Regreso a El Ejido
A comienzos de los sesenta, los campesinos almerienses que trabajaban de figurantes en los spaghetti western que se rodaban en la provincia no necesitaban disfrazarse para dar vida en pantalla a los habitantes del salvaje Oeste. Bastaba con su ropa de labor y sus rostros curtidos. El decorado era la propia naturaleza. Almer¨ªa estaba en la cola de las provincias espa?olas por renta. Era tambi¨¦n la m¨¢s despoblada. Un desierto en la periferia de Europa. Reseco, azotado por el viento y calcinado por el sol. La bicicleta y el burro eran el medio de transporte. Algunas ovejas, vi?as y patatas, el sustento. Y la emigraci¨®n, la ¨²nica salida. Almer¨ªa contaba en esa d¨¦cada con menos habitantes que en 1900. "Aqu¨ª, la posguerra se hizo eterna", relata Andr¨¦s G¨®ngora, un agricultor de la zona. Hab¨ªa que repoblar. El franquismo puso manos a la obra. El Instituto Nacional de Colonizaci¨®n reparti¨® parcelas y viviendas entre centenares de familias dispuestas a enterrarse en el poniente almeriense. La mayor¨ªa ven¨ªa de la ¨¢spera Alpujarra. Ten¨ªan poco que perder. El r¨¦gimen les mostr¨® paternalmente c¨®mo explotar la tierra. Cada avance agrario corr¨ªa como la p¨®lvora entre los colonos. Era una sociedad de aluvi¨®n, dispersa y solidaria, que convirti¨® su sacrificio en se?a de identidad.
Trabajaba toda la familia. Recog¨ªan de d¨ªa y regaban de noche. La mujer, la abuela, los hijos. Pocos fueron al colegio. "En estos campos echamos los dientes". "Hac¨ªamos los balones con sacos viejos". "Con nueve a?os ya acarre¨¢bamos tomates". "No probamos un danone hasta la mili". Recuerda aquella generaci¨®n de ni?os sin ni?ez. Era gente pobre y ruda. Excavaron pozos y exprimieron la tierra. El horizonte se cubri¨® de norias. Y el campo floreci¨®. Aparecieron las furgonetas. Y poblados en mitad de ninguna parte. En los setenta llegaron de Holanda los invernaderos. Un golpe de fortuna. Era una naturaleza a la medida del agricultor. Con enormes rendimientos. Un alto riesgo a cambio de un alto beneficio. Los colonos apostaron fuerte. Se empe?aron con las cajas de ahorro. (Hab¨ªan llegado al olor del dinero). Y cubrieron de pl¨¢stico sus fincas desde las laderas de la sierra hasta la orilla del mar. Y bajo este sol de justicia comenzaron a crecer por arte de magia cosechas de pimientos, calabacines, tomates, pepinos y melones que inundaron el invierno europeo. Millones en divisas. Y llegaron m¨¢s bancos. Y regresaron los emigrantes de Europa. Incluso los primitivos jornaleros se hicieron con un pedazo de tierra. En dos d¨¦cadas, los agricultores del poniente pasar¨ªan del asno al Mercedes. De la miseria a facturar hoy cerca de 3.000 millones de euros al a?o en hortalizas. Y surgieron miles de puestos de trabajo alrededor de la agricultura. Empresas de transporte, regad¨ªo, semillas, maquinaria, fitosanitarios. Todos prosperaron. En los a?os buenos se pod¨ªan ganar 140.000 euros por hect¨¢rea. Fue una riqueza repartida. Los ni?os fueron al colegio. Las mujeres abandonaron los invernaderos. Y los m¨¢s viejos aprendieron, por fin, a leer.
