El banco y la ca?a
Se agradece la sonrisa amable del aire acondicionado. El calor aprieta sobre las calles. Parece que el sol est¨¢ dispuesto a no quedarse en paro, aunque los analistas avisen de que este verano va a descender de manera notable el n¨²mero de turistas con ¨¢nimo y dinero para tumbarse en las playas de Andaluc¨ªa. Agradezco la sonrisa del aire acondicionado al entrar en la oficina del banco, pero se trata de la ¨²ltima sonrisa. Hay un silencio solemne en el ambiente, una calma de iglesia. La gente hace cola delante del empleado que se encarga del mostrador con el mismo recogimiento que exige un confesionario. La clientela guarda turno con paciencia, no habla, soporta el tiempo imprevisible de cada operaci¨®n, se acerca al oficinista y murmura sus pecados, o sus cuentas, o sus preguntas.
La sala es muy amplia. La directora de la sucursal habla por tel¨¦fono, y los gestos de su mano, como su juventud y su cabellera rubia, se imponen a trav¨¦s de los cristales de un peque?o despacho que cierra sus puertas al fondo. No soy capaz de intuir el car¨¢cter de la conversaci¨®n. Podr¨ªa ser un motivo familiar, la pregunta sobre un hijo enfermo, o una cita amorosa, o un asunto profesional, las explicaciones tensas ofrecidas a alguien que va a perder su casa por no pagar las mensualidades de una hipoteca. Hay otros cuatro empleados distribuidos en la sala, cada uno en su mesa, ante su pantalla de ordenador, sus documentos y sus tel¨¦fonos. Pero s¨®lo uno atiende a la cola, que se va alargando de transferencia en transferencia, de recibo en recibo, de ingreso en ingreso.
Junto al oficinista que atiende a los clientes duerme una ventanilla cerrada. Cualquier empleado podr¨ªa levantarse de su mesa, ocuparla, ayudar a su compa?ero, dividir la cola. Pero a nadie del banco se le ocurre facilitar la vida del p¨²blico, y nadie del p¨²blico protesta, nadie rompe el silencio clerical. Yo tampoco, pero me abandono a la tentaci¨®n y me hundo en malos pensamientos. Recuerdo que hace pocos a?os se sacaban euros en los cajeros de la ciudad, no importaba en qu¨¦ entidad, sin que recayese sobre el usuario una comisi¨®n desmedida. Recuerdo que hace nada se pidi¨® a los clientes que ingresaran los cheques a trav¨¦s de los cajeros autom¨¢ticos para no pagar comisiones y descargar la ventanilla, y que ahora pagamos comisi¨®n tambi¨¦n en el cajero. Recuerdo la letra chica en los contratos de las hipotecas, el modo de maltratar a los ciudadanos, y el modo en el que las leyes de los gobiernos permiten estos atropellos, s¨®lo comparables a los que perpetran las compa?¨ªas de telecomunicaci¨®n. Pero nadie protesta.
Mi memoria se somete a unos ejercicios espirituales que me preparan para mi experiencia de confesi¨®n. Cuando llega mi turno, y quiero pagar el recibo de la contribuci¨®n municipal, el empleado me dice que ese tipo de pagos s¨®lo se admiten entre las 9 y las 10 y media. Me voy a la calle, y recuerdo entonces, bajo el sol implacable, los 10 mil ni?os que se mueren de hambre en el mundo todos los d¨ªas, los millones de seres hambrientos por culpa de un sistema basado en la especulaci¨®n avarienta de los bancos. Nadie protesta, porque ya nadie es capaz de identificar en los laberintos de la ingenier¨ªa econ¨®mica la relaci¨®n directa entre el dolor de la v¨ªctima y la cuenta de resultados del verdugo.
Decido tomarme una cerveza en la taberna del Tirapu. El p¨²blico se agolpa en el mostrador. La crisis todav¨ªa no afecta a la ca?a y a las aceitunas. Dos clientes airados protestan porque llevan un rato esperando a que les sirvan. Y la voz cavernosa del Tirapu les da su merecido. A protestar al banco, que esta ma?ana os he visto guardar una hora y media de cola sin rechistar. Una taberna es m¨¢s respetable que un banco. ?Entiendes? Yo s¨ª, y me alegro. Es julio. Ya estoy en la Bah¨ªa de C¨¢diz.
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