Stanley por los suelos
El Museo se encuentra en el Monte Ngaliema, una comuna de la capital congolesa, en un terreno de las Fuerzas Armadas, y desde lo alto de esta elevaci¨®n se divisa -un espect¨¢culo soberbio- el gran r¨ªo africano en todo su esplendor, con las dos capitales -Kinshasa y Brazzaville- contempl¨¢ndose la una a la otra desde las dos orillas.
All¨ª, en el mismo terrapl¨¦n erizado de frondosos mangos, palmeras y flamboyanes, se oculta bajo la verdura y las ramas una gran estatua ecuestre del Rey de los Belgas, Leopoldo II, de luengas barbas rastrilladas y envuelto en una voluminosa capa que semeja un h¨¢bito. El jinete parece contemplar con nostalgia el para¨ªso que fue suyo -se lo regalaron en 1885 las grandes potencias-, que convirti¨® en un infierno y que al fin, por su codicia y crueldad, perdi¨®. La estatua, id¨¦ntica a la que se luce en una plaza de Bruselas, estaba antes en el centro de Kinshasa, pero cuando el dictador Mobutu lanz¨® su campa?a de "africanizaci¨®n" del Congo (al que rebautiz¨® Zaire), fue tra¨ªda a este discreto refugio donde s¨®lo la ven los escasos visitantes del museo.
Stanley es el explorador que m¨¢s se parece a los h¨¦roes de la novela picaresca
Su conservador, Monsieur Zola ("Como Emile Zola", me precisa, cuando se presenta) me muestra la colecci¨®n casi a oscuras, porque la ciudad sufre uno de sus frecuentes cortes de luz. No importa: la penumbra da una dimensi¨®n misteriosa y fantasmal, de apariciones, a estas m¨¢scaras, estatuillas, tambores, instrumentos musicales, fetiches, urnas funerarias, lanzas, tejidos y adornos de una gran variedad de grupos ¨¦tnicos africanos. La colecci¨®n es notable pero ¨¦ste es el local menos aparente para exhibirla, porque es estrecho y los objetos se amontonan y estorban unos a otros. Adem¨¢s, las termitas van corroy¨¦ndolos, pues son de madera y Monsieur Zola carece de presupuesto para protegerlos. Me dice que estantes enteros han desaparecido ya en las mand¨ªbulas de esos insectos voraces.
En el exterior, nos muestra una barca de metal aherrumbrado y agujereado en la que naveg¨® por el r¨ªo Congo el primer europeo, el explorador Stanley, fundador de esta ciudad, a la que puso el nombre de Leopoldville, en 1881. La ruina que vemos no es la famosa Lady Alice, la barca de madera, desarmable en cinco partes, que Stanley acarre¨® desde Zanz¨ªbar en 1876 a hombros de cargadores y en la que descendi¨® el r¨ªo Congo desde Kindu hasta aqu¨ª (m¨¢s de 3.000 kil¨®metros de recorrido), y que qued¨® abandonada en las cercan¨ªas de Matadi, en los Montes Cristal, cuando el explorador y lo que quedaba de su cuerpo expedicionario diezmado por las pestes, el hambre y las lanzas de las aldeas que pillaba, se encontraron con las siete cataratas que les impidieron seguir navegando y continuaron rumbo al Atl¨¢ntico a pie.
Un momento despu¨¦s, Monsieur Zola nos se?ala al propio Stanley, mutilado y derribado por los suelos. La estatua, de bronce verdoso descolorido, es enorme, debe tener unos tres metros de altura. Ha sido cercenada a la altura de los tobillos, y las botas, los pies y la base arrojados a unos pasos de la averiada figura. Stanley aparece en una postura lastimosa e inc¨®moda, con un brazo levantado que, se dir¨ªa, implora la clemencia del cielo. O, tal vez, lanza una imprecaci¨®n contra su mala suerte y la humillante situaci¨®n en que se encuentra. Ten¨ªa mal car¨¢cter y cuando estallaba en explosiones de rabia se volv¨ªa cruel, como sab¨ªan los nativos a los que bale¨® y despanzurr¨®, quemando sus aldeas y pasando a cuchillo a sus habitantes cuando se negaban a suministrarle provisiones o braceros para esas expediciones (hom¨¦ricas, hay que decirlo) en las que, en condiciones indecibles, recorri¨® arriba y abajo todo el ?frica Central. Ahora, petrificado y tendido en este basural, parece totalmente inofensivo y digno de l¨¢stima, tanto que r¨¢pidas lagartijas de ojos viv¨ªsimos se pasean alegremente por su cuerpo y anidan en sus entra?as.
Entre todos los grandes exploradores brit¨¢nicos del siglo XIX, Stanley es el que m¨¢s se parece a los h¨¦roes de la novela picaresca. Su biograf¨ªa es casi imposible de establecer por la mir¨ªada de fabulaciones con que la disfraz¨®. Durante buena parte de su vida se hizo pasar por estadounidense pero era brit¨¢nico, pues hab¨ªa nacido, en 1841, en el pueblecito gal¨¦s de Denbigh, de madre soltera y padre alcoh¨®lico. Pas¨® su infancia en un hospicio y, de adolescente, se las arregl¨® para llegar a Nueva Orle¨¢ns, donde un hombre de negocios, Henry Hope Stanley, le tom¨® cari?o y lo ayud¨®. Adopt¨® entonces el nombre de Stanley, pues el suyo era John Rowlands. Luch¨® en ambos bandos en la guerra civil norteamericana y luego hizo carrera de periodista cubriendo las contiendas de 1860 entre los indios y los pioneros que extend¨ªan la frontera del Oeste. Gracias a esas cr¨®nicas lo contrat¨® The New York Herald, que lo envi¨® de corresponsal con una fuerza expedicionaria inglesa desplegada en Abisinia, donde consigui¨® muchas primicias para su peri¨®dico.