"No fue un dinero f¨¢cil como han dicho; fue un dinero r¨¢pido", aclara Enrique D¨ªez, un agricultor del Paraje de Sim¨®n de Aci¨¦n, a las afueras de El Ejido, invisible en su universo pl¨¢stico de pimientos verdes donde la camisa se pega al cuerpo en segundos y cuesta respirar. Enrique ha cumplido 51 a?os aunque aparenta m¨¢s; tiene un mostacho canoso y lleva unas polvorientas chanclas de piscina. Es propietario de un par de hect¨¢reas de tierra, pero su aspecto se ajusta a la perfecci¨®n al t¨®pico del jornalero marroqu¨ª. "Nos cost¨® muchas fatigas. Mire el calor que hace aqu¨ª dentro; en junio revienta el mercurio. A la una es imposible estar en un invernadero. Te deshidratas. Y echas aqu¨ª el d¨ªa. Cuando llega el moro que te ayuda, ya llevas una hora, y cuando se va, te quedas. Los ochenta y noventa fueron buenos. Pero la gente se endeud¨®. Y pidieron m¨¢s dinero para el apartamento en la playa y el coche. Y ahora hay que devolverlo. Han subido los intereses. Y los intermediarios nos pagan los tomates al mismo precio que hace 20 a?os. ?Cu¨¢nto le cobran a usted en Madrid por un kilo de raf?".
-No s¨¦... ?Seis euros?
-Pues a m¨ª me los compran a 30 c¨¦ntimos. Y los gastos de producci¨®n me han subido tres y cuatro veces. Los bancos son los due?os de los invernaderos. Algunos agricultores no tienen ni para sembrar.
Pero hace 20 a?os, la bola rodaba a toda velocidad. A mediados de los ochenta, el poniente almeriense comenz¨® a demandar con urgencia mano de obra extranjera. Hab¨ªa que engrasar la agricultura intensiva. M¨¢s productos. M¨¢s cosechas. Y los espa?oles ya no quer¨ªan ser jornaleros. En s¨®lo dos d¨¦cadas, la provincia que proporcionalmente m¨¢s emigrantes hab¨ªa emitido se convert¨ªa en la que m¨¢s inmigrantes necesitaba. Llegar¨ªan del otro lado del Estrecho. Hombres j¨®venes y analfabetos. De otra raza y religi¨®n. Que no hablaban espa?ol. En situaci¨®n irregular. Dispuestos a ser d¨®ciles, trabajar por lo m¨ªnimo, dormir como animales; a cambio de un futuro. El Ejido era la lanzadera del inmigrante reci¨¦n arribado a Europa. Su primer paso. Pero nadie en el poniente estaba preparado para la avalancha. Los colonos que hab¨ªan plantado cara con valent¨ªa a la pobreza trataron a los inmigrantes como simple mano de obra barata. Les condenaron a la invisibilidad y el apartheid. Ahora les tocaba apechugar a los inmigrantes.
Llegaron a miles y a mediados de los noventa comenzaron a ser visibles. Construyeron oratorios y demandaron algunos derechos. Viviendas dignas. Lucharon para reagrupar a sus familias. Y las escuelas p¨²blicas se llenaron con sus hijos. Jos¨¦ Pascual, director del colegio Sol y Mar, a¨²n recuerda a los primeros ni?os marroqu¨ªes que llegaron al centro, en 1990. Hoy, m¨¢s de un tercio de sus alumnos son extranjeros. "Hemos pasado muy malos momentos con la inmigraci¨®n. No ten¨ªamos profesores especializados. Un d¨ªa, una se?ora de aqu¨ª sac¨® a su hijo del colegio porque estaba 'lleno de moros' y empez¨® a llamar a otras madres para que hicieran lo mismo. Y me toc¨® llamarlas una por una para apagar la rebeli¨®n. No lo pod¨ªa consentir. No pod¨ªamos convertirnos en un gueto para inmigrantes. Esto debe ser una isla de convivencia para que se conozcan. La primera piedra de una sociedad intercultural y no s¨®lo multicultural".
No todos pensaban igual. Por aquel entonces, el alcalde del PP, Juan Enciso, lanz¨® su tremenda declaraci¨®n de guerra: "A las ocho de la ma?ana, todos los inmigrantes son pocos. A las ocho de la noche, sobran todos". En 2000 ardi¨® El Ejido. Explot¨® el conflicto racista. La caza del moro. Ocho a?os despu¨¦s, las heridas permanecen abiertas. Y vigentes las ra¨ªces del problema. No se ha hecho nada desde la Administraci¨®n por tender puentes entre las comunidades. Algunos hablan de bomba de relojer¨ªa. Y a¨²n m¨¢s en tiempos de crisis econ¨®mica.
