A la c¨¢rcel por nada
Una hermana le denunci¨®. Un detective forz¨® una confesi¨®n falsa. Fue declarado culpable y un juez le envi¨® a prisi¨®n. Tras 20 a?os de pesadilla en EE UU, Marty Tankleff sale libre e inocente
Rico, guapo y fuerte. Era la imagen juvenil del sue?o americano. Ten¨ªa 17 a?os reci¨¦n cumplidos y esa ma?ana iba a empezar el nuevo a?o escolar. Pero Marty Tankleff nunca lleg¨® al colegio. Sus padres hab¨ªan sido atacados a martillazos y acuchillados durante la noche. Y cuando baj¨® a desayunar descubri¨® en el ensangrentado sal¨®n de su casa a su madre, muerta, y a su padre, que muri¨® unas semanas despu¨¦s, inconsciente, agonizando.
Era tan s¨®lo el comienzo de una pesadilla que durar¨ªa 20 a?os. El oscuro destino kafkiano en el que se hundi¨® Tankleff, y del que acaba de emerger, demuestra que los presos extranjeros de Guant¨¢namo no son los ¨²nicos que sufren las arbitrariedades del aparato punitivo estadounidense. Los propios ciudadanos del pa¨ªs -incluso los aparentemente privilegiados como Marty- viven sujetos a sus caprichos.
"Al detective", dice Tankleff, "se le ocurri¨® la idea de decirme que mi padre moribundo le dijo que yo le mat¨¦"
"Si eres inocente, Marty, contr¨¢tame", le dijo un investigador privado. "Si no, no me hagas perder el tiempo"
"La terrible lecci¨®n de mi caso", dice Tankleff en una entrevista con EL PA?S en Nueva York, "es que esto le puede pasar a cualquiera, que no existe protecci¨®n adecuada para personas perfectamente inocentes cuando el sistema se empe?a en que son culpables".
El padre de Tankleff, Seymour, era un h¨¢bil hombre de negocios. La madre, Arlene, una apasionada de las orqu¨ªdeas. Marty no era su hijo biol¨®gico. Lo hab¨ªan adoptado reci¨¦n nacido. Viv¨ªan en una lujosa mansi¨®n con vistas al mar en Long Island, en el Estado de Nueva York, que les hab¨ªa costado un mill¨®n de d¨®lares, y que hoy valdr¨ªa mucho m¨¢s.
La fecha del doble asesinato fue el 7 de septiembre de 1988. Casi de inmediato, la polic¨ªa del condado de Suffolk decidi¨® que Marty era el principal sospechoso. Por dos razones: que hab¨ªa reaccionado a la muerte de sus padres con una extra?a, anonadada calma; y que su medio hermana mayor -que ya no viv¨ªa con la familia- convenci¨® al detective encargado del caso, James McCready, de que Marty era el asesino.
Tankleff fue procesado, el jurado le declar¨® culpable y el juez le conden¨® a 50 a?os de c¨¢rcel. La hermana, Shari Rother, se llev¨® toda la herencia y, con parte del dinero, su marido abri¨® un bar con el detective McCready. Tras 17 a?os de c¨¢rcel, a finales de 2007, Tankleff fue puesto en libertad. La Corte Suprema del Estado de Nueva York declar¨® el 22 de julio pasado que nunca hab¨ªan existido motivos legales para llevarle a juicio por la muerte de sus padres.
La investigaci¨®n original del caso se hab¨ªa basado ¨²nica y exclusivamente en una "confesi¨®n" que el detective McCready logr¨® extraer del traumatizado adolescente el mismo d¨ªa del asesinato. "Despu¨¦s de horas de interrogatorio, a McCready se le ocurri¨® la brillante idea de fingir que hab¨ªa hablado por tel¨¦fono con mi padre y que ¨¦l le hab¨ªa dicho que hab¨ªa sido yo el que les atac¨®", recuerda Tankleff, que hoy tiene 37 a?os y luce, a pesar del horror de la historia que cuenta, un sorprendente buen humor. "Era mentira, ya que mi padre nunca recuper¨® la conciencia, pero yo no lo sab¨ªa en ese momento. Y el problema fue que en esa ¨¦poca de mi vida confiaba en la polic¨ªa, del mismo modo que confiaba en mi padre".
