Aquel 1 de abril...
La historia oral de la Guerra Civil se extingue. Setenta a?os despu¨¦s, algunos de los pocos testigos vivos recuerdan el fin de la contienda
La noticia del final de la guerra viajaba en cami¨®n. El cabo Jos¨¦ Luis Sampedro (Barcelona, 1917) y su decena de soldados viv¨ªan m¨¢s preocupados por no sucumbir al fr¨ªo que por romper el frente Madrid-Zaragoza desde el peque?o pueblo de Guadalajara al que les hab¨ªan destinado en la primavera del 39. "Pas¨® un cami¨®n el 30 o 31 de marzo, nos dijeron que hab¨ªa acabado la guerra", revive 70 a?os despu¨¦s frente al Mediterr¨¢neo.
La primera "preocupaci¨®n" del cabo, que con los a?os se convertir¨ªa en un economista y escritor de prestigio, fue la celebraci¨®n. En autoestop lleg¨® a Sig¨¹enza para comprar alcohol. La preocupaci¨®n hab¨ªa sido universal. "No quedaba una botella de vino en casi ning¨²n sitio, tuve que comprar de lo que hab¨ªa". Amaneci¨® el 1 de abril ba?ado en un l¨ªquido rojo que confundi¨® con sangre hasta que descubri¨® que flu¨ªa de una bota de vino mal cerrada. En cuanto logr¨® un permiso viaj¨® a Madrid. El cabo Sampedro hizo su triunfal entrada en la ciudad, dividida entre el j¨²bilo y el miedo, rodeado de pollos muertos en una furgoneta. "Llam¨¦ a la puerta sin saber lo que me iba a encontrar, me abri¨® una jovencita que tard¨¦ en reconocer como mi hermana. Hac¨ªa tres a?os que no ten¨ªa noticias de mi familia".
"Hab¨ªa gente que se saltaba la tapa de los sesos delante de nosotros", recuerda el comunista Marcos Ana
En aquellos tres a?os, Jos¨¦ Luis Sampedro madur¨® de golpe. Hasta 1936, hijo de una buena familia sin notables implicaciones pol¨ªticas, se hab¨ªa limitado a estudiar y aprobar unas oposiciones para funcionario de aduanas. Era vagamente conservador, es decir, m¨¢s amigo del orden que del caos. La sublevaci¨®n le pill¨® en Santander, su primer destino profesional, donde las autoridades republicanas le movilizaron. "Me mandaron a un batall¨®n anarquista porque sospechaban que yo era de derechas. No les faltaba parte de raz¨®n". Le armaron con un fusil, cartuchos y un casco de hierro, que no le proteg¨ªa del miedo que le inspiraban sus compa?eros de armas. "A los cuatro d¨ªas ¨¦ramos amigos. En el tiempo que viv¨ª con ellos, los anarquistas me parecieron extraordinarios por su respeto al ser humano y el rechazo del poder de la fuerza de un hombre sobre otro, ten¨ªan una gran dignidad".
Sin embargo, cuando los sublevados tomaron Santander en agosto de 1937 y las milicias republicanas recibieron la orden de retirarse a Asturias, Sampedro eligi¨® a los suyos. Se escondi¨® en una casa y al d¨ªa siguiente se present¨® en la aduana. "Mi primer desencanto fue escuchar la arenga de un funcionario de Burgos que nos reprochaba a ocho funcionarios no haber sido capaces de conquistar Santander para Franco". Hizo el resto de la guerra con el bando al que se consideraba naturalmente ligado a pesar de que le incomodaban cada vez m¨¢s cosas. El papel de la Iglesia: "Me parec¨ªa monstruoso que los obispos bendijesen ca?ones, fuesen de quien fuesen".
De su experiencia se nutri¨® su segunda novela, La sombra de los d¨ªas (Alfaguara), escrita en 1945 y publicada medio siglo despu¨¦s. "La guerra me parece una barbaridad, la prueba de que una sociedad inmadura no sabe resolver sus conflictos. Pero, prescindiendo de juicios morales, es una experiencia de enorme intensidad por el miedo a la aventura o el contacto con la naturaleza. Para m¨ª fue un descubrimiento la vida de los anarquistas y los campesinos", reflexiona.