La mayor cr¨ªtica que se pueda hacer a los habitantes del poniente almeriense es haber mantenido a los inmigrantes al margen de los beneficios de la agricultura del pl¨¢stico. Todos los vecinos han progresado en estos 30 a?os; no as¨ª los trabajadores extranjeros. Un ejemplo, Nureazddine, que lleg¨® a Almer¨ªa como marroqu¨ª hace 20 a?os; ya es espa?ol. Y para demostrarlo no deja de manosear el DNI durante la entrevista. Puede votar, pero sigue trabajando como jornalero en los invernaderos por 800 euros al mes. ?l no ha avanzado un cent¨ªmetro. Est¨¢ donde estaba. Tiene tres hijos. Roza los 60. Su mujer, marroqu¨ª, no consigue los papeles. Viven en un desvencijado cortijillo a las afueras de V¨ªcar por el que paga una hipoteca de 530 euros. Su aspecto es el de un mendigo. Es espa?ol. No entiende nada.
Por el contrario, no hemos encontrado en todo poniente un solo propietario de invernaderos de origen africano. En el levante, donde la tierra es m¨¢s barata, dimos con tres agricultores marroqu¨ªes. Uno de ellos, Mohamed Bentariat, de 40 a?os, tiene arrendadas dos hect¨¢reas de tomates a un espa?ol por las que paga 21.000 euros al a?o. Aspira a comprarlas. Lleg¨® hace 17 a?os desde Tetu¨¢n. Trabaja 16 horas diarias. Est¨¢ casado con una espa?ola, tiene una hija, vive en un cortijo junto a los invernaderos, conduce un Mercedes y ha contratado a un jornalero marroqu¨ª para que le ayude, al que paga 34 euros al d¨ªa (el convenio provincial del campo estipula 43,70 euros por jornada, pero nadie lo cumple, seg¨²n el Sindicato de Obreros del Campo; la versi¨®n de la patronal del campo es, l¨®gicamente, la contraria). Al igual que la mayor¨ªa de inmigrantes integrados, Bentariat es muy cr¨ªtico con la actitud de sus compatriotas en el campo de Almer¨ªa. No se mezcla con ellos: "El marroqu¨ª se merece lo que le pasa. No ahorra; no compra tierra; le gusta gastar; las putas, las cervezas, y no piensa que el dinero se acaba. Tienen que aprender, pero es gente inculta".
-?Y la gente de aqu¨ª es racista?
-Son unos paletos; no saben tratar a los extranjeros. Muchos no han salido de Almer¨ªa; saben de tomates y abonos. Tratan a la gente seg¨²n el dinero que tiene. No son racistas, son incultos.
El Ejido a¨²n es el s¨ªmbolo. El mito de El Dorado. Una oficina bancaria cada mil habitantes; un coche cada dos. La entrada de la ciudad desde Almer¨ªa est¨¢ franqueada por concesionarios de autom¨®viles. Enormes vallas publicitarias anuncian semillas y fertilizantes. El oro verde. De fondo, el edificio m¨¢s alto de Andaluc¨ªa: 104 metros. "M¨¢s que la giralda". Un censo de 80.000 vecinos, de los que un tercio son inmigrantes de 100 pa¨ªses; 15.000, de origen marroqu¨ª. Nadie sabe cu¨¢ntos sin papeles se esconden en el turbio laberinto de invernaderos. Aventuran que un ilegal por cada legal. ?Otros 25.000 extranjeros sin nombre?
