Un hombre en la oscuridad
Estoy solo en la oscuridad, d¨¢ndole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolaci¨®n americana. Arriba, mi hija y mi nieta est¨¢n cada una en su habitaci¨®n, tambi¨¦n solas: mi hija ¨²nica, Miriam, de cuarenta y siete a?os, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitr¨¦s, ¨²nica hija de Miriam, que antes dorm¨ªa con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el coraz¨®n destrozado.
Luz radiante, y luego oscuridad. El sol fulgurando por todos los rincones del cielo, seguido de la negrura de la noche, el silencio de las estrellas, el viento que agita las ramas. ?sa es la monoton¨ªa diaria. Llevo viviendo m¨¢s de un a?o en esta casa, desde que me dieron de alta en el hospital. Miriam insisti¨® en que viniera, y al principio est¨¢bamos los dos solos, junto con la enfermera que me cuidaba durante el d¨ªa cuando mi hija se iba a trabajar. Luego, tres meses despu¨¦s, a Katya se le cay¨® el mundo encima, y entonces dej¨® la escuela de cine en Nueva York y se vino a Vermont a vivir con su madre.
Parec¨ªa un buen comienzo, una prometedora manera de poner las cosas en marcha. Situar a un hombre dormido en un pozo para luego ver lo que pasa
Se oye el ruido de un martillo o un mazo golpeando sobre un objeto met¨¢lico y c¨®mo el sonido se va apagando a cada golpe sucesivo
Sus padres lo llamaron como al hijo de Rembrandt, ese peque?o de los cuadros, el ni?o de cabellos dorados y gorro escarlata, el pupilo distra¨ªdo que no comprende la lecci¨®n, la criatura transformada en un joven devastado por la enfermedad que muri¨® a los veintitantos a?os, igual que el Titus de Katya. Es un nombre maldito, un nombre que deber¨ªa retirarse para siempre de la circulaci¨®n. Pienso a menudo en el fin de Titus, la horrorosa historia de su ¨²ltimo trance, las im¨¢genes de su agon¨ªa, las demoledoras consecuencias de su muerte en mi atribulada nieta, pero no quiero entrar en eso ahora, no puedo caer en ello, tengo que alejarlo lo m¨¢s posible de mi pensamiento. La noche a¨²n es joven, y sin moverme de la cama, con los ojos clavados en la oscuridad, en una tiniebla tan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, me pongo a recordar la historia que empec¨¦ anoche. Eso es lo que hago cuando no logro conciliar el sue?o. Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias. Quiz¨¢ no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar. La concentraci¨®n, sin embargo, puede darme problemas, y las m¨¢s de las veces mis pensamientos acaban derivando de la historia que pretendo contar a las cosas en las cuales no quiero pensar. No hay nada que hacer. Fracaso una y otra vez, hay m¨¢s chascos que aciertos, pero eso no quiere decir que no ponga todo mi empe?o.
Lo met¨ª en un hoyo. Parec¨ªa un buen comienzo, una prometedora manera de poner las cosas en marcha. Situar a un hombre dormido en un pozo, para luego ver lo que pasa cuando se despierte e intente salir trepando. Me refiero a una profunda concavidad en el suelo, de unos tres metros de honda, excavada en forma de c¨ªrculo perfecto, con paredes verticales de tierra s¨®lida, muy compacta, tan dura que la superficie tiene una textura de arcilla modelada, de vidrio incluso. En otras palabras, cuando el hombre abra los ojos no conseguir¨¢ salir del hoyo. A menos que disponga de una serie de aparejos de monta?a -martillo y crampones, por ejemplo, o una cuerda para echar un lazo a un ¨¢rbol cercano-, pero este hombre no tiene herramientas, y una vez que recobre la conciencia, enseguida comprender¨¢ la naturaleza del aprieto en que se encuentra.
Y as¨ª es. El hombre se despierta y descubre que est¨¢ tendido de espaldas, mirando al cielo de un atardecer sin nubes. Se llama Owen Brick, y no tiene ni idea de c¨®mo ha ido a parar all¨ª, no guarda recuerdo alguno de c¨®mo ha ca¨ªdo en ese agujero cil¨ªndrico, que seg¨²n sus c¨¢lculos tendr¨¢ aproximadamente tres metros y medio de di¨¢metro. Se incorpora. Para su sorpresa, va vestido con un uniforme parduzco de lana ¨¢spera. Tiene la cabeza cubierta con una gorra, y lleva un par de robustas y gastadas botas de cuero negro, bien atadas por encima de los tobillos con una doble lazada. En las mangas de la chaqueta ostenta dos galones, lo que indica que el uniforme pertenece a un militar con el rango de cabo. Esa persona podr¨ªa ser Owen Brick, pero el hombre del hoyo, cuyo nombre es Owen Brick, no recuerda haber servido en el ej¨¦rcito ni combatido en guerra alguna en ning¨²n momento de su vida.
