La salida de la crisis
Frente a la econom¨ªa cl¨¢sica que postulaba un ajuste autom¨¢tico entre producci¨®n y demanda, Marx fue el primero que se refiri¨® a la sobreproducci¨®n para dar cuenta de las crisis. El af¨¢n de beneficio lleva a aumentar la producci¨®n hasta mucho m¨¢s all¨¢ de la capacidad de compra, no de consumo, con lo que se hace patente la paradoja de que sean invendibles mercanc¨ªas y servicios de los que carecen una buena parte de la poblaci¨®n.
Cierto, Marx no lleg¨® a confeccionar una teor¨ªa acabada de la crisis, pero en su correspondencia encontramos observaciones abundantes, tanto sobre las crisis vividas como las que vaticinaba y luego no acababan de fraguar, llegando al convencimiento de que, inherentes al modo de producci¨®n capitalista, ser¨ªan cada vez m¨¢s frecuentes y de mayor calado hasta terminar por derribarlo.
El PP no ha logrado desprenderse ni un ¨¢pice del neoliberalismo que nos llev¨® al desastre
El Gobierno aplica un keynesianismo bastante descafeinado
La socialdemocracia del ¨²ltimo tercio del siglo XIX pudo as¨ª instalarse c¨®modamente a la espera de que la pr¨®xima crisis fuese la definitiva. Marx acert¨® en vincular las crisis peri¨®dicas al capitalismo, pero desde el supuesto de un descenso continuo del beneficio del capital no pudo prever que, al desembocar las crisis en un nuevo periodo de crecimiento econ¨®mico, en vez de contribuir al derrumbe del sistema, en el fondo lo fortalecen. Despu¨¦s de las muchas y graves crisis vividas, los pa¨ªses capitalistas eran mucho m¨¢s ricos a finales del XIX, permiti¨¦ndose incluso un aumento considerable de los salarios que desment¨ªa el pron¨®stico de la pauperizaci¨®n progresiva, como factor decisivo del irremediable desplome del capitalismo.
Al no desmoronarse, se impuso el "revisionismo" de un Bernstein convencido de que si la clase obrera lograra integrarse en un Estado democr¨¢tico -a fin de cuentas, el factor que hac¨ªa obsoleta la revoluci¨®n- podr¨ªa tambi¨¦n beneficiarse de la inmensa capacidad de crecimiento que el capitalismo despliega.
La diferencia fundamental con la crisis de 1929 es que muy pocos conectan la actual con el fin del capitalismo. Entonces, con una Uni¨®n Sovi¨¦tica en r¨¢pido proceso de industrializaci¨®n, una alternativa al capitalismo parec¨ªa veros¨ªmil, y para muchos incluso deseable; en cambio hoy predomina la creencia de que, antes o despu¨¦s, se saldr¨¢ de la crisis, arribando a una nueva etapa de prosperidad.
No ha disminuido la confianza en el orden econ¨®mico establecido, ni siquiera en las instituciones financieras responsables de la cat¨¢strofe. Lo explicar¨ªa una segunda diferencia fundamental: el mundo desarrollado es hoy incomparablemente m¨¢s rico que el de los a?os treinta.
Desde la altura alcanzada resultan soportables los descensos previsibles en el nivel de vida de
los distintos sectores sociales, incluso de los m¨¢s bajos, sobre todo en la Europa comunitaria, donde gozamos de una amplia protecci¨®n social.
Con la recesi¨®n de 1929 cab¨ªa pensar que la idea de un desarrollo equilibrado del capitalismo hab¨ªa perdido credibilidad. La nueva reflexi¨®n keynesiana se centr¨® en el paro -un desequilibrio constante entre recursos disponibles y recursos ocupados, que constituye una de las grandes lacras, y el mayor lastre, del capitalismo- y en las medidas que habr¨ªa que tomar para acelerar la salida de las crisis peri¨®dicas, debidas a que, mientras se obtenga ganancia en la fabricaci¨®n de una mercanc¨ªa, aumentar¨¢ la producci¨®n hasta superar con mucho la demanda. Un plazo de tres a cinco a?os calculaba Keynes que se necesita para recuperar la "eficiencia marginal del capital". Obs¨¦rvese que el cr¨ªtico ingl¨¦s del laisser faire tambi¨¦n explica las crisis por la sobreproducci¨®n, pero, a diferencia de Marx, su sentido no es la destrucci¨®n del capitalismo, sino restablecer las condiciones para que funcione. Con todas sus ventajas -la mayor, su enorme capacidad de producir riqueza-, el capitalismo, sin embargo, no marcha sin una intervenci¨®n reguladora impuesta desde fuera.