Es la capital del milagro. De un territorio de invernaderos que se extiende mon¨®tonamente a lo largo de 70 kil¨®metros, desde Adra, en el extremo del poniente almeriense, hasta N¨ªjar, en el levante, sorteando la capital y rozando el aeropuerto. Trescientos kil¨®metros cuadrados de pl¨¢stico que, seg¨²n los astronautas, se reconocen desde el espacio, y lamen las puertas de las viviendas: 16.000 explotaciones. "Pl¨¢stico hasta la cocina, no hay sitio para m¨¢s", define Andr¨¦s Fornieles, un viejo agricultor sordo como una tapia que mata las tardes paseando sus ovejas entre los invernaderos de Fuente Nueva. Aqu¨ª, todo se ha supeditado al invernadero. El urbanismo, el paisaje, la econom¨ªa y las costumbres. La gallina de los huevos de oro ante la que todos se postraron. "En ¨¦poca de Felipe, esto subi¨® como la espuma del jab¨®n y vivimos muy bien; con Aznar..., se fue frenando la cosa, y ahora con Jos¨¦ Luis, no corre un duro", resume Andr¨¦s Fornieles.
-?Qu¨¦ le parecen los inmigrantes?
-Que hay de todo en la vi?a del Se?or.
El poniente almeriense no es f¨¢cil de describir. Tiene algo que aturde. Antinatural. Es un territorio sin p¨¢jaros ni ¨¢rboles en el que es imposible presenciar el paso de las estaciones. Desde la cumbre de la sierra de G¨¢dor se divisa una interminable cuadr¨ªcula gris¨¢cea, vascularizada por kil¨®metros de caminos que no conducen a ning¨²n lado. Un oc¨¦ano artificial de pl¨¢stico gris que se funde con el Mediterr¨¢neo bajo un cielo polvoriento y un sol que abrasa. En el centro, irreal, coronado de gr¨²as, El Ejido.
Un pueblo concebido en torno a una carretera, la que lleva a M¨¢laga, salida natural de sus hortalizas. La columna vertebral en torno a la cual se ha ensanchado el pueblo. Al fondo, junto a los modernos adosados, los invernaderos. Y en la salida hacia el oeste, alg¨²n paradero: los rincones donde cada madrugada los inmigrantes aguardan en penumbra que un jefe frene su furgoneta, les haga una se?a y contrate por unas horas para trabajar en un invernadero a cambio de entre 30 y 35 euros la jornada.
En los a?os cincuenta, El Ejido era menos que nada. Unos parrales, algunos cortijos dispersos y un pu?ado de agricultores. Con los invernaderos se convertir¨ªa en una r¨¦plica a la espa?ola de aquellas boom towns americanas nacidas de la fiebre del oro que surg¨ªan de la noche a la ma?ana en mitad del desierto sobre los cimientos del dinero r¨¢pido. Algo as¨ª pas¨® en El Ejido con su tsunami de cochazos, banqueros y prostitutas del Este. No fue legalmente un municipio hasta 1982. Ya ten¨ªa 30.000 habitantes.
Hoy sigue sin oler a pueblo. No tiene un barrio de tabernas. Un monumento hist¨®rico; alguna pista en sus calles que desnude sus ra¨ªces m¨¢s profundas. No hay un paseo entra?able en que se saluden los vecinos de toda la vida. Un mercado con sabor. Tampoco es El Ejido de los sucesos de 2000; ha doblado su tama?o con la fiebre del ladrillo. Hay nuevos barrios plagados de pisos sin estrenar. Un socav¨®n plagado de excavadoras anuncia el pr¨®ximo nacimiento de El Corte Ingl¨¦s. Una brillante plaza Mayor forrada en m¨¢rmol y presidida por el fara¨®nico Ayuntamiento acoge cada tarde a ni?os de origen extranjero jugando al f¨²tbol. Pero no tiene alma de pueblo. El bulevar sembrado de flores permanece desierto; a las nueve de la noche, la ciudad es un cementerio, y los barrios con m¨¢s solera, como el entorno de la c¨¦ntrica calle de Manolo Escobar (el h¨¦roe local), donde los inmigrantes africanos se han asentado, se han convertido en guetos deteriorados y aislados, en los que se vive de espaldas a la poblaci¨®n aut¨®ctona. La ropa est¨¢ tendida en las ventanas y huele a especias. Un paseo por estas calles muestra bares, barber¨ªas, carnicer¨ªas y bazares que nunca pisar¨¢n los espa?oles.
