La l¨®gica de la violencia
Como demuestra la invasi¨®n de Irak en 2003, en su af¨¢n por revisar el orden interno de algunos pa¨ªses, las grandes potencias no han renunciado por completo a las formas cl¨¢sicas de intervenci¨®n exterior, a pesar de la derrota hist¨®rica que para algunas de ellas supuso Vietnam.
Pero los mecanismos para la intromisi¨®n se han ido modernizando. El patrocinio de golpes militares ha perdido vigencia, dise?¨¢ndose v¨ªas a priori m¨¢s aceptables para la ¨¦tica democr¨¢tica. En la dimensi¨®n que supera la mera presi¨®n pol¨ªtica y econ¨®mica, destaca la ayuda a insurrecciones locales que consiguen hacerse con el poder o, al menos, influir sobre ¨¦l. Esta modalidad de injerencia caracteriza el respaldo a movimientos como la Contra nicarag¨¹ense, el ELK kosovar o los distintos grupos de muyahidines que impulsaron la insurrecci¨®n contra los gobiernos pro-sovi¨¦ticos de Afganist¨¢n. Los v¨ªnculos de algunos sectores pol¨ªticos estadounidenses con el IRA guardan alg¨²n paralelismo con esta forma de acci¨®n exterior.
S¨®lo la cesi¨®n y el acuerdo sirven para acabar con la confrontaci¨®n permanente
Los que acabaron con la tregua creen que ponen las bases de la negociaci¨®n
El apoyo a movimientos populares que r¨¢pidamente consiguen imponerse en la calle, a menudo en contextos de posible fraude electoral, es otro de los mecanismos de cambio al que se ha asistido en los ¨²ltimos a?os. Ejemplo de estas actuaciones, impensables sin un fuerte respaldo exterior, son las revoluciones de Georgia y Ucrania o el levantamiento popular contra Milosevic.
Una formulaci¨®n avanzada de esta actuaci¨®n para el cambio es el derecho a proteger, o intervencionismo humanitario. Kosovo constituye el principal precedente, aunque en una variedad m¨¢s bien conflictiva, caracterizada por una actuaci¨®n al margen del Consejo de Seguridad de la ONU tanto en la ofensiva inicial de la OTAN como en el proceso de reconocimiento final de la independencia.
Al margen de su formulaci¨®n m¨¢s o menos ¨¦tica, el problema que plantean estas v¨ªas de intervenci¨®n es que todas ellas incluyen la aceptaci¨®n de alg¨²n tipo de violencia como medio de resoluci¨®n de los conflictos locales. Sorprende, por tanto, la escasa capacidad autocr¨ªtica con que suelen analizarse en Occidente los acontecimientos se?alados, a pesar de que con frecuencia tienen consecuencias graves y a largo plazo para las poblaciones afectadas. Un ejemplo de ello son las desgracias de una poblaci¨®n afgana sujeta a 30 a?os de guerra, de las que una parte no precisamente menor corresponde a los sangrientos enfrentamientos entre los muyahidines tras la ca¨ªda del r¨¦gimen comunista. La limpieza ¨¦tnica de la poblaci¨®n serbia de ciudades como Prizren y los campos de refugiados roman¨ªes en Montenegro ilustran tambi¨¦n lo que significa el exceso de compromiso con una de las facciones en Kosovo.
Como ponen de manifiesto tanto la experiencia afgana como la reciente crisis de Georgia, adem¨¢s, el apoyo a la violencia no s¨®lo causa da?os colaterales a terceros. La insensatez puede volverse contra quienes la practican.
La miseria de la pol¨ªtica intervencionista es que es incapaz de reconocer que los grandes cambios son aquellos de los que participa el conjunto de la poblaci¨®n. En el caso de los pueblos divididos, la violencia sirve para que una de las partes llegue al poder pero es poco probable que ¨¦ste pueda consolidarse sin un acuerdo constituyente del que participen todos los ciudadanos. La intervenci¨®n exterior en Ir¨¢n, desde la contribuci¨®n a la ca¨ªda del l¨ªder democr¨¢tico Mosaddeq hasta el apoyo actual a los componentes m¨¢s pro-occidentales del r¨¦gimen de los ayatol¨¢s, pasando por la aceptaci¨®n m¨¢s o menos entusiasta de la revoluci¨®n jomeinista, es uno de los principales ejemplos de las nefastas consecuencias para la libertad y la democracia de la intromisi¨®n de las grandes potencias.
En nuestro pa¨ªs, una historia de confrontaci¨®n permanente s¨®lo pudo superarse por la v¨ªa de la cesi¨®n y del acuerdo, una actuaci¨®n para la que no hicieron falta asesores externos. En un momento en el que abundan las cr¨ªticas a la transici¨®n, conviene recordar el fundamento de aquel acuerdo: la voluntad de de no imponer el punto de vista exclusivo de una mayor¨ªa, fuera cual fuera ¨¦sta. El ¨¦xito de la transici¨®n, como el de la Constituci¨®n en que se concreta, radica ante todo en que siguen siendo muy escasos los que estar¨ªan dispuestos a poner en peligro las bases para la convivencia que entonces se establecieron. Los pocos que lo han intentado han fracasado estrepitosamente. Quienes pusieron las bombas que rompieron la tregua, as¨ª como los que les sucedieron en sus acciones violentas, piensan sin duda, como en su momento los republicanos del IRA, que est¨¢n luchando por poner las bases para una negociaci¨®n en Euskadi. Participan en este sentido de esa l¨®gica que, tanto en Irlanda como en Kosovo, parece haber resultado tan efectiva. Pero en las sociedades en las que no prevalece la idea de que la violencia es una parte central de una estrategia para la victoria, cada nuevo acto de terror es un paso m¨¢s hacia la marginaci¨®n. M¨¢s que acercarse a una negociaci¨®n, lo que cada nueva bomba lleva consigo es un resquicio a¨²n menor para las necesarias medidas de integraci¨®n que deber¨ªan acompa?ar al silencio definitivo de las armas.
Mientras se imponga el esp¨ªritu de consenso que configur¨® la transici¨®n, ser¨¢ muy poco lo que consiga la violencia. Quienes crean, con plena legitimidad, que es necesario un marco distinto del que representan la Constituci¨®n y el Estatuto deber¨ªan actuar como aquellos que hicieron llegar la democracia a este pa¨ªs, difundiendo con la palabra sus valores, sus argumentos y sus propuestas. En una sociedad que a pesar de todo a¨²n sigue abierta al oponente, el recurso a la violencia es ante todo una muestra de debilidad. M¨¢s que la debilidad de los que carecen de un fuerte patrocinio exterior, es la debilidad de los que, de partida, renuncian a pensar alternativas que pretendan convencer.
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