El Minotauro y la doncella
El mito, dec¨ªa Pavese, es contar algo de una vez para siempre: contar un cuento muchas veces y que nunca se agote su misterio, contarlo a trav¨¦s de los siglos y que sea siempre una revelaci¨®n y al mismo tiempo un enigma. Despu¨¦s de ver la Suite Vollard de Picasso en las nuevas salas de la Fundaci¨®n Mapfre en el paseo de Recoletos he buscado la historia del Minotauro en un diccionario de mitolog¨ªa griega, en las Metamorfosis de Ovidio, en ese relato de Borges que se titula La casa de Asteri¨®n. El Minotauro de Picasso tiene un cuerpo de hombre fornido pero ya no joven y un cabez¨®n cicl¨®peo m¨¢s de bisonte que de toro, aunque su destino sea morir en la luz cruel de la plaza y no en las tinieblas del laberinto. Para que una claridad excesiva no da?e el papel en el que est¨¢n impresas, las estampas se ven en una sala casi en penumbra. Viniendo del fulgor de la calle, el lugar ya tiene algo de galer¨ªa de un laberinto, sobre todo si es una hora temprana en un d¨ªa laboral y no hay m¨¢s visitantes.
Picasso ya no despierta la misma reverencia incondicional y abrumada de antes, lo cual sin duda es una ventaja a la hora de distinguir, en su obra innumerable, la parte m¨¢s s¨®lida, la que en vez de diluirse o desacreditarse se afirma con el paso del tiempo. Hay algo literalmente monstruoso en una fama excesiva: monstruoso porque desbarata la figura humana de un artista, volvi¨¦ndolo tan superior a las figuras y los logros de los dem¨¢s que hace de ellos insectos o simples adoradores; y monstruoso tambi¨¦n porque al aislarlo a ¨¦l, al elevarlo insensatamente, lo convierte en un monstruo, una criatura deforme y mis¨¢ntropa que se alimenta del tributo de la adoraci¨®n y nunca tiene bastante, que s¨®lo tolera la cercan¨ªa de personas serviles a las que sin embargo desprecia, condenado por su misma soberbia y por la sumisi¨®n de los dem¨¢s a una soledad terror¨ªfica. La idea del artista genial, un invento del romanticismo exagerado hasta el delirio en la ¨¦poca de las celebridades globales, cada vez me produce m¨¢s desconfianza. Nadie merece tanta admiraci¨®n. Nadie est¨¢ tan por encima de sus contempor¨¢neos ni de sus semejantes. El talento, como cualquier capacidad humana, es siempre limitado, y est¨¢ bien que sea as¨ª; y tambi¨¦n, como cualquier otra capacidad que se desarrolla mucho, tiende al desequilibrio: se es muy bueno en el razonamiento matem¨¢tico a costa de un cierto grado de indiferencia hacia la vida cotidiana y las cosas tangibles; llegar a ser un sabio en un campo de conocimiento por fuerza significa ser ignorante en casi todos los dem¨¢s.
En los grabados de la Suite Vollard, en los que trabaj¨® de manera intermitente en la primera mitad de los a?os treinta, Picasso inventa variaciones sobre el tema de Pigmali¨®n y el del Minotauro, el escultor que se enamora de la figura femenina que ¨¦l mismo ha creado y el monstruo cautivo de su laberinto cuyo ¨²nico trato humano es con las v¨ªctimas j¨®venes que se ofrecen como tributo para su antropofagia. En ambas series la mujer es m¨¢s o menos la misma, muy joven, carnal, de pelo liso y cara apacible, entre rendida y absorta, tan pasiva en su papel de modelo como en el de amante del Minotauro, que unas veces la abraza delicadamente o la envuelve en su b¨¢rbara corpulencia erizada de pelambre y otras parece que la embiste con la brutalidad de los apareamientos mitol¨®gicos entre doncellas humanas y dioses transformados en animales.
