqu¨ª no se le aplaude al sol como hacen los bohemios en Zahara de los Atunes o ante el r¨ªo Uruguay, en Montevideo. El sol est¨¢ ah¨ª, como los hombres, sabe que su destino es amar, dar luz y despedirse.
Sanl¨²car te regala ese paisaje, como te regala el viento de Poniente, que en este d¨ªa de playa era el asunto principal de la conversaci¨®n de los propios y de los veraneantes.
-Ah¨ª viene el Poniente, le viene bien a la arena, la pone m¨¢s fuerte.
-Y trae los microorganismos de Do?ana. Gracias a eso nace la manzanilla.
La manzanilla es el t¨®tem que se bebe, el sol es el t¨®tem que se mira. Caballero Bonald dice que la misma vi?a en Jerez da jerez, y aqu¨ª da manzanilla, gracias al viento que viene de Do?ana. Es un milagro, por eso s¨®lo te lo pueden explicar bebiendo.
Por la ma?ana, o al mediod¨ªa, hay un instante en que el sol parece hecho para que penetre en la manzanilla, para que le d¨¦ esa luz tan viva que se mantiene dentro del catavinos, o del vaso estrechito en el que beben los legales.
A esas horas en que reinan las familias y crecen los gritos asombrados de los ni?os y las exclamaciones asustadas de las madres, la playa empieza a llenarse de esos abuelos que responden resignados a sus nietos sobre la procedencia de los cad¨¢veres de ostiones o sobre el color cada vez m¨¢s s¨®lido del agua, que est¨¢ batida como si una mano de lodo animara su fondo, turbio como el ¨¢nimo de la historia.
Pero cuando ya las familias se han ido y las parejas encuentran que ser¨ªa mejor otro aposento, y la playa ya es tan s¨®lo el paisaje despu¨¦s de las meriendas, el sol toma su sitio en el reino y empieza a descender con la majestuosa lentitud de las bebidas mitol¨®gicas.
Mientras se oculta tras las nubes persistentes del Atl¨¢ntico, la arena es la de una playa humilde, pero cuando ya vence esa resistencia blanquecina y reina en la parte del firmamento m¨¢s cercana a la tierra, el sol convierte la arena en un espect¨¢culo al que el viento tambi¨¦n le presta solemnidad y alt¨ªsimo decoro: la arena se desplaza como si fuera el espejo de las nubes; de d¨ªa te hiere, de noche te subyuga, es la sombra haci¨¦ndole coro al sol.
Es una sensaci¨®n, pero ah¨ª se queda, como si fuera el aplauso que dan en otros sitios a este espect¨¢culo que siempre se repite como una copla enamorada: al final del d¨ªa, cuando se est¨¢ yendo, el sol pone la playa en orden, se instala en ella un misterio antiguo, esos sonidos del muelle desvencijado y de los barcos que van y vienen de Do?ana deben de ser un resquicio humilde, pero prehist¨®rico, de los sonidos que produjeron Col¨®n y sus golfos antes de emprender sus viajes para descubrir Am¨¦rica.
Le pregunt¨¦ a Caballero Bonald cu¨¢l ser¨ªa la palabra para Sanl¨²car, y s¨®lo tuvo una palabra para su invierno: "Melancol¨ªa". Pero fue su mujer, Pepa Ramis, que es de Mallorca y tiene acento de Sanl¨²car, la que hall¨® la met¨¢fora en el refr¨¢n popular: A Sanl¨²car se va "por at¨²n y a ver al duque". Festiva y comercial, la bah¨ªa siempre tuvo claro cu¨¢l era su riqueza, el at¨²n, pero supo tambi¨¦n qui¨¦n la controlaba. Y las dos cosas en una habitan en ese refr¨¢n como la memoria misma del lugar.
Le pregunt¨¦ a un sanluque?o por la historia que le daba tanto lustre a Sanl¨²car, y me dijo: "Sanl¨²car es hist¨®rica desde la tira de a?os".
Aqu¨ª se armaron los nav¨ªos para la conquista de Canarias, e incluso uno de aquellos adelantados que luego redujeron a los guanches est¨¢ aqu¨ª enterrado; aqu¨ª empez¨® el tercer viaje de Col¨®n (y no hizo los anteriores porque no consigui¨® la tripulaci¨®n suficiente), y de aqu¨ª sali¨® Magallanes, y aqu¨ª volvi¨® Elcano de dar la vuelta al mundo... ?sta era la entrada de Sevilla, que era una ciudad de un porte imponente... Y aqu¨ª conocieron los alatristes de entonces los naufragios de los galeones, que ahora conviven en el fondo de la desembocadura con ese lodo que ha hecho que la playa ya no sea del color del cielo, cuando est¨¢ azul, sino del color del chocolate, como si el mar se vengara de una contaminaci¨®n que ya cubre m¨¢s que la historia.
De todas esas historias hay una que las simboliza todas, y es la del marqu¨¦s de Ariz¨®n, cuya riqueza (en dinero del siglo XVII) depend¨ªa de su agudeza visual y de su minarete, desde el que ve¨ªa llegar los galeones; luego, ¨¦l comercializaba lo que tra¨ªan esos esforzados barcos, hasta que un d¨ªa observ¨®, desde el minarete (que a¨²n est¨¢ ah¨ª, empobrecido pero enhiesto), que la flota se hund¨ªa, y que ¨¦l mismo pod¨ªa hundirse con las consecuencias de esa tragedia, y entonces se lanz¨® del minarete para convertirse primero en una esquela y despu¨¦s en una leyenda.
