El silencio de Aza?a
Despu¨¦s de pronunciar el famoso discurso de 1938 en el Ayuntamiento de Barcelona que conclu¨ªa con "paz, piedad, perd¨®n", Manuel Aza?a, uno de los m¨¢s extraordinarios oradores del siglo XX, no volvi¨® a tomar en p¨²blico la palabra. Este obstinado silencio de quien segu¨ªa siendo el presidente de la Rep¨²blica espa?ola, de quien, pese al conflicto, segu¨ªa encarnando la legalidad en un pa¨ªs desgarrado por la guerra fratricida en la que hab¨ªa desembocado una asonada militar, primero fracasada y, luego, instrumentalizada por las potencias totalitarias del momento, ha sido objeto de no pocas interpretaciones, casi siempre desfavorables al pol¨ªtico y al intelectual que inspir¨® gran parte de las instituciones de uno de los pocos reg¨ªmenes democr¨¢ticos con los que ha contado Espa?a. Se le acus¨® de cobard¨ªa, de no haber estado a la altura de lo que exig¨ªa su cargo, de no haber comprendido las corrientes de fondo que sacudieron una ¨¦poca y que, seg¨²n se dec¨ªa entonces, exig¨ªan un apoyo sin reservas al pueblo que hab¨ªa decidido hacer frente a los militares sublevados con las armas en la mano.
Se escondieron tras la Rep¨²blica para decir que hab¨ªan luchado por una causa incontestable
Que el presidente de una Rep¨²blica agredida por su Ej¨¦rcito y por las tropas enviadas por Hitler y Mussolini -Aza?a sol¨ªa referirse a la guerra como invasi¨®n extranjera- hablara de paz y de piedad ten¨ªa sentido. ?Pero c¨®mo entender que, adem¨¢s, hablara de perd¨®n? ?De qui¨¦n hacia qui¨¦n? ?Era la Rep¨²blica la que se lo conced¨ªa a los rebeldes y a los espa?oles que simpatizaban con ellos o, por el contrario, era a algunos de ¨¦stos, a los espa?oles condenados a muerte por tribunales populares sin ninguna legitimidad o directamente asesinados en los paseos, a quienes Aza?a y, a trav¨¦s de Aza?a, la Rep¨²blica les ped¨ªa perd¨®n? ?O se refer¨ªa Aza?a a ambas cosas, en la confianza de que, en el fondo, esta iniciativa acabar¨ªa por poner las cosas en su sitio, haciendo que cada asesino tuviera que enfrentarse a la responsabilidad del concreto asesinato que hubiera cometido y decidir si aceptaba o no la desesperada salida pol¨ªtica y moral que le ofrec¨ªa el presidente de la Rep¨²blica?
Los militares rebeldes y sus panegiristas difundieron desde el primer momento la consigna de que la Rep¨²blica y la revoluci¨®n eran lo mismo, tratando de encontrar as¨ª, por la v¨ªa de la mentira y la fabulaci¨®n interesada, una justificaci¨®n a una decisi¨®n como la suya, que no ten¨ªa ninguna. De ah¨ª la insistencia de Aza?a y de tantos otros dirigentes republicanos en separar la Rep¨²blica de la revoluci¨®n, de ah¨ª sus desesperados intentos de que la Rep¨²blica evitase con la ley en la mano los desmanes que la revoluci¨®n comet¨ªa con las armas en la suya. Y de ah¨ª, tambi¨¦n, la desolada constataci¨®n de Aza?a: las fuerzas que la Rep¨²blica necesitaba para sofocar la revoluci¨®n, escribi¨®, se han levantado contra la Rep¨²blica, dej¨¢ndola por dos veces indefensa.
Pero es probable que su desesperaci¨®n hubiera sido m¨¢s profunda de haber tenido tiempo de saber que, no s¨®lo los militares rebeldes y sus panegiristas, sino tambi¨¦n los dirigentes que apoyaron los tribunales populares y los paseos, acabaron defendiendo que Rep¨²blica y revoluci¨®n eran lo mismo. La justificaci¨®n que buscaban era sim¨¦trica a la de los golpistas, pero, en cualquier caso, otra justificaci¨®n para lo injustificable: esos dirigentes de la revoluci¨®n se escondieron detr¨¢s de la Rep¨²blica para poder decir que hab¨ªan luchado por una causa incontestable, la de un r¨¦gimen democr¨¢tico agredido; en realidad, lucharon por otras causas, con las que el paso del tiempo ha sido despiadado.
El resultado fue un pa¨ªs sembrado de cad¨¢veres, en el que, adem¨¢s, acabaron compartiendo sepultura espa?oles que, en vida, tuvieron un comportamiento ejemplar y espa?oles que, antes de ser asesinados, persiguieron, denunciaron o, incluso, dieron muerte a otros compatriotas. Los vencedores decidieron al t¨¦rmino de la Guerra Civil honrar a sus muertos declar¨¢ndolos "ca¨ªdos por Dios y por Espa?a", aun sabiendo, como sab¨ªan, que lo ¨²nico que de verdad les un¨ªa era haber muerto a manos de la revoluci¨®n, no necesariamente su fe en Dios ni su idea de Espa?a. Y, cuando su triunfo era absoluto, cometieron la vileza de seguir matando y enterrando en la misma sepultura a espa?oles que tuvieron una vida ejemplar y a espa?oles que, antes de enfrentarse a un pelot¨®n de fusilamiento, ellos mismos hab¨ªan formado parte de otros. La idea de tratarlos como "ca¨ªdos por la libertad y la democracia" fue posterior, y no se ajusta a la realidad m¨¢s que el eslogan del franquismo, sin que eso impida repudiar la forma execrable en la que todos fueron asesinados.
El silencio de Aza?a trat¨® de interpelar sin resultado a sus compatriotas de entonces, seguramente recordando con melancol¨ªa su deseo de que alguna vez sonara la hora de que los espa?oles dejaran de fusilarse unos a otros. Tal vez ese silencio interpela ahora a los ciudadanos de un r¨¦gimen democr¨¢tico, de un r¨¦gimen sometido a la ley, y es a ellos a quienes corresponde desentra?ar su sentido.
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