A falta de otra explicaci¨®n, supone que ha perdido temporalmente la memoria a consecuencia de alg¨²n golpe recibido en la cabeza. Sin embargo, al pasarse la punta de los dedos por el cuero cabelludo en busca de rasgu?os o chichones, no encuentra indicios de bultos, ni heridas ni ara?azos, nada que sugiera la existencia de ese golpe. ?Qu¨¦ ha sido, entonces? ?Ha sufrido alg¨²n trauma que le ha mermado las facultades, haci¨¦ndole perder el uso de gran parte del cerebro? Tal vez. Pero a menos que le venga de pronto el recuerdo de ese trauma, no tendr¨¢ medio de saberlo. Seguidamente, empieza a explorar la posibilidad de que est¨¦ durmiendo en la cama, en su casa, atrapado en un sue?o extra?amente l¨²cido, un sue?o tan veros¨ªmil y absorbente que la frontera entre lo real y lo imaginario se ha difuminado hasta casi desaparecer. Si eso es cierto, entonces no tiene m¨¢s que abrir los ojos, levantarse de la cama y dirigirse a la cocina a prepararse el caf¨¦ del desayuno. Pero ?c¨®mo se pueden abrir los ojos cuando ya est¨¢n abiertos? Parpadea unas cuantas veces, en un intento pueril de romper el encantamiento; pero no hay hechizo alguno, y la cama m¨¢gica no llega a materializarse.
En lo alto, una bandada de estorninos atraviesa su campo de visi¨®n durante cinco o seis segundos, desapareciendo luego hacia el crep¨²sculo. Brick se pone en pie para inspeccionar su entorno, y entonces nota que le abulta un objeto en el bolsillo delantero izquierdo del pantal¨®n. Resulta ser una cartera, la suya, y adem¨¢s de setenta y seis d¨®lares estadounidenses, contiene un carn¨¦ de conducir expedido por el Estado de Nueva York a un tal Owen Brick, nacido el 12 de junio de 1977. Eso confirma lo que Brick ya sabe: que es un individuo cercano a la treintena con domicilio en Jackson Heights, en el barrio de Queens. Sabe asimismo que est¨¢ casado con una mujer llamada Flora y que durante los ¨²ltimos siete a?os ha trabajado como mago profesional, actuando principalmente en fiestas de aniversario infantiles por toda la ciudad con el nombre art¨ªstico del Gran Zavello. Tales hechos no hacen sino ahondar el misterio. Si tan seguro est¨¢ de qui¨¦n es, ?c¨®mo ha acabado entonces en el fondo de ese pozo, vestido con uniforme de cabo, nada menos, sin documentos, ni placa ni identificaci¨®n que acredite su condici¨®n militar?
No tarda mucho en comprender que escapar de all¨ª es totalmente imposible. La pared circular es muy alta, y cuando le da un puntapi¨¦ con la bota con idea de hacer una marca y crear una especie de punto de apoyo que le permita escalarla, s¨®lo consigue hacerse da?o en el dedo gordo. La noche cae r¨¢pidamente, y va haciendo fr¨ªo, un fr¨ªo h¨²medo de primavera que le va calando hasta los huesos, y aunque ha empezado a tener miedo, de momento est¨¢ m¨¢s confuso que asustado. Sin embargo, no puede por menos de gritar pidiendo auxilio. Hasta ahora, todo ha estado en silencio a su alrededor, se?al de que se encuentra en alg¨²n lugar remoto y despoblado de la campi?a, sin m¨¢s ruido que el ocasional grito de un p¨¢jaro y el murmullo del viento. Como cumpliendo una orden, sin embargo, como obedeciendo a cierta l¨®gica sesgada de causa y efecto, en el momento en que grita la palabra socorro, un fragor de artiller¨ªa estalla a lo lejos, y el oscuro cielo se alumbra con cometas que van dejando una estela de destrucci¨®n. Brick oye ametralladoras, granadas que explotan, y bajo todo eso, sin duda a kil¨®metros de distancia, un apagado coro de alaridos humanos. Es la guerra, comprende entonces, y ¨¦l combate en ella, pero sin arma alguna a su disposici¨®n, no podr¨¢ defenderse si lo atacan, y por primera vez desde que se despert¨® en el hoyo, siente verdadero p¨¢nico.
