Prosa caminada
Me pongo las zapatillas de deporte y me echo encima una gabardina ligera y ya tengo todo el equipo que necesito para el deporte civilizado de la caminata. Caminar es un vicio saludable que se alimenta de s¨ª mismo y que es gratuito, que lo empuja a uno a salir del sedentarismo de su cuarto de trabajo y re¨²ne al mismo tiempo todas las ventajas confortadoras del h¨¢bito y las recompensas de la novedad y hasta de una cierta y casi nunca peligrosa aventura. Caminar una hora al d¨ªa a paso vivo mantiene el cuerpo ¨¢gil y la inteligencia despierta y lo lleva a uno mucho m¨¢s lejos de lo que suele imaginarse. Sales a la calle en la media ma?ana cristalina y fr¨ªa de invierno y eliges un itinerario tan conocido que es como si los pasos mismos te guiaran, pero el espect¨¢culo que encuentras es siempre distinto, y si hay esquinas, fachadas, perspectivas que se repiten, tambi¨¦n hay pormenores en los que hasta ahora no hab¨ªas ca¨ªdo en la cuenta, o cambios s¨²bitos que sucedieron ayer mismo. Las caras de siempre repiten instant¨¢neas de vidas que son familiares aunque uno no vaya nunca a asomarse a ellas. Pero son muchas m¨¢s las caras desconocidas, las apariciones nuevas y fugaces, las novelas posibles que aparecen y desaparecen y nadie contar¨¢. En la barandilla de la estaci¨®n del metro un hombre con un gorro de piel alinea como cada ma?ana sus pollitos de peluche, y junto a ellos un trozo de cart¨®n en el que est¨¢ marcado el precio modest¨ªsimo de cada pollito as¨ª como la inusitada nacionalidad del vendedor: Soy de Afganist¨¢n. Se entiende as¨ª el gorro, la tez de la cara, la barba blanca, el perfil, y uno se pregunta, mientras pasa a su lado cada ma?ana con el remordimiento de no comprarle uno de sus pollitos de colores, por qu¨¦ caminos este hombre habr¨¢ llegado de Afganist¨¢n hasta Madrid. Otra ma?ana, en otra caminata, lo he visto de espaldas, andando despacio y cargado con una peque?a mochila en la que guardar¨¢ su mercanc¨ªa, y he tenido la tentaci¨®n de seguirlo. Pero va muy lento, no se sabe si desalentado por el exilio y por las escasas posibilidades de su negocio diminuto o recre¨¢ndose en el sol del invierno, y en cualquier caso lo propio de la caminata es no detenerse en ning¨²n detalle singular ni en ning¨²n indicio de historia por prometedor que parezca, pues al cabo de unos pocos pasos habr¨¢ otra que reclame la atenci¨®n de la mirada y la no menos importante del o¨ªdo. Caminando deprisa se atraviesan conversaciones igual que encrucijadas de calles; conversaciones verdaderas y completas y con mucha frecuencia mitades de conversaciones y mon¨®logos deslenguados y estramb¨®ticos de gente que gesticula con un m¨®vil pegado a la oreja, o m¨¢s extra?amente con el auricular del m¨®vil oculto en el o¨ªdo, de modo que parece que la declaraci¨®n de amor o la ri?a conyugal o las instrucciones burs¨¢tiles que uno escucha al pasar son en realidad los delirios de un lun¨¢tico. Alcanzo y luego voy dejando atr¨¢s a un par de hombres j¨®venes con traje y corbata que hablan del trabajo de uno de ellos: el sueldo oficial no es gran cosa, pero venturosamente hay una gran parte de la paga que se recibe en dinero negro. Es sorprendente el n¨²mero de personas que hablan por la calle igual que si estuvieran en una habitaci¨®n cerrada. "T¨² a m¨ª no me has querido nunca", dice una mujer a mi lado, en un sem¨¢foro en rojo, un mech¨®n de pelo y unas gafas oscuras tap¨¢ndole casi del todo la cara, la voz ronca, quebrada por el tabaco y el llanto, el m¨®vil y el cigarrillo en la misma mano.
