Islas moment¨¢neas de felicidad
Uno quisiera ser capaz de escribir alguna vez un cuento a la manera de John Cheever. Un cuento no muy largo, entre diez y quince p¨¢ginas, sin un argumento muy preciso aunque con personajes que dieran en seguida una impresi¨®n a la vez de rareza y de familiaridad, con una voz narradora cercana a ellos pero tambi¨¦n poseedora de secretos que ellos ignoran y que los lectores no llegar¨¢n a conocer del todo, una voz que mantendr¨¢ el mismo tono c¨¢lido en la tercera que en la primera persona. El punto de partida no ser¨¢ muy llamativo; la superficie de la historia se mantendr¨¢ tersa hasta el final; habr¨¢ observaciones agudas sobre los gestos y los sentimientos de las personas, instant¨¢neas sobre un paisaje o sobre la luz de una ciudad que tendr¨¢ una precisi¨®n tr¨¦mula de polaroids; y poco a poco, seg¨²n avance el relato, lo que parec¨ªa una observaci¨®n realista de hechos comunes se habr¨¢ convertido en una f¨¢bula ligeramente siniestra o del todo pavorosa, o fant¨¢stica, y la claridad primera de los prop¨®sitos y de las vidas habr¨¢ derivado de manera m¨¢s o menos visible hacia un abismo de ruina. En esas diez o quince p¨¢ginas cabr¨¢ el arco entero de un destino; habr¨¢n sido la cr¨®nica de unos personajes suspendidos desde ahora en un recuerdo sin tiempo y sin embargo servir¨¢n como testimonio de una ¨¦poca reci¨¦n pasada y ya remota.
Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sent¨ªa que su vida era una equivocaci¨®n, un pecado
John Cheever muri¨® en 1982, pero su literatura pertenece a unos a?os que se han quedado mucho m¨¢s lejos, los cincuenta, sobre todo, que ahora, gracias al cine, se han vuelto modernos; los a?os cincuenta en Estados Unidos, no la torva prolongaci¨®n de la posguerra en la que algunos de nosotros nacimos. Cada ¨¦poca parece elegir la revisi¨®n visual de un pasado, la nostalgia de un periodo particular cuyos pormenores se vuelven poco a poco familiares en las pel¨ªculas y acaban filtr¨¢ndose en parte a la vida cotidiana: despu¨¦s de The hours y Far from heaven los cincuenta han regresado plenamente a la imaginaci¨®n contempor¨¢nea con el ¨¦xito de Revolutionary Road; y junto a las faldas de vuelo de campana, los c¨®cteles y los cigarrillos, los coches de carrocer¨ªas fantasiosas, las amas de casa perfectamente peinadas y frustradas, vuelve tambi¨¦n una parte de la literatura americana de entonces, al mismo tiempo que aquellos muebles y l¨¢mparas que ya nos parec¨ªan antiguos en los tebeos de nuestra infancia. Richard Yates, que muri¨® pobre, olvidado y alcoh¨®lico en 1992, ha regresado a los anaqueles de novedades de las librer¨ªas gracias a la celebridad cinematogr¨¢fica de Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Cuando John Cheever muri¨® estaba en la plenitud de su prestigio, y si con los a?os su figura se hab¨ªa desdibujado un poco, su vuelta tiene en los ¨²ltimos tiempos el vigor de una resurrecci¨®n, de un ingreso perdurable en las historias de la literatura.
Dos tomos de sus historias y novelas acaban de aparecer en la formidable Library of America, lo cual equivale a una cierta canonizaci¨®n. Un volumen suculento de sus diarios que ya se hab¨ªa publicado en los a?os noventa vuelve a editarse en bolsillo. Y la ¨²ltima novedad es una biograf¨ªa de casi ochocientas p¨¢ginas escrita por Blake Bailey, que tambi¨¦n, por cierto, es el bi¨®grafo de Richard Yates. La cultura literaria en Estados Unidos adquiere un aire cada vez m¨¢s crepuscular, seg¨²n van debilit¨¢ndose la palabra escrita y el h¨¢bito de la lectura, y los fantasmas tienen una presencia m¨¢s poderosa que los vivos: en The New Yorker de esta semana la rese?a de la biograf¨ªa de Cheever viene firmada por John Updike, que debi¨® de enviarla muy poco antes de morir.