Los vecinos siguen desconfiando de los magreb¨ªes. Hablan de "inseguridad ciudadana". Est¨¢n dispuestos a formar patrullas para vigilar los invernaderos y evitar los "crecientes hurtos". "No hay trabajo y de algo tendr¨¢n que comer las criaturas", disculpa a los inmigrantes un vecino sin nombre. Otro agricultor, Juan F., con aspecto de afrik¨¢ner, no es tan civilizado. Repantingado en pantal¨®n corto en un sill¨®n de enea junto a los m¨ªseros cortijos que tiene alquilados a una docena de marroqu¨ªes, suelta sin inmutarse: "El negro es m¨¢s noble y m¨¢s leal. Cumple eso de trabajar como un negro". Y sigue: "Los racistas son ellos. No aceptan nuestras reglas. Lo primero que te suelta el moro cuando llega al invernadero es cu¨¢nto le vas a pagar; y lo primero que tiene que demostrarte es que sabe trabajar, porque yo echo muchas horas ense?¨¢ndoles y luego se largan en cuanto les arreglo los papeles".
Se masca la desconfianza entre las distintas comunidades. Entre las propias comunidades de inmigrantes. Les separan el color, la religi¨®n, la nacionalidad, la tribu. No se conocen. Nunca han hablado. No hay ni un punto de encuentro. Mientras, los vecinos con posibles se van marchando hacia Almerimar, una elegante ciudad-urbanizaci¨®n a seis kil¨®metros de El Ejido enmarcada por un campo de golf y un puerto deportivo. Han vendido sus viejos inmuebles de inmigrantes de los setenta a los inmigrantes de 2000. O los alquilan como pisos patera donde se hacinan decenas de africanos a 100 euros la cama. Lo mismo pasa con los ruinosos cortijos aislados donde se pagan 70 euros por dormir sobre un colch¨®n repugnante. "No es un racismo individual, sino colectivo", explica un agricultor que pide anonimato. "No se odia a la persona, sino al colectivo. Al individuo se le considera humano; al colectivo, no. Hay mucho paternalismo. Es muy t¨ªpico entre los agricultores decir 'los moros son muy malos pero mi morillo es muy bueno".
El Ejido es el s¨ªmbolo. La imagen en la retina. El lugar donde el racismo explot¨® el s¨¢bado 5 de febrero de 2000. La capital de los invernaderos. Pero el planeta de pl¨¢stico se materializa con toda su crudeza m¨¢s all¨¢ de sus l¨ªmites. En El Ejido se habla de los sucesos de 2000 con sordina. Nadie quiere remover el asunto. Menos a¨²n afirmar, como hace la militante de izquierdas Rosal¨ªa D¨ªez, que aquellos cuatro d¨ªas de fuego fueron "una agresi¨®n gratuita a un colectivo indefenso". "En El Ejido, lo que no se ve no existe. Y lo que no existe no da miedo. Y aqu¨ª hay un mundo oculto entre los invernaderos", describe Bego?a Arroyo, de la ONG Almer¨ªa Acoge. "?Cu¨¢ntas personas? Calculo que m¨¢s de 3.000 carecen de lo elemental".
Es necesario escapar de las calles de El Ejido. Ascender por el oeste rumbo a la sierra para sumergirse en la tragedia de la inmigraci¨®n clandestina; para hablar con los invisibles. Con los ¨²ltimos trabajadores sin derechos de la Uni¨®n Europea.
Es complicado encontrarlos. La extensi¨®n irracional de los invernaderos ha creado una retorcida geograf¨ªa de 6.000 kil¨®metros de caminos que no figuran en ning¨²n mapa. No hay indicadores. Ni referencias. No hay a qui¨¦n preguntar. Los agricultores desconf¨ªan. A medida que la inmersi¨®n es m¨¢s profunda, emergen entre los invernaderos grupos de chabolas; viejos cortijos de la colonizaci¨®n y ruinas de casetas de peones en los que se detecta que vive gente por la ropa tendida. En el coraz¨®n de pl¨¢stico, los caminos comienzan a poblarse de subsaharianos pedaleando pacientemente y magreb¨ªes cargados de garrafas que recorren kil¨®metros en soledad en busca de agua. En las balsas estancadas para el regad¨ªo figura pintado con brocha gorda: "Prohibido ba?arse". En cruces y glorietas sin nombre, muchos jornaleros esperan que alguien les contrate sentados en el bordillo. As¨ª un d¨ªa y otro. No hay un polic¨ªa en el horizonte.
