El Estado nunca se fue
Lo que ocurri¨® es que algunos gobernantes lo pusieron al servicio de amigos, banqueros y especuladores. El pa¨ªs que dirigi¨® Bush era un lugar excelente para los ricos: un 1% controlaba el 40% de la riqueza
Paul Kennedy planteaba hace unos d¨ªas en este peri¨®dico (7 de junio) reflexiones relevantes, como muchas de las que salen de su pluma, para explicar la vuelta del Estado, "y a lo grande", al primer plano de la actualidad, despu¨¦s de que "los defensores del capitalismo de libre mercado sin ning¨²n tipo de control" se apoderaran del mundo desde comienzos de los a?os noventa del siglo pasado. El historiador brit¨¢nico, afincado en Estados Unidos, celebra esa vuelta, que ¨¦l explica como consecuencia de los atentados terroristas de septiembre de 2001 y, sobre todo, de la crisis econ¨®mica internacional que nos acompa?a de forma aterradora desde hace unos meses.
Vistas las cosas desde otra perspectiva, el Estado nunca se fue. Ocurri¨®, m¨¢s bien, que algunos gobernantes, irresponsables pero jaleados por economistas y vendedores de ideas neocon, lo pusieron al servicio de sus amigos, de banqueros y especuladores. El caso de la Am¨¦rica de Bush, de los ocho a?os en que George W. Bush estuvo en el poder, resulta paradigm¨¢tico para comprobar este argumento.
Desde 2001, el presidente legitim¨® un Estado fuerte y en guerra para controlar vidas y haciendas
Los pol¨ªticos quebrantaron la tradici¨®n de un Gobierno al servicio de los ciudadanos
Hasta hace poco, en realidad hasta que George W. Bush subi¨® al poder, los gobernantes de Estados Unidos siempre tuvieron un discurso pol¨ªtico claro, ideas b¨¢sicas en torno al mundo y a la posici¨®n imperial norteamericana y, lo que parece m¨¢s importante para lo que defiendo en estas p¨¢ginas, reaccionaban ante los hechos hist¨®ricos. Esto fue as¨ª desde Franklin Delano Roosevelt a Ronald Reagan, pasando por Harry S. Truman o John Fitzgerald Kennedy, aunque en los estereotipos sobre Estados Unidos transmitidos por muchos comentaristas europeos, el "modo de vida americano" estar¨ªa m¨¢s influido por el dominio absoluto del dinero que por las pol¨ªticas de sus gobernantes.
A George W. Bush, y a los gobernantes de otros pa¨ªses que se alinearon con ¨¦l -como Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, por utilizar el ejemplo m¨¢s cercano-, las ideas, o el conocimiento racional de los hechos, nunca les import¨®, excepto como herramientas para mantener sus intereses. A George W. Bush, por ejemplo, como apunta Jacob Weisberg en The Bush Tragedy, nunca le interes¨® la pol¨ªtica interna de su pa¨ªs, hasta que, como gobernador de Tejas, ten¨ªa ya m¨¢s de 40 a?os, y cuando supo, o tuvo que saber por su condici¨®n de presidente de Estados Unidos, algo de pol¨ªtica internacional, hab¨ªa cumplido m¨¢s de 50.
Tampoco le interes¨® la historia, hasta que se convirti¨® en uno de sus protagonistas y comenz¨® a leer libros de historia, o eso es lo que dec¨ªa ¨¦l, de forma compulsiva, desde una voluminosa "historia desconocida" de Mao Tse Tung a varios cientos de p¨¢ginas sobre la gran epidemia de gripe de 1918. Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar sigui¨® como presidente los pasos de Bush en sus lecturas trascendentales, porque, cuando en Espa?a arreciaba el debate sobre nuestro pasado traum¨¢tico de guerra civil y de dictadura, recurri¨® a P¨ªo Moa, que no es un historiador, para contrarrestar los mitos de los historiadores, a quienes Aznar nunca tuvo necesidad de leer. Ni Bush ni Aznar se propon¨ªan pensar sobre la historia para aprender de ella, sino que s¨®lo les importaba c¨®mo utilizarla pol¨ªticamente. En realidad, en el caso de Bush, porque de Aznar no me consta ese dato, las lecturas no le hicieron m¨¢s sabio. Cuando faltaban tres semanas para acabar 2006, uno de sus a?os m¨¢s desastrosos como gobernante, le dijo a un escritor que ese a?o se hab¨ªa le¨ªdo 87 libros, adem¨¢s de su raci¨®n diaria de la Biblia, lejos todav¨ªa del m¨¢s del centenar que se hab¨ªa tragado Karl Rove, su principal consejero pol¨ªtico.
