El canto del cisne de la pintura
Nacido el 27 de febrero de 1863 en Valencia, Joaqu¨ªn Sorolla y Bastida, primog¨¦nito de una modesta familia de comerciantes en pa?os, lleg¨® a alcanzar en vida una fama internacional y una fortuna econ¨®mica como nadie en nuestro pa¨ªs hab¨ªa conocido antes. Aclamado por la cr¨ªtica y el p¨²blico internacionales, sobre todo a partir de 1900, cuando a¨²n no hab¨ªa cumplido los 40 a?os, los veintipocos que le restaron por vivir a Sorolla -muri¨® en 1923- los entreg¨® a la formidable y extenuante labor de responder a las exigencias que tan elevada posici¨®n le impon¨ªan. De manera que si antes de su clamorosa proyecci¨®n p¨²blica hab¨ªa tenido que trabajar duramente para lograr esa posici¨®n y prestigio, despu¨¦s tuvo asimismo que reduplicar el esfuerzo para mantenerlos en un mundo vertiginosamente cambiante. Que su trabajo previo hab¨ªa sido impresionante queda subrayado por el hecho de que, hu¨¦rfano de padre y madre con apenas un par de a?os, Sorolla se abri¨® paso de la mano de un t¨ªo materno, de profesi¨®n cerrajero, que, salvo el cari?o, muy poco le pudo dar que ¨¦l luego no se supiese dar a s¨ª mismo.
Joaqu¨ªn Sorolla (1863-1923)
Museo del Prado
Paseo del Prado, s/n. Madrid
Hasta el 6 de septiembre
En realidad, el problema de Sorolla es que su pintura se puede gozar sin explicaciones y hasta a pesar de ellas
Ahora bien, aunque la vida y la personalidad de Sorolla dan mucho que hablar por s¨ª mismas y por las circunstancias que atravesaba por aquel entonces su pa¨ªs natal, marcadas de principio a fin pol¨ªticamente por la Restauraci¨®n, estamos obligados a plantearnos el valor de su obra, que nos sigue desafiando cr¨ªticamente hoy, cuando est¨¢ ya muy a la vista el centenario de su muerte. Si el veredicto al respecto fuera el del gusto popular, como demandan ahora algunos soci¨®logos estadounidenses de moda, nadie se atrever¨ªa a discutir la excelencia art¨ªstica de Sorolla, aunque su fama internacional declinase tras su muerte, como les ocurri¨® a muchos otros grandes artistas contempor¨¢neos suyos, arrumbados circunstancialmente, durante una parte del siglo XX, por el orden institucional impuesto por la vanguardia. En Espa?a, sin embargo, el fervor por Sorolla no ha sufrido el menor altibajo popular, lo cual no significa que no haya sido objeto de escrutinio y de pol¨¦mica por parte de las minor¨ªas intelectuales desde los inicios de su carrera triunfal. Unamuno y Valle-Incl¨¢n, por ejemplo, lo execraron, pero se gan¨® el favor de otros escritores, cient¨ªficos, cr¨ªticos y artistas de no menor calado, como Blasco Ib¨¢?ez, Azor¨ªn, Aureliano de Beruete, padre e hijo, el doctor Simarro o P¨¦rez de Ayala. Por otra parte, quienes le atacaron no lo hicieron nunca por su modo de pintar, sino por lo que entend¨ªan que ¨¦ste representaba como imagen de Espa?a en una etapa hist¨®rica marcada por una fuerte crisis de identidad; o sea: que no arremet¨ªan contra ¨¦l, sino, a pesar de ¨¦l, contra otra cosa.
Pues bien, en una Espa?a como la actual, en la que quiz¨¢ perviven todav¨ªa viejos fantasmas, pero que nos asedian de muy diferente manera que anta?o, ?ha llegado ya el momento de mirar la pintura de Sorolla por s¨ª misma, o, lo que es lo mismo, valorarla en el contexto hist¨®rico internacional en la que se produjo, sin m¨¢s cortapisas o prejuicios? Para hacerlo, en cualquier caso, resultaba imprescindible que se llevase una muestra monogr¨¢fica como la que acaba de presentar el Museo del Prado, en la que, mediante una soberbia selecci¨®n de un centenar largo de obras del pintor valenciano, una parte relevante de las cuales no se hab¨ªan visto sino por reproducciones fotogr¨¢ficas o ni tan siquiera as¨ª, no hay modo de, como se dice, "escaparse por ninguna tangente". Porque no s¨®lo en ella se contiene todo lo esencial que hay que considerar sobre Sorolla desde cualquier punto de vista, sino que los cuadros han sido limpiados y reenmarcados como es debido. Y el resultado de esta operaci¨®n es que Sorolla sale muy recrecido. Tanto que las comparaciones a las que hab¨ªa sido sometido durante las ¨²ltimas d¨¦cadas, ya fuera con artistas espa?oles -Zuloaga- como con extranjeros -Zorn, Sargent-, deben ser revisadas, quedando el pintor valenciano en una posici¨®n privilegiada. Dotado de unas facultades innatas para el arte verdaderamente excepcionales, el caso es que Sorolla no s¨®lo se dej¨® llevar por su instinto, sino que, adem¨¢s de haber sido un trabajador de una capacidad intimidante, supo mirar y aprovechar con inteligencia lo mucho que vio de arte por todo el mundo, algo que todav¨ªa estamos lejos de haber sabido evaluar de manera suficiente.
Entonces ?cu¨¢l es, en el fondo, el problema que nos plantea Sorolla? Yo creo que es el mismo que volv¨ªa melanc¨®lico a Renoir cuando pensaba en ello: el del fin de la pintura como un ejercicio f¨ªsico directo, como esa expresi¨®n carnal en la que un artista, como afirm¨® Merleau-Ponty, "aporta su cuerpo" en el momento de pintar, algo que s¨®lo cabe afirmar en sentido plenario cuando esa aportaci¨®n est¨¢ manufacturada; en suma: cuando la pintura jam¨¢s pod¨ªa s¨®lo identificarse con una imagen y, a¨²n menos, con una idea. En realidad, el problema de Sorolla es que se puede gozar sin explicaciones y hasta a pesar de ellas. Quiz¨¢s, por consiguiente, se puede decir de Sorolla lo mismo, aunque de forma inversa, que lo que le espet¨® Baudelaire a Manet, pues, mientras el genial poeta le anunci¨® a su compatriota no menos genial que "era el primero en la decrepitud de su arte", lo cual s¨®lo un necio interpretar¨ªa como un insulto, nosotros deber¨ªamos se?alar que el pintor espa?ol "fue el ¨²ltimo en la exuberancia del suyo"; algo as¨ª como el canto del cisne de la pintura.
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