Pena accesoria
De vez en cuando se avecina la excarcelaci¨®n de alg¨²n etarra particularmente famoso (que suele ser alg¨²n etarra particularmente violento) y un sector de los medios de comunicaci¨®n se empe?a en seguirlo con particular ferocidad. En esos casos se pasa directamente de los m¨®viles de justicia a los m¨®viles de venganza. A veces, hasta los jueces caen en esa distorsi¨®n emocional y contaminan su oficio, lo cual confirma, una vez m¨¢s, que cuanto m¨¢s alejados se hallen de la sensibilidad popular mejor har¨¢n su trabajo. Por desgracia, algunos de ellos no piensan lo mismo. Pretenden sintonizar con la ciudadan¨ªa, se acomodan al term¨®metro emocional de la opini¨®n, y lo hacen con la patol¨®gica insistencia de los pol¨ªticos, que al menos tienen la excusa de que precisan el apoyo electoral. A veces, los jueces olvidan la rigurosa imparcialidad que exige de ellos la ley y se dejan llevar por las pulsiones, las pulsiones de una sociedad que tiene derecho a toda clase de sentimientos, pero no a que los sentimientos condicionen las sentencias.
Cuanto m¨¢s alejados se hallen los jueces de la sensibilidad popular mejor har¨¢n su trabajo
El que escribe asiste sin entusiasmo a la excarcelaci¨®n de terroristas, por m¨¢s que hayan pagado con una o dos d¨¦cadas de vida el asesinato de sus semejantes. A¨²n m¨¢s, el que escribe piensa que el asesinato m¨¢s bien deber¨ªa pagarse con tres o cuatro d¨¦cadas de vida. E incluso, rompiendo con los prejuicios reinantes, el que escribe piensa eso, aunque el asesinato ni sea por terrorismo ni por violencia de g¨¦nero. Pero, en todo caso, sean una, dos, tres o cuatro las d¨¦cadas impuestas y cumplidas, el asesino ya ha pagado su culpa seg¨²n dicta la ley. La sensibilidad social no puede exigir penas mayores. Es duro, pero nadie dijo que el Estado de Derecho est¨¢ al servicio de nuestras emociones. El Estado de Derecho, por principio, excluye la arbitrariedad.
No obstante, hay una pena accesoria, ajena a la justicia institucional, que asoma de modo irresistible y se va a imponer tarde o temprano: la certeza de que el terrorismo se va a acabar, que ETA se va a acabar, y que a la violencia pol¨ªtica le espera la m¨¢s completa derrota hist¨®rica y moral. No va a ocurrir ma?ana, pero el terrorismo no tiene en Euskadi la m¨¢s m¨ªnima oportunidad ni a corto ni a largo plazo. No sabemos cu¨¢ndo lo asumir¨¢n ellos, pero va a ser as¨ª. Y entonces el terrorista excarcelado, con su vida rehecha o medio hecha, con homenajes de tres al cuarto perpetrados en la esquina de un parque o en una lonja en alquiler, comprender¨¢ que la suerte est¨¢ echada.
La supervivencia personal es m¨¢s gravosa cuando la causa a la que uno ha entregado su vida est¨¢ ya arrinconada en el basurero de la historia. Esa es la verdadera pena a?adida, la pena accesoria que aguarda a los que salgan de prisi¨®n en el futuro: asumir que tanta sangre derramada ha convertido su vida en un mero accidente, no s¨®lo inmoral, sino adem¨¢s profundamente in¨²til.
El entorno social que mantiene su apoyo seguir¨¢ adelgazando con el tiempo, y, al final, quedar¨¢n los viejos militantes, extraviados en un mundo ajeno a sus ideales. Ser¨¢ dif¨ªcil contar a tus nietos que asesinaste a concejales de pueblo o a cobradores de autopista. Y ser¨¢ inevitable que tus nietos, cuando crezcan, mediten sobre esos hechos hasta dar con la verdad. Ser¨¢ tan duro como ver que pasan los a?os sin un solo objetivo pol¨ªtico cumplido, y que te fallan las piernas, y que la memoria se nubla. Ser¨¢ tan duro como alzar la vista desde la ventana de cualquier piso de cualquier pueblo de Euskadi, contemplar la plaza cercana donde juegan unos ni?os y preguntarte, con crudeza: y todo aquello, ?de qu¨¦ sirvi¨®?
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