Jerusal¨¦n, de paso
A un lado del Muro de las Lamentaciones hab¨ªa un andamio cubierto con lonas y delante de ¨¦l, tapando casi por completo la vista, un escenario a medio montar desde el que unas torres de altavoces emit¨ªan una m¨²sica hortera de pachanga rock. Nubes de turistas o de peregrinos armados de c¨¢maras de v¨ªdeo y pastoreados por gu¨ªas que agitaban peque?os banderines sobre las cabezas se mezclaban con devotos jud¨ªos afiliados a diversas sectas de m¨¢xima ortodoxia y con soldados israel¨ªes que parec¨ªan m¨¢s bien chicos bullangueros de instituto. En el espacio singularmente estrecho del Muro los fieles mov¨ªan las cabezas murmurando plegarias que hac¨ªa inaudibles el tachunda roquero del escenario tan pr¨®ximo. Justo encima, en la Explanada de las Mezquitas, empezaba a o¨ªrse la llamada a la oraci¨®n de la tarde, mientras el sol poniente her¨ªa la cubierta dorada de la mezquita de la Roca. Sobre esa roca el profeta Abraham aplast¨® la cara de su hijo Isaac cuando se dispon¨ªa a degollarlo en cumplimiento de un mandato divino cancelado en el ¨²ltimo momento. Un poco m¨¢s all¨¢ est¨¢ la otra roca desde la que el profeta Mahoma o Muhammad subi¨® al cielo, as¨ª como algunos pelos de su barba, la huella de uno de sus pies y un rastro del arc¨¢ngel Gabriel, que le asisti¨® en su ascenso.
Todos los principios morales se resumen en una simple regla pr¨¢ctica: no hacer a los dem¨¢s lo que no queremos que los dem¨¢s nos hagan a nosotros
Pero todo est¨¢ muy apretado en Jerusal¨¦n: frente al monte Moriah, donde estuvo el templo de Salom¨®n y ahora est¨¢n las mezquitas, se ve el monte de los Olivos, desde donde se produjo la ascensi¨®n a los cielos de Jesucristo. La ladera del monte de los Olivos est¨¢ cubierta de tumbas, talladas en la omnipresente caliza blanca de Jerusal¨¦n, en la que restalla la luz como en bloques de sal. En el valle estrecho que hay entre el monte de los Olivos y el monte Moriah est¨¢ previsto que se celebre en su d¨ªa el Juicio Final. Muchas personas pagan fortunas para ser enterradas en la primera fila de la Resurrecci¨®n de los Muertos. Cuando resuenen por toda la Tierra las c¨¦lebres trompetas ellos ser¨¢n los primeros en salir de las tumbas.
Desde el monte de los Olivos se tiene una vista sobrecogedora de la ciudad antigua de Jerusal¨¦n y de las colinas que se extienden hacia la lejan¨ªa, que a m¨ª me recuerdan algo los paisajes ¨¢ridos de la Andaluc¨ªa interior, de Ja¨¦n o Granada: tierra ocre o rojiza, roquedales calizos, olivares plateados y grises, pinares de un verde polvoriento, higueras, granados. En el monte de los Olivos tambi¨¦n es posible tomarse una foto de recuerdo montado en burro o en camello, en un camello que tiene una aspereza geol¨®gica. Al subirse al camello del negociante marrullero que regenta el mirador el peregrino se transforma jovialmente en turista, pero a los pocos minutos recupera su recogimiento para pasear en fila india por el peque?o huerto de Getseman¨ª, que est¨¢ al final de la cuesta empinada que bordea la ladera. El huerto de Getseman¨ª es un olivar cercado por bardales en el que se intuye algo de la emoci¨®n terrenal del relato evang¨¦lico. De la teolog¨ªa y las haza?as milagrosas y los vaticinios tremebundos se desciende al drama en tono menor de un hecho muy lejano que resuena sin embargo en nosotros: a la luz de faroles y antorchas un hombre inocente es apresado, en mitad de la noche, entre sombras agigantadas de olivos, y decide que no ofrecer¨¢ resistencia.
