La chimenea de los Nabokov
1 - Me fui de Saint-Nazaire, en la costa atl¨¢ntica francesa, pero segu¨ª pensando en la ciudad, concentr¨¢ndome todo el rato en ella, como resisti¨¦ndome a dejarla. Y la atenci¨®n misma que le segu¨ªa dispensando hizo que me fuera hundiendo en su historia. Suele ocurrirme en muchos viajes. El verdadero inter¨¦s por un sitio comienza a llegarme tiempo despu¨¦s de haberlo visitado. As¨ª las cosas, tampoco fue tan extra?o que recibiera una carta del ingeniero de caminos Javier Rui-Wamba, donde me comunicaba que acababa de leer "las memorias de Vladimir Nabokov, que concluyen precisamente en Saint-Nazaire, donde aquel personaje extraordinario y escritor excepcional se embarc¨® rumbo a Nueva York dejando para siempre atr¨¢s nuestra vieja y atormentada Europa".
Javier Rui-Wamba es uno de los art¨ªfices de la rehabilitaci¨®n de la base de submarinos nazis de Saint- Nazaire. Al recibir su carta, tuve de golpe la sensaci¨®n de no haber abandonado todav¨ªa aquel cuarto del Hollyday Inn Express, situado enfrente mismo de la antigua base; la sensaci¨®n de seguir all¨ª, pero ahora m¨¢s desahogado, como si hubiera dado un gran paso hacia ese "mundo libre de la intemporalidad" del que sol¨ªa hablar Nabokov.
Y ahora, como si continuara en el Hollyday, sigo viendo la bella c¨²pula que se construy¨® en el techo del gigantesco b¨²nker y desde la que puede verse el gran estuario del Loira. Y sigo oyendo el Bolero de Ravel, que escucho ya para siempre en compa?¨ªa de Echenoz. Y luego, ya en el cuarto del hotel, miro desde la ventana hacia la izquierda y veo la extensa d¨¢rsena y, m¨¢s all¨¢, los astilleros en los que, reanudando una tradici¨®n de Saint-Nazaire que la guerra clausur¨®, se construyen nuevamente los grandes paquebotes que un d¨ªa ir¨¢n a Am¨¦rica. Miro el paisaje naval y recuerdo que en Ravel, la novela de Echenoz, hay un transatl¨¢ntico, France, a bordo del cual viaja Ravel a Nueva York. Es un paquebote al que le quedan todav¨ªa nueve a?os de actividad por delante -nos informa Echenoz- "antes de ser vendido a los japoneses para su desguace. Buque almirante de la flota que realiza la traves¨ªa transatl¨¢ntica, es una masa de acero remachada por cuatro chimeneas, una de ellas decorativa, bloque de doscientos veinte metros de largo y veintitr¨¦s de ancho, construido veinticinco a?os atr¨¢s en los Astilleros de Saint-Nazaire-Penho?t".
2 - En Habla, memoria, la autobiograf¨ªa de Nabokov a la que se refer¨ªa Rui-Wamba, hay un barco que tambi¨¦n va a Am¨¦rica, el Champlain, y en ¨¦l una sola chimenea -blanca- en lugar de las cuatro que sabemos que hab¨ªa en el de Ravel. Esa chimenea le trajo problemas a Nabokov cuando el departamento de control de The New Yorker quiso cambiar algo del fragmento que iban a avanzar de Habla, memoria y trat¨® de modificar ciertos detalles de la descripci¨®n del transatl¨¢ntico en el que el escritor, huyendo de los nazis, se embarc¨® con su mujer, Vera, y su hijo Dmitri hacia Am¨¦rica en 1939.
Por seguir una costumbre de la casa -en The New Yorker les gust¨® siempre modificar los relatos de sus colaboradores; John Cheever era muy divertido hablando de esa man¨ªa del peri¨®dico-, pretendieron cambiarle el color a la chimenea, lo que provoc¨® una carta de Nabokov, donde les dec¨ªa que, deseando seguir permaneciendo absolutamente fiel a la visi¨®n que ten¨ªa de su pasado personal, no pod¨ªa cambiar el color de la chimenea, aunque si fuera necesario pod¨ªa omitir mencionarlo: "Puesto que estoy absolutamente seguro (igual que mi esposa y mi hijo) de que la chimenea era blanca, s¨®lo puedo suponer que la pintaron de blanco por orden de las autoridades militares de Saint-Nazaire y que se tomaron esa libertad con la chimenea del Champlain sin dar parte a la sucursal americana de la l¨ªnea francesa".
Entre muchas otras, son formidables en Habla, memoria las dos p¨¢ginas finales, cuando Nabokov narra el descenso con Vera y Dmitri hacia el muelle de Saint-Nazaire. Antes, se han paseado por un peque?o jard¨ªn geom¨¦trico de la ciudad, su ¨²ltimo jard¨ªn en Europa. Ese jard¨ªn fue un lugar que tuvo que estar situado cerca de aqu¨ª, a la izquierda de mi ventana del Holliday, y que, como todo en Saint-Nazaire, qued¨® arrasado durante la guerra. Si me concentrara, podr¨ªa hasta ver a los Nabokov en el momento de iniciar el descenso por una ininterrumpida hilera de casas que se interpone entre ellos y el puerto. El padre vigila los pasos del ni?o, que est¨¢ medio enfermo y a¨²n no sabe si podr¨¢n subirlo al barco, rumbo a la libertad. Se adivina, al fondo de la escena, una poes¨ªa secreta, tal vez el arte mismo. "En Saint-Nazaire, en 1939, en el lugar donde el ojo encontraba toda clase de estratagemas, desde ropa interior azul claro y rosa haciendo equilibrios en la ropa tendida (...), se pod¨ªa distinguir, entre los confusos ¨¢ngulos de techos y paredes, una blanca y espl¨¦ndida chimenea de barco que asomaba por detr¨¢s del alambre de ropa tendida, a la manera de ese elemento de la compleja ilustraci¨®n que, una vez localizado, no puede ya dejar de ser visto".
Al darle color a esa oculta chimenea que esperaba a los Nabokov en el ¨²ltimo muelle, el escritor quiere sugerirnos que el arte que se esconde detr¨¢s de la vida puede estar reserv¨¢ndonos, cuando entremos en la ¨²ltima imagen mortal, otra estampida de conciencia tan intensa como el estallido original de la mente. Parece como si Nabokov quisiera decirnos que algo podr¨ªa ocurrir si un d¨ªa logr¨¢ramos distanciarnos del mundo marcado por el tiempo humano: el estallido, por ejemplo, de un arte y una armon¨ªa ocultos en las cosas, incluso en las peores, vigilando la vida con ternura paternal y conduci¨¦ndonos desde un jard¨ªn hacia el mundo libre de la intemporalidad, hacia el blanco donde todos los caminos convergen.
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