Bienaventurados los mansos
Yo tuve una vez un ni?o negro. Destaco el color porque eran muchas las veces en que me quedaba hipnotizada mir¨¢ndole su piel chocolate, ters¨ªsima y brillante despu¨¦s de que le pusiera crema protectora: "aunque la leyenda dice que los negros no nos quemamos", dec¨ªa el ni?o sabiondo, "tenemos la piel muy sensible". Este ni?o inesperado era mucho m¨¢s cari?oso que nuestros ni?os blancos de toda la vida. Nuestros ni?os blancos observaban con resentimiento a ese nuevo ni?o que se dejaba besar y que mostraba un abierto entusiasmo por todo, por las gambas, por el jam¨®n, por la tortilla de patatas. Nuestro ni?o negro no fue un ni?o deseado; se podr¨ªa decir, m¨¢s bien, que se trat¨® de una de esas situaciones absurdas que uno no busca, pero tampoco rechaza. No le dar¨¦ m¨¢s misterio a la historia, la cuento: durante un a?o trabaj¨® en mi casa como limpiadora una guineana enigm¨¢tica que nos trataba con afecto, distancia y mano de hierro. Se invent¨® un pasado: hab¨ªa venido a Espa?a para que trataran a su hijito de una enfermedad que en Guinea se presentaba incurable. El tiempo nos revel¨® otro: no hab¨ªa habido tal enfermedad, ella hab¨ªa huido de su pa¨ªs despu¨¦s de haber sido polic¨ªa durante muchos a?os. Cuando supe de su antiguo oficio comprend¨ª todo, la perezosa contundencia f¨ªsica con la que limpiaba, como si estuviera por encima del trabajo que le hab¨ªa tocado en suerte. Ahora, en mi recuerdo, aparece siempre vestida de uniforme; mi inconsciente percibi¨® que no era la bata de limpieza lo que le correspond¨ªa a su envergadura, sino un uniforme y una pistola en la cadera. Lo curioso es que su ni?o hab¨ªa asumido con obediencia la mentira materna y se recreaba en ella, reviviendo un pasado de ni?o enfermito de un pa¨ªs pobre. Y nosotros, felices de ver tan sana a una criatura que casi regres¨® de la muerte. Entonces lleg¨® el verano. A pesar de que nosotros quer¨ªamos con pasi¨®n a nuestros ni?os blancos, tambi¨¦n disfrut¨¢bamos de los escasos beneficios de las separaciones: ese momento en que los ni?os se marchaban con los ex y nos repanting¨¢bamos en el sof¨¢ a recrearnos en una perezosa melancol¨ªa. Un d¨ªa se me ocurri¨® preguntarle a mi imponente limpiadora d¨®nde dejaba al ni?o cuando ven¨ªa a trabajar. Ella me respondi¨® parcamente: se queda solo. Me pareci¨® tan inconcebible que le dije que se lo trajera. Vino. Le llevamos de paseo, le puse crema en la cara y nos cog¨ªa de la mano con una intensidad que emocionaba. La cosa se li¨®. Se qued¨® a dormir una noche, dos, el mes entero. Nos coloniz¨® nuestro mes de libertad. ?ramos unos colonizados felices, pero a la vez sorprendidos. No sab¨ªamos c¨®mo hab¨ªamos llegado a ese punto. Quisimos tener (siquiera) una semana de libertad, pero nuestro ni?o negro llor¨® hasta rompernos el coraz¨®n. Llor¨® sin gimoteos, en silencio, como se llora cuando los sentimientos son hondos, y unas l¨¢grimas gordas como uvas les resbalaron por la cara. El resultado fue que su madre se tom¨® unas vacaciones y nosotros nos convertimos en los canguros de nuestra se?ora de la limpieza. Semejante historia dio mucho juego a nuestros amigos, que a¨²n se est¨¢n riendo. Cuando ven¨ªan a casa, compart¨ªan mesa con el nuevo ni?o, que a poco que te descuidaras hab¨ªa hecho desaparecer el plato de jam¨®n. Aunque ¨¦l nos confes¨® que no le gustaban las visitas: "estamos mejor los tres solos". De aquello, ?qu¨¦ qued¨®? Nada. Madre e hijo desaparecieron de nuestras vidas. Ahora ser¨¢ un adolescente que habr¨¢ perdido, como todos, parte de su brillo y su genialidad verbal -"Lo que m¨¢s me gusta de la vida es el olor de los l¨¢pices en septiembre; lo que menos, c¨®mo me miran algunas personas"-, y habr¨¢ olvidado que un verano quiso ser nuestro hijo (¨²nico). Hay que admitir que algunas personas somos propensas a vernos superadas por situaciones absurdas. Carne de ca?¨®n. Estos d¨ªas me he acordado de aquella fugaz adopci¨®n leyendo un libro de mi admirado Alan Bennett, La dama de la furgoneta. El escritor ingl¨¦s acogi¨® en 1971 a Miss Shepherd, una vagabunda, y su furgoneta en el patio trasero de su casa para protegerla del hostigamiento de unos macarras, y lo que iba a ser un ocasional refugio se convirti¨® en el hogar de la dama durante quince a?os, hasta que sali¨® de all¨ª para descansar en paz. El libro es el diario de esa convivencia, bien conocida por los lectores ingleses, porque Miss Shepherd se convirti¨® en un personaje popular que aparec¨ªa en muchos de sus escritos. Cuenta Bennet que al principio daba explicaciones a los amigos de la presencia de aquella exc¨¦ntrica en su jard¨ªn, pero con el tiempo se cans¨® de hacerlo y simplemente asumi¨® que aquella locaria ego¨ªsta y sentenciosa nunca se marchar¨ªa. Es c¨®mico observar c¨®mo Bennet pasa de la irritaci¨®n a la resignaci¨®n, como si la bondad nunca hubiera intervenido en los cuidados que le brind¨® a la dama. La cita reveladora de William Hazlitt que encabeza el libro lo explica todo: "El buen car¨¢cter, o lo que a menudo se considera tal, es la m¨¢s ego¨ªsta de las virtudes; nueve de cada diez veces es un mero temperamento indolente". Cu¨¢ntas veces hemos intuido eso de alguien que pasa por buena persona. No es bueno, pensamos, es manso. Pero como es un pensamiento mezquino, nos lo reservamos.
Algunas personas somos propensas a vernos superadas por situaciones absurdas. Somos carne de ca?¨®n
El buen car¨¢cter, o lo que a menudo se considera como tal, es la m¨¢s ego¨ªsta de las virtudes
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