Los estafados por Madoff demandan tambi¨¦n a su esposa
La sociedad neoyorquina considera a Ruth c¨®mplice del fraude
Ruth Madoff no tiene sitio en la sociedad neoyorquina. Se acab¨® aquello de ir con ch¨®fer a la peluquer¨ªa, para retocarse las mechas con el dinero que su marido, Bernard Madoff, estafaba a sus clientes, o de ir de tiendas por Madison Avenue, a dos pasos de donde ten¨ªa su lujoso ¨¢tico. Ahora toca ir en metro, escondida tras las gafas de sol para evitar ser reconocida.
Ni siquiera Irving Picard tiene compasi¨®n. El prestigioso abogado no se conforma con que su otra mitad est¨¦ en la c¨¢rcel. Y en su laboriosa b¨²squeda del ¨²ltimo d¨®lar con el que compensar a los afectados por la masiva estafa, acaba de presentar una demanda contra la esposa del convicto, a la que reclama 32 millones de euros por haberse "beneficiado" durante d¨¦cadas de la trama.
Picard, el encargado de liquidar los activos de la firma financiera gestionada por Madoff, detalla en la documentaci¨®n entregada al juez de quiebras c¨®mo Ruth sac¨® tajada directa o indirectamente de la estafa. "Durante d¨¦cadas, disfrut¨® de una vida de esplendor", afirma el interventor, al que le cuesta a estas alturas creer que la mujer no sab¨ªa nada del fraude de su esposo. Ruth Madoff, de 68 a?os, trabaj¨® adem¨¢s para la firma fundada y presidida por Bernard Madoff. Sus abogados defienden con vehemencia que Ruth ya rindi¨® cuentas en junio.
En un intento por reducir la pena que la fiscal¨ªa ped¨ªa para castigar las fechor¨ªas de su marido, Ruth cedi¨® en la reclamaci¨®n de los 57 millones en activos que estaban a su nombre. No lo consigui¨® y el juez aplic¨® el m¨¢ximo: 150 a?os de c¨¢rcel. Ruth dej¨® pocos d¨ªas despu¨¦s su casa de siete millones y entreg¨® sus propiedades en Palm Beach (Florida) y Montauk, a las afueras de Nueva York.
Su fortuna qued¨® as¨ª reducida a 1,8 millones, suficientes para poder pagarse un alquiler decente en la isla de Manhattan y los billetes de avi¨®n en vuelo regular para ir a visitar a su marido en el complejo penitenciario de Butner (Carolina del Norte).
Se acabaron los paseos en yate y lo de llevar costosos relojes de dise?o. Ahora toca soportar el olor del metro en verano.
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