El gran Montg¨®
Antes de encaramarnos a las alturas que vislumbramos bueno ser¨¢ que preparemos el fest¨ªn a que nos obligar¨¢ la culminaci¨®n de la larga escalada que se nos promete, plena de satisfacciones an¨ªmicas y hasta intelectuales, pero agotadora en lo f¨ªsico y generadora de grande consumo de energ¨ªas, que deberemos reponer, asunto ¨¦ste para el que no parecen suficientes los prodigios vegetales que encontraremos al borde de las veredas montaraces y mucho menos las carnes que con diestra punter¨ªa -si no fuese por la f¨¦rrea prohibici¨®n de la caza en el lugar- podr¨ªamos alcanzar y despu¨¦s guardar en el zurr¨®n hasta nuestro descenso a la tierra desde los cielos azules.
Cuando a¨²n estamos, pues, al borde de la mar, ordenaremos para nuestro regreso que nos preparen unas hermosas cigarras de mar -tambi¨¦n conocidas por los nombres de cigala real, langosta de fuerza y muchos otros seg¨²n el habla del lugar- monstruoso y sin par marisco de dura corteza y prietas carnes, dignas de ser hervidas o quiz¨¢s asadas en la brasa; y tambi¨¦n un mero cogido horas antes de entre las rocas, que el reflejo de las olas desdibuja pero que se nos muestran a trav¨¦s de las limpias aguas a pocas decenas o cientos de metros, tambi¨¦n realzada de forma simple por el fuego; o unos corvallos y doradas avivados con aceite crudo y unas gotas de lim¨®n, con bocados poco hechos para que su sabor nos sea reconocible y duradero. Aunque el rito deber¨¢ de forma inevitable comenzar con las rodajas del pulpo que hemos visto secar a los vientos entre las rocas anejas, extendidas las patas y su cabeza mediante ca?as, para que el aire marino las penetre, las conserve y a la vez les proporcione vida y sabor. Despu¨¦s de tan natural comienzo solo es necesario para su correcta utilizaci¨®n que los gruesos tent¨¢culos, con sus ventosas, se corten en sutiles c¨ªrculos despu¨¦s de ser soflamados.
Con el ¨¢nimo dispuesto podemos partir desde X¨¤bia o desde D¨¦nia, de la Xara o Jes¨²s Pobre, y comenzar la ascensi¨®n. A nuestro alrededor 650 especies florales nos contemplan. Al lado de los pinos y las carrascas, por familias y en diferentes niveles y humedades, la coscoja, el lentisco y el aladierno; o el romero y el brezo, la aliaga y el espliego, y la estepa blanca, que am¨¦n de ser un territorio llano y extenso cubierto de casi sempiternas nieves, es un arbusto de hoja perenne y flor carmes¨ª -en el colmo de la contradicci¨®n- que se prodiga en nuestra monta?a.
En las umbr¨ªas, la madreselva, y la zarzaparrilla -de cuyas ra¨ªces se extra¨ªa el jugo que endulz¨® las tardes de nuestros mayores, mientras los refrescos de cola llegaban- el fresno, el durillo y el espino.
Y hacia el mar los hinojos, y las zanahorias marinas, todas de gran ¨¦xito gastron¨®mico. Y los cardos de pe?a, variedad ¨²nica en el mundo.
Y dentro del mar, las algas, y las verdes praderas de posidonia. Unas verdes praderas que, por una vez, no van hacia el mar, sino que vienen de ¨¦l, trayendo noticia de las aguas cristalinas que las envuelven.
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