Oraciones de supervivientes
Nos deslizamos sobre la superficie como los trenes que flotan sobre los ra¨ªles, veloces y sin contacto, y nos agobian nuestras ansias y tribulaciones... Y de repente, una cat¨¢strofe, una cat¨¢strofe grande como una gran explosi¨®n. Y como las explosiones, que primero se expanden y destruyen e inmediatamente chupan todo el ox¨ªgeno y vac¨ªan el aire, la cat¨¢strofe nos detiene y suspende el sentido de todo lo que estamos haciendo y nos preocupa. Todo se relativiza tanto que se hace nimio comparado a la cat¨¢strofe, comparado a la muerte, a las muertes de esos muertos.
Al hacer esa comparaci¨®n, establecemos a la muerte como medida, comparado a ella, medimos el valor de las cosas y el valor de la vida misma. Todo lo que hacemos mientras estamos vivos es importante y la vida misma es lo m¨¢s valioso. Las vidas de los que ahora han muerto eran lo m¨¢s valioso que ten¨ªan y que pod¨ªan tener, la p¨¦rdida es absoluta; las vidas de los que estamos aqu¨ª son nuestro tesoro y nuestro milagro, y las vidas de los que vendr¨¢n ser¨¢n tambi¨¦n milagrosas.
Las comunidades que se fundan en las cat¨¢strofes necesitan rituales para expresar la consternaci¨®n
Por eso, aborrecemos el asesinato legitimado intelectualmente como instrumento pol¨ªtico, el terrorismo. Comprendemos y nos asombra lo milagrosa que es la vida, porque los seres humanos somos como centauros, hechos de la misma materia que la yerba y, al tiempo, androides rebeldes que nos hemos creado a nosotros mismos. Nuestra rebeli¨®n comienza en nuestra conciencia, que nos separa de todo lo dem¨¢s, nos hace ver el mundo desde fuera y nos hace escrutarlo y analizarlo en una actividad incesante que puede conducirnos al paroxismo y a la desesperaci¨®n; s¨®lo nos rescata del extrav¨ªo una parte de esa misma conciencia nuestra, la que nos recuerda que estamos hechos de lo mismo que el caballo y que al cabo nuestra carne, nuestro carbono, le pertenece a todo lo dem¨¢s, que nos aguarda de vuelta. Esa parte de la mente nos hace sentirnos relegados, nos hace religiosos de un modo u otro.
La muerte es el gran misterio, el que tememos y veneramos los humanos, lo que nos funde es lo que nos funda. Y no existe la muerte colectiva. La muerte es singular y ¨²nica, s¨®lo la experimenta una persona cada vez, y lo hace estando sola ante ella y para siempre. Los dem¨¢s, los supervivientes, solamente somos el coro, s¨®lo podemos cantar la p¨¦rdida y asistir o compartir el duelo. Y lo hacemos quiz¨¢ porque no son los muertos los que necesiten nada de nosotros; somos nosotros los que necesitamos decirle algo a los que ya no viven. Pero cuando la muerte se da al mismo tiempo en un mismo lugar y en gran n¨²mero de casos se alcanza la masa cr¨ªtica necesaria para que explote para nosotros la cat¨¢strofe. Y as¨ª como una muerte cercana nos detiene a unos pocos concernidos, la cat¨¢strofe inmoviliza a una comunidad. La cat¨¢strofe crea moment¨¢neamente la comunidad de concernidos, de los que comparten y comulgan ese asombro y consternaci¨®n (el dolor, seguramente s¨®lo es de sus familiares). Esas comunidades que fundan o refundan las cat¨¢strofes necesitan rituales para expresar la consternaci¨®n.
Las distintas religiones han creado un repertorio de rituales, palabras, actos y gestos para expresar el duelo. Discutimos el papel que ocupan los s¨ªmbolos religiosos en la vida p¨²blica, pues tememos con fundamento hist¨®rico el ansia de poder de la Iglesia cat¨®lica espa?ola, pero en el momento de la cat¨¢strofe, cuando queremos celebrar las exequias, despedir a los muertos, nos vemos obligados a echar mano de alg¨²n lenguaje religioso, y lo que tenemos ah¨ª a mano y listo es el ritual cat¨®lico. No es un debate sencillo el lugar de la religi¨®n en la vida p¨²blica y mientras tanto, mientras la vida sigue y las personas nos morimos, quienes se tengan por cristianos o quienes por judeocristianos, aunque no tengan ya confesi¨®n, pueden participar a¨²n del ritual religioso tradicional. Pero es natural que en el ritual p¨²blico se fundan los elementos de la tradici¨®n cat¨®lica con las nuevas religiones que llegan y las nuevas sensibilidades que van apareciendo, para que no sea un ritual particular y sea efectivamente comunitario.
Tan humana es la piedad de las familias que despiden a los suyos en privado como la de aquellas que desean un funeral multitudinario con cardenal y en catedral, pero junto a ello parece deseable un ceremonial p¨²blico por todas las v¨ªctimas. Lo que llaman "funerales de Estado" es darle forma institucional a un rito comunitario, pues las comunidades necesitan darle forma a la consternaci¨®n por los golpes, y en la celebraci¨®n comunitaria es donde muchas personas encuentran un orden y un sentido a una desgracia.
Al establecer la muerte como medida de la vida y dar as¨ª valor a la vida, establecemos la base para una moral, la que tenemos. De ah¨ª se deriva que quien cause da?o o mate deba sentir turbaci¨®n y verg¨¹enza, y de ah¨ª derivamos tambi¨¦n que los comportamientos en sociedad de los due?os de los recursos econ¨®micos, de las empresas, deban actuar dentro de unos l¨ªmites en que no perjudiquen ni pongan en peligro la vida de los ciudadanos. Pol¨ªtica y econom¨ªa deben atenerse a l¨ªmites morales; cuando entramos en una crisis que amenaza recortes sociales y optimizaci¨®n de beneficios a trav¨¦s de la precarizaci¨®n del trabajo y el recorte de calidad de mercanc¨ªas y servicios, debemos recordarlo. Porque las personas compartimos sustancia con el caballo y la yerba, y nuestra vida tiene un final, pero no somos mercanc¨ªas con fecha de caducidad estampada.
Suso de Toro es escritor.
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