Cuando McCready le relat¨® al joven con aire de triunfo los supuestos detalles de la llamada ficticia, ¨¦ste se hundi¨®. "?Ser¨¢ que estuve pose¨ªdo?", le contest¨®, perplejo, como recordando alguna pel¨ªcula de terror. "?Ser¨¢ que sufr¨ª un apag¨®n mental?". Y entonces confes¨®. Una confesi¨®n verbal, que no se grab¨®, de la que se retract¨® y que se neg¨® a firmar. Sin embargo, el testimonio del detective fue suficiente para convencer al jurado.
"Se me hab¨ªa borrado de la memoria el recuerdo del instante en el que el tribunal me declar¨® culpable, pero ahora lo he visto en v¨ªdeo", afirma Tankleff. "Me puse a llorar y la sala estall¨® en gritos. Mis familiares -mis t¨ªos, los hermanos de mis padres, y mis primos- estaban hist¨¦ricos. Sent¨ªan rabia y dolor. No se pod¨ªan creer que semejante injusticia fuera posible en nuestro pa¨ªs".
Tankleff tuvo la suerte de que una asistenta social se apiad¨® de ¨¦l y le ayud¨® a que le instalaran en una secci¨®n relativamente tranquila de la prisi¨®n, y no en la que le hubiera correspondido, junto a los criminales m¨¢s empedernidos. Quiz¨¢ eso explique en parte por qu¨¦ hoy nadie que trate con ¨¦l por primera vez se imagine que ha pasado por lo que ha pasado. Corpulento y musculoso, con aspecto m¨¢s joven del que corresponde a sus 37 a?os, emana la vivacidad y el optimismo libre de complicaciones del joven estadounidense medio. Sonr¨ªe f¨¢cilmente, gesticula mucho con las manos, los ojos le brillan. No delata ning¨²n resentimiento, ni siquiera hacia su hermana o su amigo el detective McCready, y da la impresi¨®n de haberse olvidado de que ha pasado la mitad de la vida en la c¨¢rcel, que perdi¨® su juventud. Siente que tiene mucho que hacer y que su porvenir ser¨¢ feliz.
Cuando habla de su caso, lo hace casi como si estuviera hablando de otra persona; como si fuera un abogado hablando de su cliente. En cierto modo, en eso es en lo que se convirti¨®, ya que dedic¨® su vida detr¨¢s de las rejas, con la ayuda infatigable de familiares y amigos, a promover una nueva investigaci¨®n del caso, y a documentarse sobre el sistema legal de su pa¨ªs. Su prop¨®sito ahora, adem¨¢s de demandar al Estado de Nueva York, es estudiar derecho y luchar profesionalmente en favor de los incontables casos que hay similares al suyo. "Calculo que el 5% de los presos son inocentes", sostiene, apoy¨¢ndose en los datos de un organismo estadounidense llamado Innocence Project, que mantiene que la cuarta parte de presos condenados que despu¨¦s son declarados inocentes, tras hacerse pruebas de ADN, hab¨ªan sido enga?ados por la polic¨ªa para que confesaran.
En el caso de Tankleff no fue necesario recurrir al ADN. Los hechos visibles del caso apuntaban de manera tajante a su inocencia, o al menos a su no culpabilidad. Resulta extraordinario, como han se?alado diarios de la talla de The New York Times, que haya pasado tanto tiempo en la c¨¢rcel sin que nadie a escala institucional hiciera nada para sacarle de ella.
Existen m¨¢s pruebas s¨®lidas de criminalidad contra el detective McCready que contra Tankleff. Como declar¨® en repetidas ocasiones el abogado de ¨¦ste, "McCready es la raz¨®n por la cual ese caso est¨¢ podrido. Cualquier investigaci¨®n tiene que incluir, por definici¨®n, una investigaci¨®n del detective".
