La sombra de un peral
Cuando distingui¨® a lo lejos la alambrada, redujo la velocidad, pero no vio nada extra?o en el horizonte, aquel paisaje que podr¨ªa reconstruir de memoria, con los ojos cerrados. Sin embargo, al girar a la derecha en el cruce empez¨® a echarlo de menos. No puede ser, murmur¨®, no puede ser, y puso el intermitente, se par¨® en el arc¨¦n, mir¨® con m¨¢s atenci¨®n y no lo vio.
-?Qu¨¦ pasa? -su mujer, acostumbrada a aquel hito de desaceleraci¨®n y silencio que marcaba todos sus viajes al pueblo, desde hac¨ªa tantos a?os, le dirigi¨® una mirada de inquietud.
-No est¨¢ -contest¨® ¨¦l, mientras abr¨ªa la puerta-. El peral no est¨¢, no lo veo.
Quiz¨¢ estaban terminando los a?os sesenta, quiz¨¢ los setenta hab¨ªan empezado ya. No se acordaba con exactitud de la fecha, pero siempre recordar¨ªa aquel d¨ªa en el que por fin logr¨® traspasar con su padre las puertas de la base. Hasta aquel momento se consideraba un privilegiado s¨®lo por ser hijo de un rote?o que ten¨ªa la suerte de trabajar para los americanos. Eso era ya muy importante, porque le daba acceso a un mont¨®n de peque?as cosas maravillosas, como las palomitas envasadas en una sart¨¦n de papel de aluminio que su madre hac¨ªa en la cocina de su casa, o la mantequilla de cacahuete que no se encontraba en las tiendas del pueblo, los bizcochos instant¨¢neos y la ropa, cazadoras, vaqueros, gorras que le distingu¨ªan de los dem¨¢s, los pobrecitos que no ten¨ªan manera de traspasar las puertas del Para¨ªso.
"Un d¨ªa, en un despacho de Madrid, alguien decidi¨® colocar all¨ª una base norteamericana"
Y aquel d¨ªa, ¨¦l lleg¨® a estar dentro, en el coraz¨®n de la opulencia, del poder¨ªo, de la buena vida y la mejor m¨²sica del mundo sonando en todos los altavoces, y todav¨ªa m¨¢s, porque le invitaron a entrar en un portaaviones y lleg¨® hasta arriba, hasta una autopista donde le result¨® imposible creer que estuviera de verdad dentro de un barco, y luego se mont¨® en un avi¨®n, y vio aterrizar un helic¨®ptero, y todos los americanos fueron muy amables, y ninguno dej¨® de sonre¨ªrle mientras mascaba chicle con mucho arte. Eso fue lo que pens¨® ¨¦l, eso fue lo que sinti¨®, y que era part¨ªcipe de aquella grandiosidad, aquella extranjera y sublime magnificencia, hasta que su padre le invit¨® a un helado, mucho mejor que cualquier helado espa?ol, ad¨®nde iba a parar, y de repente se dio cuenta de que su madre y su t¨ªa hab¨ªan desaparecido.
Vamos a buscarlas, le dijo su padre, como si supiera de sobra d¨®nde estaban, y efectivamente las encontraron enseguida, dos mujeres espa?olas, vestidas como las mujeres espa?olas, tan antiguas con sus faldas y sus zapatos de vestir, aquellas chaquetas cruzadas con los brazos debajo del pecho, all¨ª estaban las dos, en medio del campo, llorando. Estaban llorando y ¨¦l no lo entend¨ªa, lloraban en silencio, sin hacer ruido, mirando hacia delante, a un ¨¢rbol como cualquier otro ¨¢rbol, y a ¨¦l todav¨ªa le quedaba la mitad del helado, y lo lam¨ªa, lo disfrutaba con toda la boca y no entend¨ªa nada, por qu¨¦ lloraba su madre, por qu¨¦ lloraba su t¨ªa, si aquello era guay, superguay, y ten¨ªan la suerte de estar en la base, all¨ª dentro, donde todo era mejor, y m¨¢s bonito, y m¨¢s chulo, y m¨¢s moderno, y m¨¢s barato?
Ese peral lo plant¨® tu abuelo, le dijo su madre, s¨®lo eso. Luego, su padre le pas¨® un brazo por el hombro, la condujo de nuevo hacia el coche, y volvieron a casa sin hablar. Despu¨¦s, mucho despu¨¦s, ¨¦l se enter¨® de la verdad, del verdadero precio de aquel d¨ªa fabuloso, de los helic¨®pteros y los portaaviones, la desesperaci¨®n de los hombres como su abuelo, arrendatarios de las huertas sobre las que un buen d¨ªa, en un despacho de Madrid, alguien decidi¨® colocar una base norteamericana. A los due?os de las tierras les obligaron a aceptar unas indemnizaciones que daban verg¨¹enza. A quienes las trabajaban desde hac¨ªa d¨¦cadas, ni eso, s¨®lo la oportunidad de irse a vivir en medio de ninguna parte, a un poblado artificial, improvisado, a m¨¢s de cincuenta kil¨®metros de Rota, sin escuela, sin alcantarillado, sin aceras, sin futuro. Su abuelo no quiso mudarse a Nueva Jarilla y se qued¨® con lo puesto, una mano delante y otra detr¨¢s, para que su nieto pudiera comprender, muchos a?os despu¨¦s, c¨®mo son las cosas guay del Paraguay.
Y ¨¦l s¨ª se fue, se march¨® primero cerca, despu¨¦s m¨¢s lejos, pero nunca dej¨® de volver a su pueblo, y nunca dej¨® de quererlo, con el intenso amor que inspiran las cosas complicadas, m¨¢s dignas de amor cuanto m¨¢s complicadas. Y siempre, desde siempre, al llegar buscaba la sombra del peral de su abuelo como una contrase?a, un indicio, otro nombre de s¨ª mismo. Hasta hoy, porque hoy ya no est¨¢, aunque mientras ¨¦l viva, piensa al volver al coche, al arrancarlo, al continuar su camino, aquel ¨¢rbol nunca morir¨¢ del todo.
(Aquel peral lo plant¨® el abuelo de Miguel S¨¢nchez Romero. Y de Miguel, que me regal¨® el relato de su euforia y de su desconcierto, es esta historia).
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