Querido personaje
Que la presencia del yo en la escritura dependa del empleo de la primera persona me parece una de las mayores simplificaciones que han campado por los desiertos del debate literario. La dicotom¨ªa entre primera y tercera persona es falsa: cualquier personaje imaginario puede esconder a un ¨¢lter ego, igual que un mon¨®logo ¨ªntimo puede basarse en artificios ficcionales. Las quir¨²rgicas terceras personas de muchas historias de O¨¦ o Coetzee, por ejemplo, transmiten una abrumadora introspecci¨®n y reflejan dolores personales. Los mon¨®logos de Lee Masters, en cambio, recrean confesiones ajenas. Pienso tambi¨¦n en la distancia brutal que Kert¨¦sz se impuso para contar, en una primera persona tan observadora y anal¨ªtica como un narrador neutral, su sufrimiento en Auschwitz y Buchenwald. La ficci¨®n no es un acto gramatical, sino moral. No depende de la apariencia de su argumento, sino de la mirada de sus voces. Por eso el narrador dispone de un arco infinito de posibilidades: desde hacer de actor de tragedias ajenas hasta ser ventr¨ªlocuo de s¨ª mismo.
Nada tengo contra esa estrategia que existe desde la literatura picaresca y que hoy denominamos autoficci¨®n. Al contrario: una de mis novelas se adscribe a ella. Pero s¨ª discrepo de las teor¨ªas que suelen legitimarla. ?Es la tercera persona m¨¢s desp¨®tica que la primera? Esta creencia constituye un t¨®pico pol¨ªtica y narrativamente correcto. Nada m¨¢s tir¨¢nico que la voz de algunas novelas donde el yo abarca el cien por cien del mundo y ese mundo resulta herm¨¦tico, restringido. Hay primeras personas tan monol¨ªticas como una tercera persona anticuada, porque fijan la realidad desde una perspectiva uniformadora y carecen de la distancia suficiente para alcanzar la sinceridad respecto a sus propios conflictos. Entendida con amplitud, la narraci¨®n omnisciente no aspira a ning¨²n ojo divino, sino a un punto de vista m¨²ltiple, basculante, pr¨®ximo a la subjetividad de cada escena. Esta certeza no concluy¨® en el siglo XIX: m¨¢s bien comenz¨® con ¨¦l. El tr¨¢nsito del XIX al XXI, m¨¢s que por el salto de la unidad al fragmento, parece marcado por el paso de la literatura g¨®tica a la eg¨®tica.
Valorar la potencia autobiogr¨¢fica de una historia implica considerar tambi¨¦n la capacidad de abstracci¨®n de autor y lector. No se trata de escribir o no sobre la propia vida, cosa que hacemos siempre de un modo u otro. La pregunta es en qu¨¦ grado, con cu¨¢nta elaboraci¨®n se hace. Y aqu¨ª interviene el elemento en mi opini¨®n m¨¢s hermoso, complejo e inolvidable de la narrativa: el personaje. Un buen personaje tiene la exactitud de un espejo (¨¦l es yo), la transparencia de un cristal (¨¦l es ellos), la ductilidad de un t¨ªtere (¨¦l es cualquiera), la improvisaci¨®n de un poema (yo no s¨¦ qui¨¦n es ¨¦l). Cabe recordar que Frankenstein, criatura moderna por antonomasia, no es solamente la obra de un individuo con ¨ªnfulas mesi¨¢nicas, sino tambi¨¦n una criatura hecha de muchas otras, de retazos ajenos. Eso le permite discutir con su creador.
Ser¨ªa interesante estudiar la relaci¨®n literaria entre solipsismo y conformismo. Laboratorio del yo y del t¨², el personaje merece una reivindicaci¨®n. Subestimarlo desde una lectura reductora y narcisista de la posmodernidad supondr¨ªa una seria p¨¦rdida. Si amar a alguien es toparse con su existencia, el personaje propone un di¨¢logo de amor con lo narrado, un hallazgo de otro dentro de uno. No hay nada m¨¢s sincero que un personaje que nos cuenta qui¨¦nes somos.
Andr¨¦s Neuman (Buenos Aires, 1977) es autor, entre otros libros, de M¨ªstica abajo (Acantilado) y Bariloche (Anagrama). www.andresneuman.com
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