La realidad es que a McCready s¨ª se le investig¨®. Una comisi¨®n estatal concluy¨® en 1989 que el detective hab¨ªa cometido perjurio durante un juicio en 1985, que hab¨ªa prestado "testimonio falso, sabiendo que lo era", contra otro hombre acusado de asesinato. La misma comisi¨®n descubri¨® que entre los investigadores policiales del condado de Suffolk se hab¨ªa vuelto perversamente habitual extraer confesiones falsas y mentir ante los tribunales. Sin embargo, un a?o despu¨¦s, en 1990, las conclusiones de la comisi¨®n no influyeron para nada en el juicio de Tankleff. Tampoco tuvo ning¨²n peso en el destino del joven una extraordinaria -y m¨¢s veros¨ªmil- versi¨®n alternativa de los hechos que McCready opt¨® por ignorar.
La noche de su muerte, los padres de Tankleff hab¨ªan estado jugando al p¨®quer con amigos hasta las tres de la madrugada. ?sta era una rutina semanal en su casa. Uno de los presentes fue Jerry Steuerman, un ex socio de negocios de Seymour Tankleff que deb¨ªa a ¨¦ste m¨¢s de 500.000 d¨®lares. Esa misma semana le ten¨ªa que haber pagado 50.000. Seg¨²n otras personas que participaron en la partida esa noche, Steuerman fue el ¨²ltimo en irse.
Una semana despu¨¦s del asesinato, Steuerman fingi¨® su propio suicidio, se afeit¨® la barba, cogi¨® un autob¨²s con destino a Atlantic City y, desde all¨ª, se fue en taxi al aeropuerto de Newark, donde compr¨® un billete de avi¨®n con un nombre falso, vol¨® a California y se intern¨® en un remoto spa. Marty Tankleff insisti¨® desde un principio en que Steuerman era el principal sospechoso, no ¨¦l. ?Por qu¨¦ McCready eligi¨® no seguir esta aparentemente provechosa v¨ªa de investigaci¨®n? El abogado de Tankleff ha sugerido una explicaci¨®n: que el detective y Steuerman ten¨ªan, como se estableci¨® mucho despu¨¦s, una relaci¨®n personal desde antes del asesinato.
"Ah¨ª podr¨ªa haber muerto el caso", observa Tankleff, "pero la otra gran lecci¨®n de todo esto es el valor de la perseverancia. Nunca hay que rendirse". Su perseverancia y la de sus familiares, especialmente los hermanos de sus padres, que siempre creyeron en ¨¦l y que no se rindieron nunca en su intento por llegar al fondo del caso.
Pero tambi¨¦n hubo un poco de suerte.
Una mujer llamada Karlene Kovacs, que no ten¨ªa ninguna conexi¨®n con la familia Tankleff o con el caso judicial, escuch¨® una historia en el transcurso de una cena celebrada un domingo de 1991 que la conmocion¨®. Uno de los invitados, Joseph Creedon, cont¨® de repente en la mesa que hab¨ªa participado en el asesinato de Arlene y Seymour Tankleff; que el hijo, Marty, no hab¨ªa tenido nada que ver; que tuvo un c¨®mplice en el crimen llamado Jerry Steuerman.
Por miedo, la se?ora Kovacs tard¨® tres a?os en cont¨¢rselo a un polic¨ªa retirado amigo suyo. ("Me mata pensar que dej¨¦ pasar tanto tiempo", dice ahora). ?ste fue el momento decisivo; lo que puso en marcha una secuencia de acontecimientos que acabaron, muchos a?os despu¨¦s, en la liberaci¨®n de Tankleff. Se sumaron a la causa varios abogados, algunos de ellos trabajando pro bono, y toda una cohorte de voluntarios. Y finalmente, en 2001, tras un contacto establecido por una t¨ªa de Tankleff, se sum¨®, como corresponde en todo buen thriller (Tankleff va a escribir un libro sobre sus experiencias, y no descarta que se haga una pel¨ªcula), un curtido investigador privado.
