Elogio de la amabilidad
Cada vez estoy m¨¢s convencida de que los humanos cambiamos poco con la edad. Me parece por una vez cierto un dicho popular: "Genio y figura hasta la sepultura". Sufrimos casi siempre un deterioro ("no maduramos, nos pudrimos", postulaba hace a?os, muchos, antes de convertirse en uno de los mejores editores del mundo hispano, Jorge Herralde), pero poco cambiar¨¢ nuestro modo de ser, nuestro car¨¢cter. S¨ª, en cambio, suelen variar nuestra ideolog¨ªa, nuestras costumbres, nuestros gustos, y en consecuencia eso que llamamos un poco pomposamente "nuestra escala de valores".
De joven -a mis 20, a mis 30, incluso a mis 40 a?os-, no se me hubiera ocurrido hacer un elogio de la amabilidad. Ni a m¨ª, ni a los j¨®venes de entonces, ni a los j¨®venes de hoy.
Hace posible la convivencia humana y la supervivencia de los m¨¢s d¨¦biles
En la primera etapa de la vida se aprecia el atractivo externo (?con cu¨¢nta frecuencia, al hablar de alguien, es esta cualidad la primera que mencionamos?, ?cu¨¢ntas veces se a?ade entre las razones que hacen dolorosa una muerte, sobre todo si se trata de una muchacha o de un ni?o, lo guapo que era?), la habilidad en el deporte, en el baile, en hacer que las actividades sean divertidas, el valor f¨ªsico, la simpat¨ªa, y tambi¨¦n, es cierto, la inteligencia, un talento determinado para algo, la originalidad.
Para que valoremos la bondad (la bondad real, la ¨²nica v¨¢lida, que, al igual que el aut¨¦ntico amor, no cabe confundir con la tonter¨ªa, sino que requiere, al menos en los humanos -el amor de los animales, para m¨ª y para otras personas tan importante, discurre por cauces distintos-, una dosis importante de inteligencia) deben transcurrir unos a?os, tenemos que haber llegado a comprender que, sin la presencia de algunos "hombres buenos", la vida, en este inh¨®spito planeta que nos ha ca¨ªdo en suerte, ser¨ªa insufrible, pues s¨®lo ellos mantienen la m¨ªnima dosis de comprensi¨®n, de inter¨¦s por los dem¨¢s y de generosidad (verg¨¹enza me da a?adir "de solidaridad", tan deteriorada ha quedado esta palabra por el abuso y el mal uso que se ha hecho de ella, pero no encuentro otra para sustituirla, ?y era, es, de todos modos, tan hermosa!) que hace posible la convivencia humana y la supervivencia de los m¨¢s d¨¦biles.
Y tienen que transcurrir unos a?os m¨¢s, tal vez estar ya cerca de la vejez, saberse m¨¢s fr¨¢gil, m¨¢s vulnerable, m¨¢s necesitado de los otros, para apreciar de veras la amabilidad -pariente pr¨®xima muchas veces de la bondad-, m¨¢s all¨¢ de formulismos rid¨ªculos y de los manuales de urbanidad de nuestros abuelos. Que, al salir de casa, el portero te dedique una sonrisa o un gru?ido; que el taxista te salude amable y te permita elegir entre el silencio, una buena m¨²sica, una conversaci¨®n agradable, o te condene a escuchar a todo trapo la Cope, un partido de f¨²tbol o su intercambio de insultos obscenos con los conductores que se cruzan en su camino; que otros pasajeros te cedan el asiento o te aparten a empujones de la puerta del metro o el autob¨²s; que los camareros, los dependientes -y no digamos los fun-cionarios- te atiendan cordiales o te condenen a la invisibilidad, son peque?as cosas que le cambian el color y la m¨²sica al d¨ªa, que modifican nuestro estado de ¨¢nimo, aumentan o disminuyen nuestra calidad de vida.
La amabilidad tiene mayor valor para los d¨¦biles, porque necesitan m¨¢s de ella, al ser menos capaces de valerse por s¨ª mismos.
Esto lo descubre una, con distintos grados de amargura -si se a?aden unas gotas de buen humor es m¨¢s sopor-table-, al ingresar en esa espantosa etapa de la vida que antes llam¨¢bamos vejez y ahora llamamos tercera edad. Los j¨®venes no saben lo que significa envejecer, y el significado que adquiere la amabilidad, y c¨®mo a veces la necesitamos y les necesitamos.
Pero tal vez el caso extremo de indefensi¨®n dentro de la vida que consideramos normal (o sea, dejando a un lado las c¨¢rceles, los manicomios, las guerras, las cat¨¢strofes) se d¨¦ en las consultas de los m¨¦dicos y en los grandes centros hospitalarios, sean p¨²blicos o privados. Muy fuerte tiene uno que ser para, ante la enfermedad propia o la de un ser querido, no sentirse perdido e inerme en los pasillos y las salas de espera o de urgencias, donde con frecuencia nadie te dice nada, ni te explica nada, ni parece verte siquiera. En ese estado de indefensi¨®n total, una palabra alentadora, un gesto cari?oso, puede atenuar tu ansiedad y serte m¨¢s ¨²til que los conocimientos del m¨¢s sabio de los doctores del centro.
Si alg¨²n d¨ªa tengo que someterme a una operaci¨®n de alto riesgo, lo tengo claro: no recurrir¨¦ al mejor especialista mundial, me pondr¨¦ en las manos de un m¨¦dico que una, a la competencia en el oficio, una fuerte dosis de humanidad. Del m¨¢s cari?oso, del m¨¢s bondadoso, del m¨¢s amable, en definitiva.
Esther Tusquets es escritora.
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