Pas¨® por ambos frentes con doble fortuna. No fue herido. Ni dispar¨® un tiro.
La noticia del fin de la guerra tambi¨¦n cruz¨® veloz la frontera. Los miles de espa?oles que estaban en Francia ni quer¨ªan festejarla ni pod¨ªan. Atrapados en campos de concentraci¨®n, dorm¨ªan a la intemperie, muertos de hambre, comidos por piojos y vigilados por soldados senegaleses sin ¨¢pice de compasi¨®n. "?ramos tratados igual que animales", afirma Mar¨ªa Garc¨ªa Torrecillas (Alb¨¢nchez, Almer¨ªa, 1916), una de aquellas presas que subsist¨ªan casi de la nada en el campo de concentraci¨®n de Argel¨¨s-sur-Mer. "Hab¨ªamos perdido la guerra y hab¨ªa mucha gente que se hab¨ªa quedado en Espa?a, como mi hermano, que pas¨® m¨¢s de 20 a?os en la c¨¢rcel. Sentimos mucha tristeza al recibir la noticia", relata por tel¨¦fono desde Monterrey (M¨¦xico).
En febrero de 1939, Mar¨ªa Garc¨ªa cruz¨® caminando a Francia. En el mismo campo donde recibi¨® la noticia del final de la guerra se qued¨® embarazada de su marido. "Durante siete meses sobreviv¨ª comiendo al d¨ªa un trozo de pan y un tomate que me daba una se?ora de fuera". Hasta que Elizabeth Eidenbenz, la suiza que hab¨ªa fundado una maternidad para atender a las republicanas embarazadas, la descubri¨® y se la llev¨® con siete meses de gestaci¨®n y 45 kilos de peso. Mar¨ªa dio a luz a su hijo Felipe y comenz¨® a trabajar en la maternidad como encargada de la cuna. De los 598 beb¨¦s que nacieron, 400 eran espa?oles. Las refugiadas llegaban extenuadas, m¨¢s muertas que vivas. "No parec¨ªan seres humanos, lo primero que hac¨ªamos era ba?arlas y desinfectarlas", cuenta Mar¨ªa Garc¨ªa, que ha plasmado su experiencia en un libro, Mi exilio, editado hace a?o y medio en M¨¦xico.
La guerra termin¨® para el poeta y escritor Marcos Ana (Alconada, Salamanca, 1920) un d¨ªa antes. Para ¨¦l y otros 20.000 republicanos que se hab¨ªan api?ado en el puerto de Alicante confiados en huir de la derrota en alg¨²n barco amigo. Cuando comprobaron que por mar se acercaban dos minadores y el crucero Canarias y que por tierra les apuntaban las ametralladoras de los italianos de la Divisi¨®n Littorio, cundi¨® la desesperaci¨®n y la amargura en aquella ratonera. "Hab¨ªa gente que se saltaba la tapa de los sesos delante de nosotros y otros que se tiraban al agua", rememora. Hab¨ªa quien propon¨ªa desplegar una resistencia numantina, pero finalmente se impuso el desarme. Marcos Ana, hasta entonces instructor pol¨ªtico en la 8? Divisi¨®n, desmont¨® su pistola y la arroj¨® al mar para evitar entregarla.
Los rojos, inofensivos ya sin armas, desfilaron hacia el campo de Los Almendros. All¨ª amanecen el 1 de abril de 1939 Marcos Ana, su hermano Fabricio y dos compa?eros m¨¢s. "El fin de la guerra me sorprende comiendo tallos tiernos y flores. Para nosotros estaba acabada, no necesit¨¢bamos el famoso parte", cuenta. Hambrientos, los republicanos devastan aquel campo como una plaga de langostas. Trituran hierba, flores, c¨¢scaras de almendras. Aun as¨ª, Marcos Ana hace hincapi¨¦ sobre un hecho, que recoge en su biograf¨ªa Decidme c¨®mo es un ¨¢rbol (Umbriel): la visita de unos reporteros italianos para filmar su desesperaci¨®n. "Nos tiraron pan al suelo, pero algunos compa?eros dieron voces para que no lo cogi¨¦ramos. Prevaleci¨® la dignidad al hambre", cuenta.
