Soledad en fiestas
-?Le importa si me siento aqu¨ª?
La anciana que me habla lleva un abrigo de piel y va muy arreglada. Sus enormes pendientes y su maquillaje parecen formar parte de la decoraci¨®n de fiestas del paseo de Sant Joan, como adornos de un ¨¢rbol de Navidad ambulante. Estamos a 29 de diciembre, y en el aire flota el tufo de la resaca de la felicidad.
-No tiene que preguntar -respondo-. La banca es p¨²blica.
La mujer se sienta y contempla a mi beb¨¦ en su cochecito. En realidad, apenas puede verlo. El ni?o va forrado contra el fr¨ªo con una chaqueta, una manta, una capucha, un gorro. S¨®lo se distingue su nariz asomando por encima del chup¨®n.
-?Qu¨¦ guapo es! -comenta ella, como si tuviera rayos X en los ojos-. Yo tengo un nieto igual.
Llevar un beb¨¦ te convierte en ciudadano decente. La gente se te acerca y te habla
Tener un beb¨¦ te convierte en un ciudadano decente. La gente se te acerca por la calle y te habla. Los vecinos en el ascensor te cuentan su vida. Las madres en los parques comparten contigo la dieta de sus peque?os. Un beb¨¦ transmite el mensaje de que no eres un psic¨®pata o un degenerado. Y, por lo tanto, cancela tu c¨®moda soledad de barrio.
-Yo tengo tres nietos -contin¨²a la mujer-. Pero dos viven en Galicia y uno en Madrid. Es que mi hijo es arquitecto, y seg¨²n ¨¦l, el trabajo en Madrid est¨¢ mejor pagado. Pero yo no estoy tan segura. En Barcelona hay mucho arquitecto tambi¨¦n ?verdad? Y est¨¢ Gaud¨ª...
A partir de la segunda oraci¨®n, dejo de prestar atenci¨®n a las palabras de mi inesperada visitante. Para no ser maleducado, cada medio minuto aproximadamente emito se?ales de seguir en contacto:
-Ya... claro... pues s¨ª...
-Mi hija siempre fue mucho m¨¢s cari?osa, pero a ella tambi¨¦n se la ha llevado el trabajo. De todos modos, hablamos siempre por tel¨¦fono. O llama ella o llamo yo. A veces se pone el peque, pero ¨¦l todav¨ªa no habla. Me va a hacer una ilusi¨®n cuando diga "abuela"... O por lo menos "abu"...
-Me imagino, s¨ª.
Los peatones recorren el paseo cargados con paquetes y bolsas. Sin duda, se ponen al d¨ªa de los regalos olvidados, de los parientes y amigos de segunda fila. Los ni?os presumen de juguetes nuevos, vestidos todos con ropa nueva, como si hubiesen cambiado de piel. De los balcones cuelgan Pap¨¢s Noel, como ladrones escalando las fachadas. El esp¨ªritu navide?o carga el aire como electricidad est¨¢tica. De repente, percibo que la mujer ha dejado de hablar. Me vuelvo para ver si sigue sentada a mi lado. Y s¨ª. Ah¨ª est¨¢:
-Le estoy dando el tost¨®n ?verdad? -me dice preocupada.
-No, claro que no -miento. Animada por mi dudoso apoyo, ella retoma el interminable hilo de sus pensamientos.
-Yo me retir¨¦ hace ya 10 a?os. Y mi marido muri¨® poco despu¨¦s. Qu¨¦ pena, porque no conoci¨® a sus nietos. ?l no habr¨ªa permitido que la familia estuviese separada en estas fechas. ?l naci¨® en Sig¨¹enza, y se vino a Barcelona de joven. Durante a?os, apenas vio a su familia. Pero en navidades, s¨ª. Todas las navidades iba a Sig¨¹enza. O sus padres ven¨ªan.
-Ya.
-No lo habr¨ªa permitido -repite ella.
Creo notar un matiz de amargura en su voz, toda la que permiten las normas del trato con desconocidos.
Tomo consciencia de que es hora de irme. En realidad, ni siquiera deb¨ªa haberme sentado. S¨®lo quer¨ªa digerir a solas toda la comida, todas las sonrisas y toda la vida social de estas fechas. Pero no s¨¦ c¨®mo decirle a la mujer que ya me voy. Parece muy entretenida con su mon¨®logo.
-?A usted, le gusta la Navidad? -me pregunta.
-Qu¨¦ remedio. Tengo un hijo.
-Es muy guapo -concluye ella, como si cerrase el c¨ªrculo. Yo aprovecho el momento para levantarme y mascullar una respuesta en el l¨ªmite de la amabilidad. Ella se despide del beb¨¦ y se encamina hacia Travessera de Gr¨¤cia. Camina lentamente, y me pregunto si tambi¨¦n se sentar¨¢ en la pr¨®xima banca a buscar conversaci¨®n. No lo hace. S¨®lo se aleja entre las luces y las figuras de Pap¨¢ Noel. Antes de darme cuenta, se ha disuelto en la penumbra de diciembre.
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