Pero su fama vino con su expedici¨®n de 1871-1872 en busca de otro famoso explorador, el m¨¦dico y misionero Dr. Livingstone, que andaba desaparecido por el ?frica Oriental desde hac¨ªa cinco a?os. Stanley lo encontr¨®, en noviembre de 1871, en el peque?o asentamiento de Ujiji, a orillas del lago Tanganika, y se dirigi¨® a ¨¦l con la pregunta que se volver¨ªa m¨ªtica: "Doctor Livingstone, I presume?". Estuvieron cuatro meses juntos, pero Livingstone se neg¨® a regresar a Inglaterra y falleci¨® en ?frica, de 60 a?os, a orillas del lago Bengwelu. Stanley, que se hizo rico y c¨¦lebre con esta proeza, realiz¨® otra todav¨ªa mayor en 1874, cruzando todo el Congo hasta la desembocadura del r¨ªo de este nombre en el Atl¨¢ntico. Entonces, Leopoldo II lo contrat¨® y el gal¨¦s se convirti¨® en un instrumento neur¨¢lgico de las ambiciones coloniales del soberano belga. Lo ayud¨® a sentar las bases del Estado Libre Asociado del Congo, construyendo caminos, tendiendo los rieles del ferrocarril entre Boma y Kinshasa y firmando "contratos" con los jefes y caciques de las tribus de orillas del gran r¨ªo en los que ¨¦stos ced¨ªan sus tierras al "rey civilizador" y se compromet¨ªan a darle hombres para que trabajaran en las obras p¨²blicas as¨ª como en la extracci¨®n del caucho, las pieles y el marfil. Entre todos los sistemas coloniales montados por Europa en el ?frica, el del Congo fue el m¨¢s inhumano: el primer genocidio del siglo XX.
Curiosamente, ni en Kinshasa, ni en las localidades del Bajo Congo -Matadi, Boma y Mbanza Ngungu-, ni en el extremo oriental del pa¨ªs, la regi¨®n de los Kivu, escuch¨¦ palabras de rencor contra Stanley. Por el contrario, en muchos sitios me hablaron de ¨¦l con simpat¨ªa, como de una gloria nacional. En Matadi, un funcionario de una (imaginaria) oficina de turismo me llev¨® a ver, en las afueras de la ciudad, en un codo del r¨ªo, el lugar donde estuvo la choza donde vivi¨® Stanley y el primer embarcadero que construy¨®. En Boma, todos los lugare?os se?alan al forastero c¨®mo llegar al gigantesco baobab, de cientos de a?os de existencia seg¨²n la voz popular, en el que el explorador excav¨® un refugio, que fue su casa y que todav¨ªa se puede visitar. Salvo a una persona -era un intelectual- tampoco escuch¨¦ en los 15 d¨ªas que pas¨¦ all¨¢ a ning¨²n congol¨¦s despotricar contra los a?os coloniales y responsabilizarlos de las miserias y padecimientos que sufre el pa¨ªs. ?Generosidad y grandeza de esp¨ªritu? Tal vez, o, acaso, un presente tan terrible que ha borrado de la memoria colectiva las atrocidades del pasado.
La colina donde est¨¢ el museo de Monsieur Zola es bell¨ªsima. Repleta de ¨¢rboles, por donde uno mira se encuentra con un paisaje que quita el habla. Y, sin embargo, ni siquiera este paraje se libra de ese aire de ruina, decadencia y letargo que se advierte por doquier, en las calles y arrabales de Kinshasa, en la deforestada campi?a que baja hacia el Atl¨¢ntico, en las antiguas localidades que fundaron los primeros colonos a orillas del Bajo Congo, o, en el otro conf¨ªn del inmenso pa¨ªs, en el oriente de los grandes lagos, donde las guerras intestinas, las epidemias, las invasiones, los saqueos y violaciones, hacen vivir a millones de personas una pesadilla cotidiana. Como si una de esas maldiciones apocal¨ªpticas de la Biblia hubiera ca¨ªdo sobre el Congo cubri¨¦ndolo de ruina, pobreza, tristeza y aislamiento.
A unas pocas decenas de metros del museo, el gran anfiteatro que se construy¨® durante la dictadura de Mobutu y en el que alguna vez hubo conciertos y espect¨¢culos est¨¢ abandonado, comido por la humedad, y la vegetaci¨®n asoma entre las hendiduras de lo que fueron sus grader¨ªos. En el parque que lo rodea hubo un zool¨®gico. Ahora las jaulas est¨¢n vac¨ªas y la casa de Mobutu, pillada, desvencijada y convertida en un cascar¨®n por una multitud enloquecida de furor. Unas horas despu¨¦s veo otro de los palacetes del tirano, construido a orillas del r¨ªo, que ha sufrido una suerte parecida. Pero no s¨®lo las casas del megal¨®mano s¨¢trapa est¨¢n as¨ª. Todo Kinshasa, todo el Congo da la impresi¨®n de haber sido v¨ªctima de un cataclismo. Las notas de color y alegr¨ªa las ponen los vestidos de las mujeres, amarillos, azules, verdes, floreados, las sombrillas de colores con que se protegen del sol y la airosa manera del caminar de las muchachas que llevan bultos y canastas en las cabezas. Van como desliz¨¢ndose sobre las pistas arenosas, la cabeza en alto, erguidas, y hay en su andar, en su soltura y su elegancia, una bocanada de vida entre tanta ruina, miseria y desperdicios.
? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2008. ? Mario Vargas Llosa, 2008.
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