Jay Salpeter, enterado de los detalles del caso, se present¨® ante Tankleff en la c¨¢rcel y le dijo: "Si eres inocente, Marty, contr¨¢tame. Si no, no me hagas perder el tiempo". El preso le dijo que era inocente y, para convencerle, se prest¨® a una prueba del detector de mentiras, que pas¨® con ¨¦xito.
Salpeter, un polic¨ªa retirado de la ciudad de Nueva York, estudi¨® el expediente, interrog¨® a familiares de Tankleff y decidi¨® empezar tirando del hilo que le hab¨ªa proporcionado la se?ora Kovacs. Se enter¨® de que Joseph Creedon, el invitado a la cena, hab¨ªa estado varias veces en la c¨¢rcel y se puso a buscar a delincuentes que hab¨ªan sido c¨®mplices suyos. El primero con el que se encontr¨® fue un tal Glen Harris, que admiti¨® haber sido el conductor que hab¨ªa llevado a Creedon a la escena del asesinato de los Tankleff. Se neg¨® a repetirlo bajo juramento, pero, siguiendo m¨¢s pistas, Salpeter localiz¨® a un cura que le dijo que Harris le hab¨ªa confesado su participaci¨®n en el asesinato. Otro de los numerosos testigos que Salpeter logr¨® localizar le dijo que Steuerman, el ex socio que deb¨ªa dinero a Seymour Tankleff, le hab¨ªa dicho una vez -en plan bravuc¨®n- que hab¨ªa matado a dos personas.
El trabajo de Salpeter, junto al del creciente equipo de apoyo a Tankleff (reunidos todos en la p¨¢gina web martytankleff.org), no logr¨® que se reabriera el caso y que se procediese a enjuiciar a Steuerman y sus supuestos c¨®mplices. Sin embargo, fue suficiente para que empezaran a aparecer art¨ªculos en los peri¨®dicos de Nueva York y programas de radio y televisi¨®n en los que se reclamaba justicia para Tankleff. Hasta que, por fin, la enorme y a veces inhumana m¨¢quina del poder judicial no tuvo m¨¢s remedio que atender su petici¨®n y reconocer que hab¨ªa cometido un calamitoso error.
Hacia el final de dos horas de entrevista con Tankleff en un despacho de la ciudad de Nueva York, ¨¦ste abre un malet¨ªn y saca un ordenador port¨¢til. Lo enciende y entra en un archivo en el que tiene las fotos del d¨ªa de la fiesta en la que celebr¨® su libertad, tras haber ido antes al cementerio a visitar las tumbas de sus padres. Tiene que haber visto cientos de veces las fotos, que pasan autom¨¢ticamente una detr¨¢s de otra, pero las mira una vez m¨¢s, embobado como un ni?o, con una sonrisa permanentemente en los labios. A veces suelta una carcajada, a veces se?ala, sobresaltado, a gente por la que siente un especial afecto. "?Mira, mira: mi t¨ªa Marianne!". "?Mi amigo Paul!". "?Jay!". Es como si no se acabara de creer que ya est¨¢ libre; como si necesitara estas innegables pruebas oculares para constatar que es verdad.
Se acaban las fotos y, con cierta resignaci¨®n (porque si hubiera estado solo, seguramente las habr¨ªa querido volver a repasar), cierra el archivo. Pero no tarda en volver a sonre¨ªr. La c¨¢rcel no ha logrado arrebatarle, a pesar de los esfuerzos del detective McCready y del aparato judicial, una cierta ingenuidad juvenil. M¨¢s bien es como si esos 17 a?os hubieran congelado su adolescencia en el tiempo; como si con la muerte de sus padres se hubiera parado el reloj. Tankleff dice hoy, con ganas: "No hay tiempo que perder; hay que recuperar el tiempo perdido". Tiene prisa por emprender y acabar sus estudios de derecho. "Hay demasiada gente en la misma situaci¨®n en la que he estado yo, y mi tarea de ahora en adelante es hacer todo lo que est¨¦ a mi alcance para ayudarles, del mismo modo que tant¨ªsima gente, para mi enorme fortuna, me ayud¨® a m¨ª".
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