Les preguntas a los sanluque?os por ese esplendor antiguo; al lado de la f¨¢brica de hielo, que ahora es una oficina de turismo, unos viejos bromearon conmigo. Se acordaban de cu¨¢ndo se cerr¨®, probablemente en 1967, cuando naci¨® el puerto pesquero de Bonanza, "pero yo no estaba cuando se hizo, ni cuando vino Col¨®n a reclutar tripulantes. Ja ja". El buen humor del sur est¨¢ ah¨ª, en la burla de la historia, para que no pese tanto el presente.
Un hombre nos dijo que ya se notaba la crisis, en el turismo interior, que es el que viene aqu¨ª. "Aqu¨ª los extranjeros que llegan es que se han equivocado de sitio". Y nos dio una estad¨ªstica: "Yo trabajaba en una f¨¢brica de cemento. 3.840 sacos a la hora. No d¨¢bamos abasto. Ahora sobran sacos". Y ah¨ª est¨¢n los parados, subiendo al barrio alto a buscar la paga. "Mientras haya".
La playa es la de toda la vida. Las playas. Jos¨¦ y Pedro, que atienden en Las Piletas un quiosco de refrescos y frutos secos, sobre la oruga que les permite surcar la arena dentro de los confines que les est¨¢n permitidos, nos ofrecen altramuces ("o chochos, como t¨² los quieras llamar") y nos dividen la playa en sus tramos, hasta que llegan a una playa, "la de Los Condones, que se llama as¨ª porque ah¨ª es donde las parejas van a follar".
Entendido, pero aqu¨ª, en esta playa familiar de Sanl¨²car, por cuya orilla vamos caminando, no hay ni un top less, como si una ley no escrita hubiera impedido la importaci¨®n del paisaje de otras playas de las cercan¨ªas... Es una playa familiar, como la que contempl¨®, hace acaso setenta a?os, o m¨¢s, al ni?o Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald dando brazadas in¨²tiles en medio de la resaca de la orilla. Luego, el casi ahogado se hizo marinero, pero de esa memoria de la infancia en la arena de Sanl¨²car jam¨¢s se recuper¨®, y es la que le condujo a respetar el mar como si fuera un amigo a punto de la traici¨®n.
El mar, le dijo un d¨ªa Carlos Barral, su colega, su amigo, no tiene memoria. S¨ª la tiene, y est¨¢ ah¨ª, esperando para llevarse su cuota anual de naufragios, como el que se llev¨® por delante al marqu¨¦s de Ariz¨®n.
Una playa humilde pero ilustre. Arriba, mir¨¢ndola, el barrio alto, el n¨²cleo primitivo de Sanl¨²car, su f¨¢brica de historia; y abajo, esta playa, se llamaba el arrabal. Arriba, las casonas, el palacio ducal, el palacio de los Infantes de Orleans... "Entre los dos palacios", nos dice Caballero Bonald, "transcurre medio milenio de la historia de Andaluc¨ªa...". En medio de esa historia, la de la gran comilona en Do?ana, cuando el duque de Medina Sidonia quiso agasajar a Felipe IV hasta con lo que no ten¨ªa y arruin¨® la casa ducal...
Ahora, ¨¦sta es una playa democr¨¢tica a la que le dan majestuosidad el sol y los caballos; las carreras, que evocan el esplendor y la lucha de los pescadores por vender su mercanc¨ªa, tienen lugar en agosto, son el acontecimiento central de esta ciudad entretenida por el vaiv¨¦n del mar y por su historia. En el bar de Joselito Huerta (que no se llama as¨ª: as¨ª se llamaba el torero mexicano al que ador¨®) hay un retrato de un viejo bebiendo manzanilla; ah¨ª me encuentro con Juan Manuel Calero, que estudia magisterio y a¨²n tiene poco menos de veinte a?os. No est¨¢ Joselito, ¨¦l est¨¢ al cargo, se paga as¨ª sus estudios; ¨¦l sabe que algo malo est¨¢ pasando, la crisis se est¨¢ mordiendo las cuentas, pero muestra la felicidad de ser de aqu¨ª, "y aqu¨ª volver¨¦ y me quedar¨¦ siempre, Sanl¨²car es una joya, ?pero es que usted no lo ve?".
Y como si estuviera tocando la joya, Juan Manuel nos dijo: "Mire la playa, el agua templada, ni r¨ªo ni oc¨¦ano, y espere hasta la puesta de sol. Entonces t¨®mese unos langostinos y b¨¦base unas manzanillas". Eso, langostinos, manzanilla y la puesta de sol, eso es Sanl¨²car.
Caballero Bonald nos dio un consejo: "Tres botellines de manzanilla para dos. ?sa es la raci¨®n". Puede variar, claro, pero lo que no var¨ªa es el sol, ah¨ª est¨¢, bajando; el sol rojizo es el espect¨¢culo final y primero de la playa. Adi¨®s, dice, y se va detr¨¢s de Do?ana, a repetir su misterio. -
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