En los a?os ochenta resurge la econom¨ªa neocl¨¢sica, empe?ada de nuevo en que el mercado se autorregula, con lo que vuelve a cuestionarse la inestabilidad inherente al sistema, y con ella el keynesianismo. Por un lado, la crisis desaparece del horizonte, y con ella todas las medidas para combatirla; por otro, el paro se reduce a una dislocaci¨®n coyuntural que se soluciona acoplando los salarios al mercado.
Aunque no faltaron voces anunciando lo que se nos ven¨ªa encima -no todos los economistas eran ni son neoliberales-, las instituciones bancarias y sobre todo los Gobiernos quedaron fascinados por una "ciencia econ¨®mica" que, a la vez que legitimaba los intereses de los pudientes, parec¨ªa favorecer a todos con unos ¨ªndices de crecimiento fabulosos. Se silenciaron las voces de alarma, arrojando a Marx y a Keynes al basurero de la historia. Disentir de la econom¨ªa neoliberal no era m¨¢s que se?al manifiesta de ignorancia. Efectivamente, la crisis cogi¨® de sorpresa a todos los que hab¨ªan cre¨ªdo en la autorregulaci¨®n de los mercados, y en primer lugar a los Gobiernos, sus m¨¢s obtusos defensores.
Se comprende que la primera reacci¨®n se insertase en la ideolog¨ªa dominante. El ministro de Hacienda de Estados Unidos, Hank Paulsen, que proven¨ªa del mundo de las finanzas, convencido de que el mercado har¨ªa las correcciones oportunas, permite que el Lehman Brothers quiebre en septiembre de 2008. A los pocos d¨ªas la amenaza de bancarrotas en cadena de innumerables instituciones bancarias destroza en un instante toda la ideolog¨ªa neoliberal del mercado.
No se divisa otra salida que el Estado aporte cantidades ingentes para salvar el sistema, llegando hasta romper el ¨²ltimo tab¨² de nacionalizar la banca, si fuera preciso. Y lo m¨¢s sorprendente es que a pocos sorprende que la mayor parte de la sociedad haya asumido las ingentes ayudas a los bancos y a las grandes empresas, que ahora reclaman las medianas y las m¨¢s peque?as, con tal de salvar un capitalismo que ya muy pocos ponen en tela de juicio.
Retornan algunas medidas de la pol¨ªtica keynesiana de superaci¨®n de la crisis, dirigidas a aumentar con fuertes inversiones p¨²blicas la demanda, a cuyo fin se tolera un alt¨ªsimo endeudamiento que, sin embargo, se rechaza para subir los salarios y las prestaciones sociales, que acrecentar¨ªan tambi¨¦n el consumo interno.
El desequilibrio social, como no cabr¨ªa esperar otra cosa, marca tambi¨¦n las medidas anticrisis. La pol¨ªtica que hasta ahora se ha puesto en marcha, por muy distinto que a veces sea el discurso, pretende que a la salida del t¨²nel el capitalismo se mantenga como hasta ahora, con un m¨ªnimo de regulaciones gravosas que, en todo caso, se espera que sean temporales, descartando cualquier pol¨ªtica de empleo que implique el control social de las inversiones. Tan lejos no llega el keynesianismo remozado.
Mientras el Gobierno espa?ol se esfuerza en aplicar un keynesianismo bastante descafeinado, pero que recupera elementos perdidos de la socialdemocracia, uno no sale de su asombro al comprobar que el PP, proponiendo m¨¢s de lo mismo, no haya logrado desprenderse ni un ¨¢pice del neoliberalismo que nos ha llevado al desastre: recorte del gasto p¨²blico, recalcando los peligros del endeudamiento estatal, aunque no por ello deje de apoyar las ayudas a los bancos y las empresas; rebajar los impuestos para aumentar consumo e inversiones, en vez de subir los salarios y los gastos sociales; reforma laboral que facilite el despido para luego poder contratar a la baja un mayor n¨²mero de desocupados... El PP sigue confiando en el mercado sin plantear siquiera la cuesti¨®n clave, qu¨¦ pol¨ªtica econ¨®mica habr¨ªa que poner en marcha para cambiar el modelo productivo.
Ignacio Sotelo es catedr¨¢tico excedente de Sociolog¨ªa.
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