Visi¨®n del campo
Que el campo es ese lugar donde los animales pasean crudos es frase archiconocida que cada uno atribuye a quien le parece (algo que ocurre con casi todas) y que demuestra, aparte del alejamiento de las sociedades europeas actuales del mundo del que surgieron, el desprecio que ¨¦stas sienten por todo lo que no sea tecnolog¨ªa y modernidad. Algo que viene ya de muy lejos, del tiempo en el que las ciudades se erigieron en modelos de convivencia y vitalidad, y que se ha acentuado al correr del tiempo, especialmente en los pa¨ªses que, como el nuestro, todav¨ªa arrastran ciertos complejos relacionados con su pasado agr¨ªcola y campesino.
Hechos como el de negar su esencia, reduciendo su inter¨¦s al mero vacacional o al excursionista de los capitalinos, incluso su existencia como tal (cuando los pol¨ªticos hablan de los ciudadanos, o de la ciudadan¨ªa, est¨¢n reduciendo la poblaci¨®n del pa¨ªs ¨²nicamente a la de las ciudades, dejando al resto en un limbo extraling¨¹¨ªstico), o de que un escritor de ¨¦xito declare p¨²blicamente que, cuando en una novela aparece una oveja, autom¨¢ticamente deja de leerla (lo que se contradice con su admiraci¨®n declarada por El Quijote, obra que, como todos sabemos, est¨¢ llena de reba?os y pastores) son s¨®lo ejemplos de esa animadversi¨®n que mucha gente demuestra por todo lo que no sea moderno, concepto que circunscriben al mundo de la ciudad.
El desprecio conduce a la ignorancia y ¨¦sta, unida a cierto provincianismo, al rid¨ªculo
Como sucede con tantas cosas, el desprecio conduce a la ignorancia y ¨¦sta, unida a cierto provincianismo, ese mal tan presente entre nosotros, al rid¨ªculo a menudo.
As¨ª, cuando la reportera de este peri¨®dico escribe en una noticia: "... avanzaba (la presidenta de Madrid) decidida entre tupidos matorrales, desniveles amenazantes y excrementos de conejo" para describir la visita de aqu¨¦lla, junto con su compa?ero de la Comunidad Valenciana y un concurrido s¨¦quito de periodistas, a una peque?a loma cercana a Aranjuez para ver el socav¨®n producido por las obras del AVE en un terreno pr¨®ximo, no lo est¨¢ haciendo menos (el rid¨ªculo, quiero decir) que la propia presidenta de Madrid, que subi¨® con zapatos de tac¨®n, o que su hom¨®logo valenciano, que lo hizo con traje y corbata, como si fuera a una reuni¨®n de gobierno.
Cualquiera que lea el texto sin saber c¨®mo era la colinita en cuesti¨®n pensar¨ªa que se trataba de toda una monta?a con precipicios aptos s¨®lo para escaladores.
Los tupidos matorrales, por su parte, quedan en la fotograf¨ªa reducidos a unos matojos que mueve el viento (quiz¨¢ el producido por los motores de los todoterrenos en los que llegaron todos), mientras que los excrementos de conejo no se ven, l¨®gicamente, pero uno duda de que existieran siquiera, dados los antecedentes y la cada vez menor abundancia de ellos en una comunidad taladrada de autopistas, corredores de ferrocarril, t¨²neles y urbanizaciones.
As¨ª que el resultado es una fotograf¨ªa que muestra a un hombre y a una mujer, ¨¦l con traje y con corbata y ella ataviada como acostumbra, esto es, con zapatos de tac¨®n, pa?uelo de seda al cuello y ropa cara de marca, se?alando con sus manos (cada uno en una direcci¨®n, por cierto) uno de esos mont¨ªculos pelados que recorren la geograf¨ªa meridional de Madrid y, al fondo, el socav¨®n causa de su presencia all¨ª.
Nada que ver con los amenazantes desniveles, los tupidos matorrales que apenas dejan andar y los omnipresentes excrementos de conejo, se?al del salvajismo del lugar.
Durante mucho tiempo, en la filmograf¨ªa y el teatro nacionales, el paleto era un personaje que llegaba a la ciudad vestido con faja y boina y se quedaba parado en medio de una glorieta mirando con la boca abierta el tr¨¢fico de los coches y de los peatones por las aceras. Paco Mart¨ªnez Soria, primero, y Alfredo Landa, despu¨¦s, encarnaron como nadie esa figura tan espa?ola afortunadamente desaparecida de nuestro imaginario cultural.
?ltimamente, sin embargo, la figura del paleto pueblerino ha sido sustituida por la contraria, la de ese habitante de la ciudad (el ciudadano al que se dirigen todos los pol¨ªticos) que, cuando sale de ella, adopta una actitud de aventurero, visti¨¦ndose como si lo fuera incluso para ir a las afueras de su barrio, o, al rev¨¦s, prolonga sus costumbres y su atuendo, convirti¨¦ndose de esa manera en una anomal¨ªa extravagante en el paisaje, como el antiguo paleto reci¨¦n llegado del pueblo lo era en el de la ciudad. Tanto uno como otro desentonan en el medio, bien sea por lo rid¨ªculo, bien sea por lo ina-propiado, y los dos conforman una figura cada vez m¨¢s habitual en nuestra geograf¨ªa nacional.
Es lo que tiene esta sociedad cada vez m¨¢s ignorante y nuevo-rica, este pa¨ªs que se cree el m¨¢s urbano de todos por m¨¢s que se le siga viendo el pelo de la dehesa a poco que se desmonta y en el que quien m¨¢s, quien menos, confunde modernidad con provincianismo, como esos dos personajes de la fotograf¨ªa del socav¨®n madrile?o y como la periodista que relata su aventura en t¨¦rminos que para s¨ª quisiera cualquier explorador de nuevas tierras o cualquier viajero por ?frica.
Julio Llamazares es escritor.
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