Dice Updike: "Sus protagonistas errantes se mueven, en sus fr¨¢giles simulacros suburbanos del Para¨ªso, de una isla de moment¨¢nea de felicidad amenazada a otra". En la vida americana los simulacros de para¨ªso, suburbanos o no, tienen una vehemencia m¨¢s exagerada que en ninguna otra parte, y uno no sabe qu¨¦ le asombra m¨¢s, si la distancia entre el simulacro y la realidad o el fervor con que las personas que lo practican se empe?an en cre¨¦rselo, o al menos en fingir que no se dan cuenta de su inverosimilitud. Hay una perfecci¨®n americana de las apariencias que ya es en s¨ª misma una forma ¨ªntimamente exasperada de sinceridad; una impostura sostenida tan de coraz¨®n que parecer¨ªa miserable desconfiar de ella. Uno la reconocer¨ªa en las fotos familiares de John Cheever aunque no supiera nada de los horrores negros de su vida, aunque no hubiera le¨ªdo el testimonio extraordinario de su hija Susan -Home before dark- o explorado esas p¨¢ginas de los diarios en las que uno siente que est¨¢ vulnerando secretos demasiado tristes y s¨®rdidos, respirando el aire t¨®xico de un pozo. En algunas fotos la familia Cheever exhibe una normalidad tan perfecta, tan luminosa, que s¨®lo puede ser una falsificaci¨®n: el padre maduro y gallardo, con jers¨¦is ligeros, con pantalones claros de lona; la madre sonriente, bien conservada, atractiva; los tres hijos de estaturas escalonadas, nacidos con los intervalos adecuados, con camisas de cuellos anchos y melenas de prudente modernidad de los a?os sesenta; y al fondo, al final de la ondulaci¨®n del c¨¦sped, entre los ¨¢rboles, la casa noble pero no ostentosa del siglo XVIII, tan lejos de Nueva York como para asegurar una vida saludable en el campo, tan cerca como para encontrarse en la vibraci¨®n de la ciudad tras un viaje confortable en coche o en tren.
Dice Ben Cheever que su padre era como un esp¨ªa en su propio mundo. Acataba aquella normalidad con la fe que s¨®lo sienten los grandes impostores y al mismo tiempo que se sent¨ªa encarcelado por ella viv¨ªa con el miedo de perderla si lo desenmascaraban. La casa no era del siglo XVIII, sino una imitaci¨®n hecha en los a?os veinte; era verdad, seg¨²n le gustaba recordar, que su familia se remontaba a los primeros colonizadores, e inclu¨ªa cl¨¦rigos eruditos y capitanes de veleros mercantes, pero tambi¨¦n que su bisabuelo, su abuelo y su padre hab¨ªan sido borrachos fracasados; amaba sinceramente la vida familiar, patinaba con gracia y ligereza y se enorgullec¨ªa de su destreza cortando el c¨¦sped, pero al mismo tiempo era un borracho y un ad¨²ltero; cultivaba una austera elegancia de var¨®n mujeriego y en sus diarios confesaba sus aventuras homosexuales. Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sent¨ªa que su vida era una equivocaci¨®n, un pecado. Seg¨²n su hija Susan, la mesa del comedor familiar parec¨ªa un tanque de tiburones.
Pero en su vida, como en sus cuentos, el espanto no es la ¨²nica verdad, y si la negrura nos afecta en ellos como una desgracia personal es porque siempre sucede en la cercan¨ªa de instantes de felicidad o belleza, o de posibilidades tan hermosas que no pierden su brillo aunque no lleguen a cumplirse. En El nadador un hombre ve en el cielo una monta?a de c¨²mulos y piensa que parecen una ciudad vista desde lejos, a la que se llega en un barco, y piensa un nombre, Lisboa. Quien escribe unas l¨ªneas as¨ª es que ha conocido el para¨ªso. -
156 p¨¢ginas. John Cheever: Complete novels: The Wapshot Chronicle / The Wapshot Scandal / Bullet Park / Falconer / Oh What a Paradise It Seems. Library of America. 960 p¨¢ginas. The stories of John Cheever. Vintage. 704 p¨¢ginas. Cheever: A life. Blake Bailey. Knopf. 784 p¨¢ginas.
John Cheever : Collected stories and other writings. J. Cheever. Library of America.
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