Diamantes en la boca
Hay personas que mejoran el mundo. Estoy convencida de que Frank McCourt fue una de ellas, no s¨®lo por su conmovedora aportaci¨®n literaria con Las cenizas de ?ngela, sino por esas tres d¨¦cadas de profesor de instituto en Nueva York en las que inocul¨® a sus alumnos el dulce veneno de la literatura. Frank McCourt fue siempre un escritor viejo porque decidi¨® escribir una vez que se retir¨® de la ense?anza. Aquello que le imped¨ªa escribir (la docencia), sol¨ªa decir ¨¦l, fue lo que le hizo escritor. El recuerdo m¨¢s emocionante que se le ha dedicado estos d¨ªas ha sido la avalancha de testimonios de antiguos alumnos de la Stuyvesant High School. Ellos han contado en la prensa, en la radio, c¨®mo cuando leyeron Las cenizas de ?ngela en 1996 reconocieron muchas de las historias que el profesor McCourt les hab¨ªa contado en clase. ?l les hablaba de su infancia miserable en Limerick, de su padre alcoh¨®lico, de una madre condenada a criar hijos que no pod¨ªa alimentar; les hablaba de su hermano Malachy, al que quiso y protegi¨® como s¨®lo saben hacerlo algunos ni?os pobres con sus hermanos chicos; les confesaba que cuando el est¨®mago le cruj¨ªa de hambre deseaba estar preso, vivir encerrado en la c¨¢rcel donde hab¨ªa o¨ªdo que se serv¨ªan tres comidas al d¨ªa. Para ¨¦l la ense?anza de la literatura consist¨ªa en acercar al alumno su utilidad antigua: la narraci¨®n de historias. "Contando mi infancia, les dec¨ªa, distingu¨ª lo significativo de mi insignificante vida". Sus compa?eros de claustro le aconsejaban no ser tan confesional con los alumnos. Y ¨¦l contestaba: "Es que mi vida me salv¨® la vida". Yo puedo comprender la fascinaci¨®n de esos estudiantes; le¨ª y conoc¨ª al profesor McCourt cuando vino a Espa?a a presentar Las cenizas de ?ngela. Le acompa?amos a la Facultad de Filosof¨ªa y Letras, donde presentaba el libro. El anfiteatro estaba casi vac¨ªo. Sent¨ª un poco de verg¨¹enza al comprobar que los profesores no hab¨ªan sabido transmitir a los alumnos de literatura que merec¨ªa la pena escuchar a aquel hombre o los alumnos hab¨ªan despreciado la convocatoria. Despu¨¦s de la charla, la editorial nos invit¨® a un rudo mesonazo en el que la voz de McCourt, suave y discreta como ¨¦l, se perd¨ªa entre el griter¨ªo, las viandas que sobrevolaban nuestras cabezas y el humazo ambiental. Habi¨¦ndose criado en la miseria, McCourt era un hombre de una gran elegancia personal. Practicaba la iron¨ªa, era un virtuoso convirtiendo la tragedia en humor del absurdo. Su ¨²ltimo libro recog¨ªa su experiencia como profesor sin ahorrarse alg¨²n cap¨ªtulo penoso, como ¨¦se en que contaba su primer d¨ªa, cuando vio c¨®mo un alumno tiraba un s¨¢ndwich al suelo y ¨¦l, tan cerca a¨²n de los a?os del hambre, se agach¨®, no para tirarlo a la papelera sino para com¨¦rselo. La ¨²ltima visi¨®n que tengo de ¨¦l es fugaz. Un d¨ªa despu¨¦s del 11 de septiembre, paseando por aquel Nueva York poblado de fantasmas, lo vimos salir de Central Park, absorto en la tragedia que acababa de suceder. La muerte ha agrandado su figura, no como escritor sino como ser humano, se han desempolvado sus a?os de docencia gracias a un buen n¨²mero de estudiantes agradecidos que quieren rendir tributo a aquel hombre que les cantaba viejas canciones irlandesas para que le perdieran el miedo a la poes¨ªa. Sabemos de la importancia que tuvo su trabajo como maestro gracias a que, un d¨ªa, ya retirado, se decidi¨® a escribir lo que tantas veces hab¨ªa narrado a j¨®venes proclives a distraerse. ?l descubri¨® a Shakespeare de adolescente, en la biblioteca de un hospital en el que estaba cur¨¢ndose una tremenda infecci¨®n provocada por la falta de higiene. Dice que ley¨® unos versos en voz alta y que sinti¨® que la boca se le llenaba de diamantes. No abandon¨® jam¨¢s la idea de que la educaci¨®n, el respeto y el humor pueden rescatarnos de una desgracia que parece inevitable. Y esa idea que marc¨® definitivamente todos sus pasos se me ha venido a la cabeza muchas veces estos ¨²ltimos d¨ªas: he pensado en lo que puede significar encontrarse con un McCourt para ni?os que crecen sin saber lo que es ni la educaci¨®n ni el respeto ni el humor que nada tiene que ver con la mofa cruel. Un McCourt puede aparecer en tu vida en la figura de un maestro, de un padre, una madre o un hermano mayor; un McCourt es alguien que te ense?a a protegerte de la crueldad ajena y a no ejercerla, a arrepentirte cuando haces da?o, a no escudarte en la barbarie del grupo. ?Cu¨¢ntos McCourts necesita nuestro sistema educativo! En el colegio y dentro de casa. Si miramos el pasado sin te?irlo de sepia todos podemos recordar ese momento en que ejercimos la crueldad, en que fuimos mezquinos. La adolescencia ofrece un cat¨¢logo de recuerdos vergonzosos. Pero siempre hubo, al menos en mi caso, alguien que me ense?¨® a sentir dolor por el dolor ajeno o alegr¨ªa por la alegr¨ªa ajena. Cu¨¢ntos McCourts nos hacen falta para guiar a tantas pandillas de salvajes a los que han abandonado a su suerte los padres o ese sistema educativo autocomplaciente que destina a los pobres a ser, adem¨¢s, brutos o brutales. Habr¨¢ que ponerle una vela a ese santo laico, San McCourt, pedirle que cambie la groser¨ªa que hoy ensucia tantas bocas por esas palabras que en la suya se convirtieron en diamantes.
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