Estamos en el sumidero. En el primer destino de los tripulantes de los cayucos y pateras que llegan a nuestras costas. Aqu¨ª comenzar¨¢n a pagar con sudor su sue?o europeo. Sufrir¨¢n bajo los pl¨¢sticos y vivir¨¢n como bestias hasta que logren regularizar su situaci¨®n y puedan escapar hacia un destino mejor. Puede ser Valencia o Barcelona y, m¨¢s all¨¢, Francia y B¨¦lgica. Cuando uno de ellos parte, siempre hay otro dispuesto a ocupar su puesto. Todos quieren escapar de aqu¨ª. Muchos lo han logrado... hasta ahora. Porque la crisis econ¨®mica, el regreso a los invernaderos de los inmigrantes documentados que han perdido su empleo en la construcci¨®n y de los mismos espa?oles desempleados que buscan un sobresueldo en la econom¨ªa sumergida que sumar al subsidio de paro, deja pocas posibilidades a los sin papeles de encontrar su sustento entre los pl¨¢sticos. "?ste es el primer escal¨®n; todos lo saben cuando llegan. Es duro, pero hay que pasar por ¨¦l. El problema es que esta etapa se eternice; quedar aqu¨ª atascado. Y que el inmigrante se d¨¦ cuenta de que toda su aventura ha sido un fracaso. Y que ¨¦ste es el futuro que le espera. Y se rompa. Y caiga en una enfermedad mental, en una depresi¨®n grave. Eso es muy peligroso y no se est¨¢ contemplando", explica Bego?a Arroyo.
?Fue ¨¦se el caso de Lebsir Fahim, el marroqu¨ª de 22 a?os que asesin¨® el 5 de febrero de 2000 en un barrio de El Ejido a la joven Encarnaci¨®n L¨®pez provocando la radical respuesta de los vecinos contra los inmigrantes? Despu¨¦s supimos que un psiquiatra le hab¨ªa diagnosticado d¨ªas antes del crimen "un cuadro de humor paranoide con autorreferencias y seudoalucinaciones y deseos de muerte". El informe conclu¨ªa: "Ojo, posible inicio de cuadro depresivo". El inmigrante no fue hospitalizado.
Ninguno tiene papeles. Pocos, trabajo. Viven sin luz ni agua. Comen de la solidaridad del grupo. Son hombres j¨®venes a los que han robado el amor y la dignidad. La historia de cada uno es m¨¢s triste que la del anterior. Y cada chabola, m¨¢s indigna que la precedente. Muchos han contra¨ªdo deudas para alcanzar Espa?a. Entre 2.000 y 8.000 euros. Est¨¢n en un callej¨®n sin salida. Algunos son menores de edad. Es el caso de Al¨ª, de 17 a?os, que lleg¨® a Espa?a hace dos. Con una sonrisa infantil, describe su entrada ilegal en Espa?a bajo una cami¨®n. "Me sub¨ª en T¨¢nger. Iba apoyado en las ballestas. Por la carretera ve¨ªa las cadenas del motor debajo, y si perd¨ªa el equilibrio, me destrozaban. Cuando ¨ªbamos r¨¢pido, el viento me sujetaba; pero cuando fren¨¢bamos, pasaba mucho miedo. Me resbalaba. Me sangraban las u?as. Estuve cinco horas. Me baj¨¦ en C¨¢diz. Ten¨ªa la cara negra. Me limpi¨¦, cog¨ª un taxi y le dije que me trajera a El Ejido. Le di mi ¨²ltimo dinero". Al¨ª ten¨ªa 15 a?os.
