Gente incorrecta
El otro d¨ªa acud¨ª con mi libreta a la oficina bancaria: quer¨ªa sacar alg¨²n dinero. Frecuento esa oficina, donde hay un empleado amable y bien humorado, que casi se ha vuelto amigo y con el que hablo de eso de lo que hablan siempre los amigos: de todo y de nada al mismo tiempo. En esa ocasi¨®n ¨¦l no estaba, de modo que recurr¨ª a su compa?era. Declar¨¦ mi intenci¨®n de sacar dinero y ella, antes de nada, me pidi¨® el carnet de identidad. Prefer¨ª pasar por alto que me conoc¨ªa de sobra, que me hab¨ªa visto all¨ª infinidad de veces, haciendo operaciones insignificantes mientras charlaba con mi amigo. Y prefer¨ª pensar que, al pedir que me identificara, custodiaba mejor mis fondos. Despu¨¦s de contrastar mi identidad resolvi¨® que no era un caco y me entreg¨® el dinero. Lo curioso es que al tener los billetes en la mano renunci¨¦ a contarlos, los met¨ª en el bolsillo interior de la chaqueta y me largu¨¦. S¨®lo despu¨¦s, en la calle, y mientras el fr¨ªo de noviembre azotaba mis mejillas, me puse a contar la pasta, al tiempo que musitaba: "Ugarte, eres un imb¨¦cil".
Ni el poder p¨²blico ni el poder econ¨®mico se molestan en ser corteses con nosotros
Era un imb¨¦cil porque, de no corresponder el dinero entregado con el cargo en la cuenta, ya no podr¨ªa protestar: aquella tard¨ªa comprobaci¨®n era ya in¨²til. La se?orita, desde su trinchera bancaria, declinar¨ªa toda responsabilidad. Y con raz¨®n, porque la culpa de no haber hecho la comprobaci¨®n a tiempo no era suya, sino del depositario, que hab¨ªa recibido el dinero sin cerciorarse de nada.
Hemos sido educados en normas de urbanidad que moldean nuestra verg¨¹enza y edifican nuestra decencia. Nos han grabado a fuego principios de estricta cortes¨ªa, y la cortes¨ªa impone mostrar confianza ante cualquier extra?o, al menos ante cualquier extra?o que no se acerque hacia nosotros con un cuchillo o un lanzallamas. Un cort¨¦s imperativo nos lleva a tratar a los dem¨¢s con la misma delicadeza con que tratamos a nuestros seres queridos. Por supuesto, nadie lleva su conducta hasta ese extremo, aunque reconocemos, de alg¨²n modo, que ese ser¨ªa el criterio esencial.
Pero la cortes¨ªa que nos merecen los seres humanos no deber¨ªa extenderse a las personas jur¨ªdicas, en concreto, a instituciones y empresas. El poder p¨²blico, por definici¨®n, desconf¨ªa de la ciudadan¨ªa. De otro modo no se explica que cualquier paso que damos en la jungla burocr¨¢tica exija mareas de papel: solicitudes, alegaciones, certificaciones, autorizaciones o permisos. Del mismo modo, la empresa privada no tiene con nosotros el m¨¢s m¨ªnimo gesto de confianza: hipotecas inmobiliarias, tasaciones, avales, garant¨ªas, recibos... todo exige comprobaci¨®n previa y constancia escrita. S¨ª, la educaci¨®n hace que las personas intentemos ser corteses, pero ni el poder p¨²blico ni el poder econ¨®mico se molestan en ser corteses con nosotros.
Cuando acud¨ª a sacar dinero, el banco, por principio, desconfi¨®. Pero yo confi¨¦ en ¨¦l recibiendo el dinero sin contarlo. Y es que el dinero da como verg¨¹enza, la misma verg¨¹enza que nos inspira cobrar a un amigo hasta el ¨²ltimo c¨¦ntimo de una deuda informal: la cortes¨ªa nos lleva a admitir el redondeo, a evitarnos ambos la molestia de una liquidaci¨®n exacta. Muy distintos son los bancos o la Hacienda: nos liquidan hasta el ¨²ltimo y miserable c¨¦ntimo, y contabilizan los minutos o los segundos de demora para imponernos recargos o intereses, aunque ¨¦stos se reduzcan a un monto infinitesimal.
Y es que los bancos y las administraciones p¨²blicas, los financieros y los diputados de hacienda, son as¨ª de ordinarios, burdos y ramplones. Son, en fin, as¨ª de cutres. O, como dir¨ªa mi abuela: gente descort¨¦s, gente incorrecta.
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