?Por qu¨¦ se mata un escritor?
Se dice, con m¨¢s raz¨®n que sorna, que el ¨²nico riesgo profesional de los poetas es el suicidio. No s¨¦ si hay estad¨ªsticas, pero tengo la impresi¨®n de que los escritores se suicidan m¨¢s, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un r¨¢pido censo mental, muchos nombres se me vienen a la mente desde la antig¨¹edad hasta hoy, mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, S¨¦neca, Silva, Larra, Woolf, Salgari, Trakl, Lugones, Mishima, Pizarnik, Hemingway, Plath, M¨¢rai... Y el pasado 12 de septiembre, la gran promesa de la narrativa estadounidense, David Foster Wallace, a quien hallaron ahorcado en su casa; un novelista de 46 a?os que ya en otras ocasiones hab¨ªa pedido que le protegieran de su propia pulsi¨®n de quitarse la vida.
Primo Levi le dedica el sexto cap¨ªtulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Am¨¦ry. Dice Levi que "su suicidio, como todos, admite una nebulosa de explicaciones". Esa misma nebulosa se ha empleado despu¨¦s para tratar de explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo -al parecer- m¨¢s para evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz. Ocurri¨® en 1987, aunque con la ambig¨¹edad que muchos suicidas prefieren, de modo que las familias puedan aferrarse a la duda de un accidente: se precipit¨® por el hueco de las escaleras del edificio donde viv¨ªa, en el barrio de La Crocetta, en Tur¨ªn, sin dejar carta de despedida.
Por estos d¨ªas se celebr¨® el centenario del nacimiento de Cesare Pavese, otro homicida de s¨ª mismo, en la misma ciudad del norte de Italia. Esto me llev¨® a releer p¨¢ginas de su diario. Ah¨ª, al final, y poco antes de que se matara, dej¨® escrito: "Los suicidas son homicidas t¨ªmidos. Masoquismo en vez de sadismo". Maupassant, que se muri¨® por enfermedad un a?o despu¨¦s de intentar suicidarse, lo defini¨® de un modo casi inverso: "El suicidio es el sublime valor de los vencidos". La ¨²ltima entrada de Pavese, el 18 de agosto, me ha dado siempre escalofr¨ªos: "Sin palabras. Un gesto. No volver¨¦ a escribir".
Pavese muri¨® en la soledad de un cuarto de hotel, pero hay escritores a los que no les gusta suicidarse solos. Heinrich von Kleist cambi¨® varias veces de novia hasta que al fin una, Henrriette Vogel, acept¨® quitarse la vida con ¨¦l, a orillas del lago Wannsee, cerca de Berl¨ªn. El lugar es hoy un sitio de peregrinaci¨®n. Se trata de un rinc¨®n apacible, buc¨®lico, como si los rom¨¢nticos escogieran con gusto incluso el sitio de su muerte. Otros suicidas en compa?¨ªa fueron Arthur Koestler y Stefan Zweig. El primero se fue del mundo en un pacto con su tercera esposa, Cynthia Jefferies. Tambi¨¦n Zweig lo hizo con su mujer, Lotte Altmann, en Petr¨®polis (Brasil), donde se hab¨ªa refugiado de las persecuciones a los jud¨ªos durante la II Guerra Mundial. El suicidio de Koestler, otro jud¨ªo perseguido por los nazis, obedeci¨® m¨¢s a sus convicciones a favor de la eutanasia: estaba enfermo de p¨¢rkinson y leucemia.
Albert Camus, que muri¨® en un accidente sin ning¨²n viso de suicidio, dej¨® escrito lo siguiente al principio de El mito de S¨ªsifo: "No hay m¨¢s que un problema filos¨®fico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosof¨ªa".
Algunos escritores, m¨¢s que cartas, dejan libros completos sobre su ¨¢nimo. Henri Roorda termin¨® Mi suicidio poco antes de matarse. All¨ª dej¨® escrito: "Amo enormemente la vida. Pero para gozar el espect¨¢culo hay que ocupar una buena butaca, y en la tierra la mayor¨ªa de las butacas son malas". Antes de matarse, Jean Am¨¦ry escribi¨® un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo) donde explica que la primera l¨®gica de la que escapa el suicida es la del axioma vitalista "la vida es el bien supremo". Si esto se niega -"la vida no es el bien supremo"-, o si en determinadas circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se entender¨¢ mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es nuestro mundo. As¨ª lo dijo Wittgenstein en uno de sus aforismos: "El mundo de quien es feliz es otro distinto al mundo del que es infeliz". El suicida, al darse una muerte libre, voluntaria, quiere hacer cesar ese mundo para ¨¦l infeliz.
Por no entender este pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena), los Estados y las religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calific¨¢ndolo de delito y de pecado. En algunos pa¨ªses, incluso, se llega al absurdo de castigarlo con la pena de muerte. Toman el cuerpo ex¨¢nime del suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio p¨²blico, para que aprendan.
De alguna manera, la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran "enterrados en sagrado", castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas, considerados como "disc¨ªpulos de Judas". Su posici¨®n, por suerte, se ha vuelto m¨¢s compasiva.
Hay quienes se matan tranquilos, plane¨¢ndolo; otros, en un arranque de autodestrucci¨®n. Unos, sobrios; otros, drogados. El poeta Juan Manuel Roca desaconseja que nos matemos borrachos: "Es el problema del alcohol; alguien puede suicidarse y al d¨ªa siguiente no acordarse de nada". Es un chiste, pero podr¨ªa no serlo. Un gran experto ingl¨¦s en suicidios literarios, A. ?lvarez, intent¨® suicidarse, borracho, una noche de Navidad. Se despert¨® tres d¨ªas despu¨¦s sin acordarse de nada, pero con la sensaci¨®n de que ya ser¨ªa para siempre un suicida frustrado. Tambi¨¦n ¨¦l escribi¨® un estudio estupendo, El dios salvaje.
Creo que la raza de los escritores suicidas, pero indecisos, se ha inventado otro tipo de estrategia para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. As¨ª hizo Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta; Goethe, con el joven Werther; Tolst¨®i, con Anna, y Schnitzler, con el subteniente Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo s¨¦ por experiencia propia.
Otros, en cambio, se despiden con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: "Adi¨®s, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del enga?o". Piensa uno en los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber de matarse. Pero mientras llega ese instante de lucidez en las tinieblas habr¨¢ que seguir viviendo, aunque tal vez con el mismo sentimiento de culpa que escribi¨® una vez Thomas Bernhard: "Nada he admirado m¨¢s durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo. Yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa com¨²n con todos y cada uno, y me refugio en la falta de car¨¢cter como en una piel nauseabunda pero c¨¢lida, ?en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por seguir viviendo".
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