Como en este viaje estoy leyendo, por pura coincidencia, un libro de Karen Armstrong, La gran transformaci¨®n, la pasividad de Cristo en Getseman¨ª ante los que van injustamente a prenderlo me recuerda la de S¨®crates cuando elige no huir de Atenas y acata el castigo de beber la cicuta. La gran transformaci¨®n a la que alude Armstrong es la que sucedi¨® en diversos lugares del mundo aproximadamente entre el a?o novecientos y el doscientos antes de Cristo. Hombres que no ten¨ªan nada que ver entre s¨ª y que viv¨ªan en sociedades muy lejanas las unas de las otras llegaron a una conclusi¨®n muy parecida, que al cabo de milenios a¨²n ilumina lo mejor de nosotros: los rituales y los sacrificios a dioses inaccesibles no sirven de nada; nuestros semejantes no son s¨®lo los miembros de nuestra tribu, sino tambi¨¦n los extranjeros y los desconocidos; nuestro capricho, nuestra ambici¨®n, nuestra preciada identidad personal, pueden ser ficciones letales que s¨®lo conducen al sufrimiento; todos los principios morales se resumen en una simple regla pr¨¢ctica: no hacer a los dem¨¢s lo que no queremos que los dem¨¢s nos hagan a nosotros. Jerem¨ªas en Jerusal¨¦n, Confucio en China, Buda en la India, intuyen los mismos principios. En Atenas los grandes tr¨¢gicos ense?an el valor cat¨¢rtico de la compasi¨®n hacia los sufrimientos de los otros. S¨®crates, igual que Buda, anima a sus disc¨ªpulos a distinguir la realidad de las apariencias y a ejercer una soberan¨ªa intelectual que no ha de someterse a ning¨²n dogma, a la autoridad de ning¨²n maestro. En Jerusal¨¦n, el rabino Hillel, casi coet¨¢neo de Cristo, resume todas las ense?anzas de la Torah en una sola frase: "Lo que es odioso para ti no se lo hagas a tus semejantes".
En el libro de Armstrong las religiones monote¨ªstas revelan un mensaje primitivo de fraternidad y compasi¨®n. En Jerusal¨¦n se aprietan las unas contra las otras, se superponen, se convierten en indumentarias l¨²gubres y en liturgias hostiles entre s¨ª, en multitudes api?adas en barrios de calles muy estrechas en los que a cada paso hay un s¨ªmbolo o el anuncio de una reliquia o de un hecho milagroso o de un drama decisivo para la salvaci¨®n de la humanidad. Soldados con armas autom¨¢ticas y arcos detectores de metales controlan los accesos a la zona del Muro de las Lamentaciones. La peregrinaci¨®n religiosa es indistinguible del turismo de masas. En la cuesta por la que Jesucristo subi¨® camino del Calvario se suceden las tiendas de souvenirs, y la quincalla tur¨ªstica se mezcla sin reparo con los recordatorios de la Pasi¨®n, con los objetos de marroquiner¨ªa y las l¨¢minas reflectantes en las que seg¨²n desde donde se mire el Cristo crucificado tiene los ojos abiertos en la agon¨ªa o ya cerrados en la muerte. Hay coronas de espinas en envoltorios de pl¨¢stico con certificados de autenticidad en varios idiomas. Hay pr¨¢cticos kits con botellitas de agua del Jord¨¢n, de tierra de la Tierra Santa y de aceite de sus olivos. A la entrada de la capilla del Santo Sepulcro un panzudo sacerdote ortodoxo va agregando billetes que le entregan peregrinos impacientes al fajo apretado en su mano izquierda, con los ademanes expeditivos de un cobrador de feria. Un poco m¨¢s all¨¢ c¨¢maras digitales de fotograf¨ªa y de v¨ªdeo zumban alrededor de una losa sobre la que la gente se arrodilla, bes¨¢ndola, roz¨¢ndola con la frente, pasando por ella pa?uelos, abri¨¦ndose paso a codazos. Me aseguran que sobre esa losa fue lavado y amortajado Jesucristo cuando lo bajaron de la cruz. De vuelta al hotel sigo leyendo a Karen Armstrong. El sectarismo fan¨¢tico, la irracionalidad, asegura, no son cong¨¦nitos a las religiones. Imagino que habr¨¢ otras ciudades en las que cueste menos olvidarse de su parte aterradora de toxicidad.
La gran transformaci¨®n: El mundo en la ¨¦poca de Buda, S¨®crates, Confucio y Jerem¨ªas. El origen de las tradiciones religiosas. Karen Armstrong. Traducci¨®n de Ana Herrera Ferrer. Paid¨®s, 2007.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.