Despu¨¦s de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, Bush hizo del patriotismo el primer valor de muchos norteamericanos para hacer frente al terrorismo y con el patriotismo como bandera se lanz¨® a la guerra contra Sadam Husein. El patriotismo difuminaba as¨ª las diferencias sociales y raciales y constru¨ªa una identidad colectiva, el pueblo norteamericano, que declaraba su lealtad al presidente como jefe supremo de las fuerzas armadas. Es lo que le record¨® Bush a John Kerry, el candidato dem¨®crata, en los debates de la campa?a presidencial de 2004: que, dada su trayectoria y falta de coherencia, no pod¨ªa ser fiable como "comandante" supremo de las fuerzas armadas. Se lo dec¨ªa ¨¦l, el presidente que hab¨ªa organizado "la guerra contra el terror".
Esa guerra contra el terror convirti¨® una vez m¨¢s al Ej¨¦rcito norteamericano en un instrumento b¨¢sico de la violencia pol¨ªtica del Estado, como lo hab¨ªa sido, primero desde los a?os cincuenta, en las campa?as antiguerrillas en Latinoam¨¦rica, y, en los a?os sesenta y setenta, subiendo un escal¨®n m¨¢s, en la estrategia militar anticomunista desplegada en el sureste de Asia. Guant¨¢namo, y las desproporcionadas medidas de seguridad que Estados Unidos inaugur¨® y extendi¨® desde finales de 2001 pr¨¢cticamente a todos los pa¨ªses, constituyen las manifestaciones m¨¢s claras de la legitimaci¨®n del Estado, de un Estado fuerte y en guerra, para controlar vidas y haciendas de los ciudadanos.
Los ataques terroristas del 11 de septiembre otorgaron a Bush plenos poderes para emprender la guerra contra el terror y para poner en marcha los planes dise?ados por sus asesores pol¨ªticos, con Karl Rove a la cabeza, y por sus compa?eros de viaje Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Por ese camino de fortalecimiento de la maquinaria de control y represi¨®n, dejaron voluntariamente fuera del escenario, margin¨¢ndola de la historia que ellos estaban construyendo, la capacidad del Estado para promover el desarrollo econ¨®mico y para actuar como agente de redistribuci¨®n social, dos de las caracter¨ªsticas de los Estados modernos, presentes ya en las respuestas keynesianas que siguieron a la gran depresi¨®n de 1929.
La contribuci¨®n de George W. Bush y de sus amigos y aliados internacionales a la historia de la humanidad en ocho a?os de poder absoluto ha sido extraordinaria: una guerra violent¨ªsima e innecesaria en Irak, con ramificaciones tr¨¢gicas en otros pa¨ªses; una exagerada percepci¨®n de la amenaza terrorista, que ha provocado m¨¢s muertos, aunque no en Estados Unidos, en vez de evitarlos; y una crisis econ¨®mica, ocasionada por la irresponsabilidad de banqueros y especuladores de fondos de inversi¨®n, que ha alcanzado a todo el mundo y est¨¢ causando efectos devastadores en millones de ciudadanos.
Hoy podemos recordar el rostro siempre risue?o de Bush, y de Aznar, y el optimismo y arrogancia con la que los ricos vend¨ªan sus productos. Pese a las persistentes secuelas del 11-S, un 30% de la poblaci¨®n estadounidense declaraba en esos a?os estar entre el 10% m¨¢s rico de la sociedad y esos mismos ciudadanos cre¨ªan que en su pa¨ªs no hab¨ªa pobres. En realidad, Estados Unidos era un lugar excelente para los ricos -el 1% de la poblaci¨®n controlaba casi el 40% de la riqueza-, pero no tanto para esos millones de adultos que viv¨ªan en la pobreza y que carec¨ªan de seguro m¨¦dico y de servicios sociales b¨¢sicos.
Con sus actuaciones, esos gobernantes han quebrantado una parte sustancial de la tradici¨®n democr¨¢tica, aquella que siempre puso al Estado al servicio de los ciudadanos y no en manos s¨®lo de los amos del capital. Para comprender esa tradici¨®n, y hacerla presente en momentos tan cr¨ªticos, conviene mirar a la historia, a los per¨ªodos en que los Estados han actuado como dispositivos de seguridad frente a los fallos del mercado y a la desigualdad excesiva. Eso es lo que Barack Obama parece dispuesto a recuperar, que el Estado conserve la capacidad para mantener la fuerza frente a cualquier desaf¨ªo terrorista o armado y, al mismo tiempo, instigado por la sociedad civil, formule y d¨¦ cuerpo a procesos pol¨ªticos de redistribuci¨®n de los recursos sociales. Los destrozos generados por las pol¨ªticas neoliberales y los due?os de las finanzas as¨ª lo aconsejan.
Juli¨¢n Casanova es catedr¨¢tico de Historia Contempor¨¢nea en la Universidad de Zaragoza.
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