Los Almendros fue un encierro de tr¨¢nsito. En pocos d¨ªas, Ana, su hermano y sus amigos fueron encerrados en un vag¨®n de mercanc¨ªas rumbo al campo de Albatera. Com¨ªan, dorm¨ªan, meaban y cagaban en el mismo sitio, encerrados con una alambrada y vigilados por guardias que les vend¨ªan pu?ados de alfalfa a cambio de relojes y chaquetas. A las necesidades f¨ªsicas elementales se sumaba la inseguridad ante la supervivencia: grupos de falangistas llegados de todas partes examinaban a los presos para seleccionar a los rojos que conoc¨ªan y llev¨¢rselos.
El joven Marcos Ana se hizo pasar por menor de edad y huy¨®. En Madrid permaneci¨® escondido por su familia hasta el 28 de abril, tras ser delatado por un antiguo camarada con el que hab¨ªa contactado con la idea atolondrada de poner en pie la resistencia. Comenz¨® entonces una carrera infinita de torturas ("lo que m¨¢s utilizaban era el apaleamiento fren¨¦tico y repetido con fustas y vergajos de toro hasta dejarte macerado todo el cuerpo y seguir despu¨¦s, d¨ªa tras d¨ªa, golpeando sobre las llagas"), condenas a muerte y c¨¢rceles, que le convertir¨ªan en el preso pol¨ªtico m¨¢s veterano y s¨ªmbolo internacional de la lucha contra la represi¨®n.
Jos¨¦ Ram¨®n Calparsoro P¨¦rot (Tolosa, Guip¨²zcoa, 1908) hizo la guerra en defensa propia. Por miedo al otro. Los obreros de su f¨¢brica le hab¨ªan amenazado de muerte, as¨ª que en el 36 se ofreci¨® como voluntario. Ten¨ªa 12 horas escasas de vuelo cuando se present¨® en el aer¨®dromo militar de Lasarte. En el libro Jos¨¦ Ram¨®n Calparsoro. Un piloto espa?ol en la Legi¨®n C¨®ndor (Quir¨®n), escrito por Cecilio Yusta Vi?as, cuenta que false¨® su experiencia -dijo que ten¨ªa t¨ªtulo- y que en octubre de 1936 se subi¨® por vez primera a un ametrallador, un Fokker VII, con el que no lleg¨® a disparar. En Tablada, la base militar de Sevilla, recibi¨® una r¨¢pida instrucci¨®n, el grado de alf¨¦rez y la primera orden: "Vaya a Don Benito y compruebe si hay caza enemiga en el aer¨®dromo". "A la orden, mi capit¨¢n; si no vuelvo es que s¨ª hay", respondi¨® antes de subir a un Breguet XIX.
Y ya no par¨®. Fue el primer espa?ol en integrarse en la Legi¨®n C¨®ndor (el refuerzo enviado por Hitler a Franco), y el ¨²nico que hizo un curso de vuelo sin visibilidad para bombardeos nocturnos. En febrero de 1939 hizo el ¨²ltimo de sus 400 servicios sobre la bah¨ªa de Rosas. El 1 de abril estaba en Cari?ena (Zaragoza), prepar¨¢ndose para volar con su escuadrilla a Madrid para celebrar la victoria. Una monta?a frustr¨® la expedici¨®n: murieron 11 tripulantes de los tres aviones siniestrados. Cuando Calparsoro al fin se present¨® en Cuatro Vientos, se despidi¨® de la guerra para siempre: "Mi coronel, he dejado mi aparato para el desfile, sobrar¨¢n voluntarios para pilotarlo, yo me voy". Setenta a?os despu¨¦s, tras una intensa vida empresarial y aventurera, reh¨²ye ciertos recuerdos. Tal vez sea s¨®lo un parapeto tras el que protegerse. "La guerra es terrible", afirma. Se pregunta sobre qui¨¦n arrojaba las bombas y se contesta que sobre otros espa?oles. Pero eso no le hizo dudar sobre lo que estaba haciendo: "Siempre tuve la creencia de que si yo no me defend¨ªa, me liquidaban". -
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