La carcajada de ?gueda
Cuando entr¨® en el bar, en lo ¨²ltimo que pensaba era en ¨¦l.
Se hab¨ªa levantado a las siete de la ma?ana, hab¨ªa hecho el desayuno, hab¨ªa discutido con su hija, le hab¨ªa dejado hecha la comida, hab¨ªa llegado con tiempo de sobra a la parada del autob¨²s, el autob¨²s hab¨ªa llegado tarde, se hab¨ªa metido corriendo en el metro, hab¨ªa hecho dos trasbordos sin dejar de correr, hab¨ªa trabajado por la ma?ana, hab¨ªa aprovechado la hora de la comida para hacer recados, hab¨ªa engullido un bocadillo de pie en cinco minutos, hab¨ªa trabajado por la tarde, y luego otra vez el metro, un trasbordo, otro, la parada del autob¨²s, el autob¨²s llegando tarde y, en la mitad del trayecto, sus amigas. Vamos a quedar, anda, que hace mucho que no hablamos, una copa r¨¢pida y a casa... Por un lado estaba cansad¨ªsima, pero por otro estaba cansada de estar cansad¨ªsima. Medit¨® un instante cu¨¢l de los dos cansancios la abrumaba m¨¢s y decidi¨® quedar, bueno, dentro de un cuarto de hora, ?d¨®nde?, d¨®nde siempre... Y donde siempre, es decir, donde nunca sol¨ªa estar, apoyado en la barra, estaba ¨¦l. Al verle, sinti¨® una pereza infinita, pero su buena educaci¨®n pudo m¨¢s, as¨ª que fue hacia la barra, le salud¨®, le devolvi¨® dos besos, ?c¨®mo est¨¢s?, bien, ?y t¨²?, bien tambi¨¦n, estupendo, s¨ª, t¨®mate algo, no, prefiero sentarme en una mesa, he quedado con ¨¦stas, ah, ?s¨ª?, claro, pues luego nos vemos, vale, hasta luego...
?gueda se quit¨® el abrigo, se sent¨® en una butaca, llam¨® al camarero, le pidi¨® un cubata, encendi¨® un pitillo y, sin necesidad de mirar a la barra, un octavo o noveno sentido le advirti¨® de que ¨¦l la estaba mirando. Ella hab¨ªa estado muy, muy, pero que muy enamorada de ese hombre, y lo primero que le sorprendi¨® fue su propia serenidad, una calma tan profunda y repentina que, desde fuera, podr¨ªa incluso parecer indiferencia. No lo era, porque la herida le dol¨ªa, y ya contaba con que, probablemente, le doler¨ªa siempre. Los amores que acaban pueden llegar a ser terribles, tr¨¢gicos, devastadores e incluso rid¨ªculos, pero el recuerdo de su plenitud, por muy breve que haya sido, permanece para siempre en un lugar sonrosado y caliente, una aterciopelada esquina de la memoria. Los amores peores son los que nunca han empezado, ?gueda lo sab¨ªa bien, y lo sab¨ªa gracias a ¨¦l, que quiz¨¢ hab¨ªa sido el m¨¢s enamorado de los dos, pero nunca hab¨ªa sabido qu¨¦ hacer con ¨¦l, con ella, con todo, con nada.
Ella hab¨ªa invertido muchas horas, d¨ªas, semanas, meses enteros, en intentar descifrar lo indescifrable, y hab¨ªa elaborado docenas de hip¨®tesis, ordenando los factores m¨¢s diversos -edad, clase social, nivel de ingresos, car¨¢cter, ambiente familiar, trayectoria, aficiones, estado de salud, preferencias sexuales, desenga?os previos, problemas psicol¨®gicos, miedo al compromiso, disfunciones repentinas- para desordenarlos y volver a combinarlos entre s¨ª, una y otra vez, y no hab¨ªa logrado entender qu¨¦ le pasaba. De jovencita le hab¨ªan prevenido contra los hombres, le hab¨ªan advertido de que cualquiera es capaz de cualquier cosa por un buen rollo, pero ¨¦ste, ni eso, y eso que los rollos del principio hab¨ªan salido mejor que bien. Estupendamente. Y sin embargo, y mientras tanto, sin ser consciente de haber dejado de pensar en ¨¦l, lo hab¨ªa logrado, o, mejor, se hab¨ªa aburrido. Aquella tarde, al encontr¨¢rselo en la barra, comprendi¨® que su estado ten¨ªa que ver m¨¢s con el aburrimiento que con ninguna otra cosa. Su vida era demasiado complicada, demasiado trabajo, demasiado cansancio, demasiados gastos, demasiadas obligaciones, como para no aburrirse del juego de las miraditas y los mensajitos, de los besos fugaces y las frases a medias, como si tuvieran doce a?os.
Eso fue lo que pens¨®, que ya no ten¨ªan doce a?os, y por fin movi¨® la cabeza y vio que ¨¦l la miraba con ojos l¨¢nguidos, las pesta?as entornadas, un brillo turbio en las pupilas, el gesto sombr¨ªo, concentrado, una tristeza melanc¨®lica en su manera de beber, de fumar, de acodarse en la barra como Bogart en Casablanca, todo eso vio y apenas se lo pudo creer. Qu¨¦ pena, ?gueda, dec¨ªan aquellos ojos, aquella boca, aquella cara de ni?ato compungido que reclamaba su atenci¨®n con gestos calculados de una virilidad dolorida y sensible, qu¨¦ pena...
-La madre que te pari¨® -dijo en voz alta, y pens¨® que tal vez la hubiera o¨ªdo, y despu¨¦s pens¨® que mejor, y luego ya no pudo pensar nada m¨¢s.
La primera carcajada fue ruidosa, profunda. Al contemplarla, ¨¦l frunci¨® las cejas, y ella celebr¨® su extra?eza con una cascada de risas sostenidas, menores, pero tan constantes que cuando por fin llegaron sus amigas le dol¨ªa el est¨®mago de tanto re¨ªrse. Al cont¨¢rselo, por fin llor¨®, pero de risa, aunque ¨¦l no pudo verlo.
Por si acaso, hab¨ªa salido corriendo.
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