Relata su historia sin dramatismo. Ni una l¨¢grima. Como todos los marroqu¨ªes y subsaharianos que pueblan los invernaderos. Hablan sin emoci¨®n de las pateras hundidas, los ni?os ahogados, la huida de la Guardia Civil, la llega a Poniente. El trabajo en semiesclavitud. Esgrimen un asombroso fatalismo. S¨®lo les enerva la falta de trabajo. Los d¨ªas muertos. Recogiendo hierros viejos, pl¨¢sticos abandonados o pedazos de cobre para vender a los chatarreros. "Si un d¨ªa te va bien, sacas 10 euros".
Es dif¨ªcil comprender c¨®mo aguantan. Ninguno quiere volver a su pa¨ªs con las manos vac¨ªas. Hay en esa decisi¨®n una mezcla de dignidad y de cobard¨ªa. Desde estas chabolas, a medida que vayan ingresando algo de dinero, la mayor¨ªa se ir¨¢ agrupando por nacionalidades en pisos y cortijos en torno a la carretera A-1050, que une El Ejido con Roquetas de Mar. A lo largo de 20 kil¨®metros es posible comprender c¨®mo los invernaderos han hecho de esta comarca un ¨¢rea metropolitana; c¨®mo el pl¨¢stico ha fundido barrios y pueblos haciendo imposible saber d¨®nde termina El Ejido y empieza Las Norias; d¨®nde termina La Mojonera y empieza Roquetas de Mar. El final del trayecto es las 200 Viviendas de esta localidad. El maltratado barrio de inmigraci¨®n donde el pasado mes de agosto un espa?ol asesin¨® a un senegal¨¦s y a punto estuvo de provocar un conflicto racial. Muchos temen esa explosi¨®n. Y que se vaya contagiando a lo largo de esta carretera. El propietario del bar El Roc¨ªo duerme con su pistola cargada. "Paso mucho miedo. Hay bandas organizadas. Y cada vez menos dinero. Han cerrado muchos bares de chicas del Este. Estamos en crisis. Y ellos son los primeros en sufrirla".
La A-1050 nos muestra lo que es el apartheid. Ese gueto difuso en torno a El Ejido del que hablan los antrop¨®logos. Sus pisos deteriorados, los cortijos dispersos, sus bares y bazares, la explotaci¨®n de los inmigrantes por los inmigrantes. Incluso la prostituci¨®n de los m¨¢s pobres, materializada en una casucha en Cortijos de Mar¨ªn, donde tres mujeres, dos de Ghana y una de Liberia, venden su cuerpo a los subsaharianos por 10 euros. El s¨¢bado por la noche, su puerta est¨¢ repleta de las bicicletas de los clientes.
Son los nuevos parias. Pero van a seguir viniendo. En cayucos y pateras, escondidos, con papeles falsos. No hay frontera que pueda detener la pobreza. Y El Ejido es el primer pelda?o del sue?o europeo. Un buen lugar para esconderse y trabajar sin derechos. Es dif¨ªcil que lo entendamos. Menos a¨²n en mitad de una crisis econ¨®mica que les priva de todo. Pero van a seguir viniendo.
Como esa mujer nigeriana que parti¨® hacia Europa hace cinco a?os con su marido y su reci¨¦n nacido. En el camino muri¨® su hijo. Su marido la abandon¨®. Ella sigui¨®. Atraves¨® el S¨¢hara. Lleg¨® a Marruecos embarazada de gemelos. Trabaj¨® en T¨¢nger hasta pagar el pasaje en una patera para los tres. Lo consigui¨®. A unos metros de la costa de Marruecos, la patera se hundi¨®. La mujer alcanz¨® nadando la orilla. Sus ni?os perdieron la vida. Durante cuatro a?os pidi¨® limosna para conseguir un nuevo pasaje. Cuando le preguntaban por qu¨¦ no desist¨ªa, contestaba: "Mirar a Europa es mirar al futuro; y mirar ?frica es mirar al pasado. Y desde este lugar me cuesta mucho m¨¢s retroceder que seguir adelante". Esa mujer subi¨® a una patera el pasado mes de agosto con direcci¨®n a Almer¨ªa. El Ejido era su destino. Muri¨® ahogada junto a otros 30 sin papeles. No lleg¨® a paladear el sue?o europeo.
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