Las detonaciones se prolongan m¨¢s de una hora, para luego disiparse poco a poco hasta que se hace el silencio. No mucho despu¨¦s, Brick oye un tenue sonido de sirenas, que atribuye a coches de bomberos que acuden velozmente a los edificios da?ados durante el asalto. Luego, las sirenas se apagan a su vez y la calma desciende sobre ¨¦l una vez m¨¢s. Adem¨¢s de asustado y aterido de fr¨ªo, Brick est¨¢ agotado, y tras pasear en torno a los confines de su c¨¢rcel cil¨ªndrica hasta que las estrellas aparecen en el firmamento, se tiende en el suelo y logra dormir al fin.
A la ma?ana siguiente, muy temprano, lo despierta una voz que lo llama desde arriba del hoyo. Brick alza la cabeza y ve el rostro de un hombre asomado por el borde, y como s¨®lo puede verle la cara, supone que est¨¢ tumbado boca abajo.
-Cabo -dice el desconocido-. Cabo Brick, es hora de marcharse.
Brick se pone en pie, y ahora que sus ojos est¨¢n s¨®lo a un metro o metro treinta del rostro del desconocido, ve que se trata de un individuo de tez morena, mand¨ªbula cuadrada y barba de dos d¨ªas, que lleva una gorra militar id¨¦ntica a la que ¨¦l tiene puesta en la cabeza. Antes de que Brick pueda protestar siquiera para decir que por mucho que desee largarse de all¨ª no est¨¢ en condiciones de hacerlo, el rostro del hombre desaparece.
-No te preocupes -le oye decir-. Te sacaremos de ah¨ª en un periquete.
Unos momentos despu¨¦s se oye el ruido de un martillo o un mazo golpeando sobre un objeto met¨¢lico, y como el sonido se va apagando a cada golpe sucesivo, Brick se pregunta si el desconocido est¨¢ hincando una estaca de hierro en el suelo. Porque si es as¨ª, entonces puede que dentro de poco ate a la estaca una cuerda mediante la cual ¨¦l podr¨¢ trepar y salir del hoyo. Cesa el ruido met¨¢lico, pasan otros treinta o cuarenta segundos, y entonces, tal como Brick supon¨ªa, cae una cuerda a sus pies.
Brick practica la magia, no el culturismo, y aunque trepar por un metro de cuerda no constituya un esfuerzo excesivamente agotador para un hombre de treinta a?os en buen estado de salud, a ¨¦l en cambio le cuesta mucho izarse hasta arriba. La pared no le sirve de ayuda, pues la suela de las botas le resbala continuamente por la lisa superficie, y cuando intenta asegurar los pies en la cuerda, no consigue sujetarse bien, lo que supone que debe recurrir exclusivamente a la fuerza de los brazos, y como los suyos no son ni fuertes ni musculosos, y la cuerda es de un material ¨¢spero y, por tanto, le irrita la palma de las manos, esa sencilla operaci¨®n se convierte en una verdadera batalla. Cuando por fin llega al borde del pozo y el desconocido le da la mano derecha y tira de ¨¦l hasta ponerlo a nivel del suelo, Brick est¨¢ sin aliento y asqueado de s¨ª mismo. Tras una actuaci¨®n tan penosa, espera que su ineptitud sea objeto de burla, pero por alg¨²n milagro el desconocido se abstiene de hacer comentario vejatorio alguno.
Mientras se pone trabajosamente en pie, Brick observa que el uniforme de su salvador es igual que el suyo, con la ¨²nica excepci¨®n de que lleva tres galones en la manga, y no dos. Hay una espesa niebla en el ambiente, y le resulta dif¨ªcil hacerse una idea de d¨®nde se encuentra. En alg¨²n sitio solitario del campo, tal como supon¨ªa, pero la ciudad o el pueblo que anoche fue v¨ªctima del ataque no se ve por parte alguna. Lo ¨²nico que distingue con claridad es la estaca de metal con la cuerda atada y un jeep lleno de barro estacionado a unos tres metros del hoyo.
-Cabo -dice el desconocido, tendiendo la mano a Brick y estrech¨¢ndosela con un apret¨®n firme y entusiasta-. Soy tu sargento, Serge Tobak. Pero me suelen llamar Sarge Serge.
Brick baja la cabeza y mira al desconocido, que por lo menos es quince cent¨ªmetros m¨¢s bajo que ¨¦l, y repite con voz queda: Sarge Serge. -
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.