Hubo una ¨¦poca en la que no sal¨ªa a caminar si no iba conectado al walkman y luego al iPod. Pero privarse de los sonidos de la calle es un desperdicio tan grande como el de los regalos de la vista. Una ma?ana, sumido en la riada de gente que sal¨ªa del metro y abr¨ªa paraguas para hacer frente a una lluvia inh¨®spita, comprend¨ª que era absurdo estar intentando no s¨®lo abrirme paso y encontrarle sentido al mareo de tantos est¨ªmulos diversos sino tambi¨¦n disfrutar de la Chacona de Bach tocada briosamente por Hilary Hahn. O Bach o el pulso acelerado de la calle. O el recogimiento de la m¨²sica o la embriaguez l¨²cida de ox¨ªgeno y de endorfinas deparada por el ejercicio f¨ªsico. Bien es verdad que otra vez sub¨ª no s¨¦ cu¨¢ntos kil¨®metros Broadway arriba llevado por la orquesta de Duke Ellington tan sin esfuerzo aparente como si llevara unas suelas met¨¢licas de caminante de tap dance.
Uno imagina a veces un tipo de escritura que tenga el equilibrio entre libertad y prop¨®sito que hay en una buena caminata: un impulso r¨ªtmico hacia delante y al mismo tiempo un dejarse llevar por las divagaciones y las incitaciones que se van encontrando. El cuento del caminante es el m¨¢s antiguo del mundo, y quiz¨¢s contiene el c¨®digo cifrado de la condici¨®n peregrina de una especie que no hab¨ªa dejado sin ocupar ning¨²n rinc¨®n accesible de la Tierra cuando a¨²n no ten¨ªa otro medio de locomoci¨®n que sus pasos.
A¨²n no hemos nacido y ya hacemos el movimiento de caminar en el vientre de nuestra madre: lo explica el escritor y caminante ingl¨¦s Geoff Nicholson en un libro que yo he le¨ªdo estos d¨ªas, con ese sentimiento de amplitud gozosa y tranquila y met¨®dica aventura que tenemos algunas veces al caminar o al leer. El libro se titula The Lost Art of Walking, y es, en poco m¨¢s de doscientas cincuenta p¨¢ginas, una sabrosa peregrinaci¨®n por la historia, la literatura, la ciencia, hasta por el cine y la fotograf¨ªa y la m¨²sica pop y los blues, en busca de testimonios de caminatas memorables y de explicaciones sobre la fisiolog¨ªa y la psicolog¨ªa de ese ejercicio que es el m¨¢s elemental de todos y sigue siendo el m¨¢s universal y uno de los m¨¢s gozosos. Nicholson escribe con igual erudici¨®n acerca de la primera caminata hacia el Polo Sur y de los primeros pasos humanos sobre la Luna, del Jud¨ªo Errante de las leyendas medievales y de esos mani¨¢ticos que tienen a gala haber recorrido una por una todas las calles innumerables de Nueva York; de perderse en un desierto de Australia y en las calles sin aceras que ascienden sinuosamente por las colinas de Los ?ngeles; de las caminatas met¨®dicas de Albert Speer por el patio de la prisi¨®n de Spandau y de las que se daba Eric Satie para ir componiendo su m¨²sica, deteni¨¦ndose a veces bajo una farola de gas para garabatear en su cuaderno las notas de una melod¨ªa. Caminar y escribir acaban siendo aspectos del mismo oficio ambulante: "El ritmo de las palabras es el de la caminata, y el ritmo de la caminata es el del pensamiento". Salgo a la calle con mis zapatillas de deporte y mi gabardina y la lectura me da energ¨ªa en los talones y me agudiza la atenci¨®n: camino m¨¢s r¨¢pido para volver antes y seguir leyendo.
The Lost Art of Walking: The History, Science, and Literature of Pedestrianism. Geoff Nicholson. Riverhead. 288 p¨¢ginas.
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