La mujer es Marie Th¨¦r¨¨se Walter, a quien Picasso hab¨ªa conocido en 1927, cuando ella ten¨ªa 17 a?os y ¨¦l cuarenta y seis, en Par¨ªs, mirando un escaparate de las Galer¨ªas Lafayette. Al genio masculino se le reconoc¨ªan hasta hace poco prerrogativas indiscutibles de promiscuidad: Picasso se hizo amante de la muchacha treinta a?os m¨¢s joven que ¨¦l mientras segu¨ªa viviendo con su mujer y su hijo, la instal¨® en un apartamento cercano al de su familia, la dej¨® embarazada, la abandon¨® en 1936 por Dora Maar, a la que tambi¨¦n le llevaba casi treinta a?os, y a la que acab¨® dejando en 1943 por Fran?oise Gilot, quien de todas sus mujeres fue la ¨²nica que lo abandon¨® a ¨¦l. En los retratos que hizo Picasso de ella, Marie Th¨¦r¨¨se Walter tiene el mismo atractivo macizo y el aire un poco p¨¢nfilo que en las fotograf¨ªas. En los grabados muchas veces est¨¢ ensimismada o dormida. En las escenas de violenta pasi¨®n sexual la cara redonda permanece complaciente y ajena, mientras sobre ella se inclina el cabez¨®n tenebroso del Minotauro, los ojos tan ¨¢vidamente abiertos para mirar su belleza como los orificios de la nariz en los que sonar¨¢ su respiraci¨®n de caverna. El escultor mira a la modelo estudi¨¢ndola, pero las dos miradas no se encuentran. El Minotauro levanta la s¨¢bana de la cama para descubrir hechizado la desnudez de la muchacha, pero ella est¨¢ dormida, o est¨¢ pensando en otra cosa. Y cuando el mito griego se convierte en tauromaquia espa?ola y un joven Teseo act¨²a como matador triunfal en la arena de la plaza, el Minotauro agoniza con la parte humana de su cuerpo ya derrumbada y la cabeza animal levant¨¢ndose en un ¨²ltimo mugido, y en el burladero la muchacha asiste al sacrificio sin mucha emoci¨®n y a lo m¨¢s que llega es a extender hacia el moribundo una mano de consuelo que ni siquiera lo toca. En sus versiones m¨¢s antiguas dicen que la muerte del Minotauro a manos de Teseo simbolizaba el tiempo en el que Atenas se emancip¨® del dominio de Creta: un poder joven rompiendo el yugo de un imperio arcaico. En la imaginaci¨®n del amante maduro que ya ha cumplido cincuenta a?os, Teseo es el miedo al hombre m¨¢s joven que vendr¨¢ para arrebatarle la muchacha que de alg¨²n modo ¨¦l ha secuestrado, la cautiva encerrada en el laberinto de su tir¨¢nica masculinidad en declive.
En cada estampa de la Suite Vollard Picasso escribi¨® la fecha en que la completaba. Entre marzo y junio de 1933 las hojas se suceden a una velocidad compulsiva, como el manuscrito de una confesi¨®n. Anotaba el d¨ªa, el mes, el a?o, y pod¨ªa haber a?adido la hora, porque hubo d¨ªas en que dibuj¨® varias, con la inmediatez f¨ªsica del punz¨®n o el buril sobre las planchas de cobre, inclin¨¢ndose sobre ellas con los ojos fan¨¢ticos igual que sobre el cuerpo desnudo de Marie Th¨¦r¨¨se Walter. Hay un crescendo emocional desde la quietud neocl¨¢sica de las primeras im¨¢genes hasta el sacrificio del Minotauro en las estampas que a mediados de junio de ese a?o es el final de esa prodigiosa racha inventiva. Las fechas saltan entonces hasta un a?o despu¨¦s. En las estampas de 1934, tal vez las mejores, un Minotauro todav¨ªa herc¨²leo pero ahora ciego y vencido como un Edipo penitente se deja guiar por una ni?a que sigue teniendo los rasgos de Marie-Th¨¦r¨¨se. Aqu¨ª la explicaci¨®n f¨¢cil se acaba: la capacidad de sugesti¨®n del mito est¨¢ no s¨®lo en lo que cuenta, sino en lo que mantiene escondido.
Picasso. Suite Vollard. Sala Recoletos. Fundaci¨®n Mapfre. Madrid. Hasta el 31 de mayo. www.fundacionmapfre.com
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