Con ruido no veo
Es matem¨¢tico. Llega el Mi¨¦rcoles Santo y me froto las manos. Como el viejo delante de una torrija de leche. Me froto las manos. Me quedo en mi Madrid, me paseo por el viaducto, miro m¨¢s all¨¢ de las mamparas que ?lvarez del Manzano puso para que no nos suicidemos, y me llega el rumor sordo de todos aquellos que protagonizan la operaci¨®n entrada, la operaci¨®n salida. Me dispongo a presentarme en los restaurantes sin haber reservado, acodarme en los bares de tapas en los que habitualmente hay que pelearse para que te den la ca?a, ir al cine sin colas, visitar el Museo del Prado sin que esa excursi¨®n de jubiladas fren¨¦ticas por el arte con gu¨ªa incorporada se pillen los mejores sitios delante de todos los cuadros. Dios bendiga su anhelo por saber. Dentro de veinte a?os quiero ser como ellas, morir en la calle, con los tacones puestos, pero mientras, no me tomen por esnob si les cuento c¨®mo disfruto cuando se me van todas (y todos) hormigueando por las carreteras, a comerse la mona al pueblo, a tostarse a las playas, a llorarle a las v¨ªrgenes, y me dejan este Madrid, tan agobiante, un poquito desanchao. Por fortuna, en el viejo poblacho manchego, no hemos sido muy beatos, a pesar de lo que digan por ah¨ª. Aguantamos, eso s¨ª, que de vez en cuando vengan autobuses de toda Espa?a a escuchar las misas del lince en la plaza de Col¨®n, pero de natural, Madrid ha sido tan poco dado a las grandes manifestaciones religiosas que hasta sus iglesias son fe¨²chas y poco ornamentales. Y, para colmo de mi felicidad, el alcalde se las ha compuesto para que todas las procesiones se concentren en la puerta de Javier Mar¨ªas. Esta informaci¨®n, tan pr¨¢ctica para los turistas laicos, debieran ofrecerse en Google Maps. Yo me mud¨¦ huyendo del botell¨®n porque se celebraba todo el a?o; en el caso de los pasos beatos basta, imagino, con que los vecinos pongan tierra por medio en estos d¨ªas semanasanteros. Lo dicho, me froto las manos y pienso en la humilde felicidad de la ciudad semivac¨ªa y el silencio. Los que no conocen el silencio no saben lo que se pierden. Leo un aforismo de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez: "?Qu¨¦ viejo (qu¨¦ usado) es siempre el ruido! ?Pero t¨², silencio m¨ªo, eres siempre nuevo y orijinal!". Qu¨¦ orijinal, como dir¨ªa el poeta, es madrile?ear sin agobios. Recuerdo ahora un pensamiento de otro sabio, el actor Manuel Aleixandre, que me cont¨® el otro d¨ªa ?lvaro de Luna. Para Aleixandre, dec¨ªa mi querido ?lvaro, "la felicidad consiste en tener dinero para cenar en un restaurante y volverte en taxi a casa". Oh, Dios m¨ªo, qu¨¦ coincidencia en la ambici¨®n. ?se es el colmo del placer. En la felicidad que da el dinero hay para m¨ª un tope que resumo as¨ª: jam¨®n y taxi. Total, que sigo los consejos de nuestro viejo actor y ceno fuera, bebo vino y vuelvo en taxi a mi propio domicilio. Pero en toda esta alegr¨ªa que vivo en mi Semana de Pasi¨®n me sobra algo de lo que parece que no es posible librarse aunque Madrid se vac¨ªe de gente. Me sobra el ruido. Trago saliva antes de decirle a un taxista, "por favor, ?podr¨ªa bajar la radio?". La frase me suena dentro del cerebro de manera m¨¢s agresiva, "por favor, ?podr¨ªa bajar la puta informaci¨®n deportiva?, ?no ve que viajamos en un espacio muy peque?o? ?est¨¢ usted sordo?". Pero me dirijo a ¨¦l como Babe el cerdito (otro de mis fil¨®sofos de cabecera) se dirig¨ªa a las ovejas, con toda la educaci¨®n de la que soy capaz. Igual me ha ocurrido en el restaurante. Tras frotarme las manos por tener mesa sin reserva previa me siento en la sala medio solitaria y me encuentro con que tenemos que cenar y charlar con una m¨²sica que nos hace elevar constantemente el tono de voz. Se lo decimos al camarero. ?Por qu¨¦ nos cuesta tanto pedir que se baje el volumen? ?Tal vez porque sabemos que estamos resignados a vivir en un pa¨ªs de sordos? ?Porque aqu¨ª el silencio es de cursis? Hay una verdad que he ido comprobando con los a?os: cuanto m¨¢s se ama la m¨²sica m¨¢s se detesta la m¨²sica en los lugares p¨²blicos, porque la m¨²sica, cuando dificulta la conversaci¨®n, se convierte en aporreo, en el ruido viejo del que hablaba el poeta. Vuelvo a ¨¦l, a Juan Ram¨®n, cuando habla de la necesidad del silencio nocturno: "Momentos relativos en que el hombre de trabajo y de esp¨ªritu puede recojerse, por fin y un poco m¨¢s en s¨ª mismo, a terminar plenamente su d¨ªa, a saldar su alma para abrirla nueva al d¨ªa siguiente; la hora de la hijiene mental...". Hay que ser Juan Ram¨®n para expresarlo con esa exactitud. Eso es lo que siento en los lugares ruidosos, que me entra basura en los o¨ªdos y se me fija de la misma manera que se fija el alcohol que no se ha asimilado bien. A veces se piensa que el ruido viene por la bulla, del gent¨ªo, pero qu¨¦ va, para el ruido s¨®lo hace falta un voluntario desconsiderado: un taxista que no piense en el cliente, un due?o de restaurante que piense que sin ruido el ambiente se entristece, un conductor que no sepa ir en coche sin una m¨²sica detestable que llene la calle por donde pasa. Tambi¨¦n hay gente como yo, que de paseo por la solitaria calle de Serrano se lleva las manos a los o¨ªdos para huir del ruido de las taladradoras que arrasan la calle entera. Le robo la ¨²ltima frase al poeta, la m¨¢s exacta, la mejor: "Con ruido no veo".
Llega el Mi¨¦rcoles Santo y me quedo en mi Madrid; ir al cine sin colas, visitar el Prado sin excursi¨®n de jubiladas
?Por qu¨¦ nos cuesta tanto pedir que se baje el volumen de la m¨²sica en un bar o en un taxi? ?El silencio es de cursis?
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