Rafael Azcona: unos zapatos muy resistentes
Como muchos hombres enteros, que se definen por sus zapatos, Rafael Azcona los usaba muy resistentes, c¨®modos y apropiados para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: hab¨ªan salido de f¨¢brica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. La calle, los bares, pensiones, fondas de estaci¨®n, fiestas de pueblo, las bodas y entierros constitu¨ªan su ruta natural, pero tampoco desde?aba adentrarse en el laberinto de El Corte Ingl¨¦s, adonde Azcona acud¨ªa a menudo, como quien va al acuario o al zool¨®gico a estudiar el comportamiento de ciertos animales de clase media excitados ante un c¨²mulo de cacharros. Azcona ten¨ªa una mirada fotogr¨¢fica y el o¨ªdo extremadamente desarrollado para captar el sonido aut¨¦ntico de las palabras que emite la gente subalterna cuando se mueve en su propio medio. Si nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba los zapatos adecuados. Siempre miraba d¨®nde pon¨ªa el pie. Tal vez esa lecci¨®n la hab¨ªa aprendido una noche oscura en Ibiza cuando volv¨ªa a casa en bicicleta despu¨¦s de una fiesta y llevado por la emoci¨®n po¨¦tica le dio por levantar los ojos hacia las constelaciones y se dio un batacazo. Una y no m¨¢s. Hab¨ªa que dejar las estrellas en su sitio all¨¢ arriba y poner la metaf¨ªsica al nivel de las hormigas.
La Roma de los a?os sesenta le ense?¨® que a este mundo se hab¨ªa venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse
Rafael Azcona dec¨ªa que la gran comedia en el cine italiano muri¨® el d¨ªa en que los guionistas se hicieron ricos y dejaron de ir en autob¨²s. Dispuesto a no morir como creador, ¨¦l despreci¨® siempre el taxi e incluso el autom¨®vil de los amigos que se ofrec¨ªan a llevarlo a casa a la salida del restaurante. Cuando a cada uno de los comensales el aparcacoches le acercaba el Audi, el Mercedes o el BMW, Azcona se desped¨ªa del grupo en la acera blandiendo con orgullo de resistente el bonob¨²s de jubilado y se dirig¨ªa a la parada. En este sentido su determinaci¨®n fue inexorable hasta sus ¨²ltimos d¨ªas. Parec¨ªa que le iba la vida con ello. Tal vez porque en su tiempo, en Logro?o donde naci¨®, los taxis se tomaban para cosas muy serias, casi siempre graves, por ejemplo, para ir a hacer testamento o para llevar a un familiar al hospital a operarse de ves¨ªcula o de algo peor.
Nunca cont¨® un chiste, pero no dec¨ªa nada que no fuera sorprendente y divertido. Nadie ve¨ªa lo que ¨¦l ve¨ªa. Azcona ten¨ªa el don de convertir lo cotidiano en surrealista y por muy extra?a que fuera su salida, al final llegabas a la conclusi¨®n de que ten¨ªa raz¨®n y que te acababa de mostrar el rev¨¦s del espejo. Antes de volver a casa a pie o en autob¨²s, en la sobremesa con los amigos, hab¨ªa desmitificado el amor, la patria, Dios, la iglesia, la pol¨ªtica, el dinero, el ej¨¦rcito, los banqueros, los obispos, todo con ejemplos y datos concretos, inapelables, sin ret¨®rica alguna, s¨®lo con la ayuda de un par de orujos. De ese r¨ªo turbulento y embarrado que arrastra a personas, perros y enseres por la vida Azcona con su criba siempre sacaba una pepita de oro, que no era otra cosa que el placer de la carcajada. No ten¨ªa el gen de la envidia y le pon¨ªan muy nervioso los elogios. Enseguida cambiaba de conservaci¨®n.
No cre¨ªa en las grandes palabras. ?El amor? El amor iguala al magnate y al fontanero. Si la dom¨¦stica desprecia al fontanero cuando va a una casa a desatascar el retrete su sufrimiento es id¨¦ntico al que experimenta el millonario si una modelo maravillosa lo desde?a. Y al rev¨¦s. El placer sexual que procura la pasi¨®n amorosa nace de un calambre id¨¦ntico para ricos y pobres, porque si resulta que Bill Gates lo pasa mejor que uno cuando eyacula, habr¨ªa que ir pensando en pegarse un tiro.
Rafael Azcona se qued¨® con las ganas de crear una asociaci¨®n con todos los novios perjudicados por Frank Sinatra. ?l ve¨ªa que en un local a media luz los novios se acariciaban; de pronto sonaba la voz de Sinatra y las parejas se pon¨ªan tiernas, desprotegidas, a merced de su melod¨ªa y decid¨ªan casarse. Luego, una vez casados, volv¨ªan a poner el disco y ya no era lo mismo. Azcona cre¨ªa que un buen abogado norteamericano le hubiera sacado una pasta al cantante, tan hormonal, por da?os y perjuicios.
Un amor contrariado y el sue?o de ser escritor lo trajo a Madrid. Despu¨¦s de velar las armas de la literatura en un peluche del caf¨¦ Gij¨®n se emple¨® de contable en una carboner¨ªa; luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte; vivi¨® en una pensi¨®n de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos donde hab¨ªa una criada enana y una cocinera octogenaria. Un sastre le tom¨® medidas de su primer abrigo en una esquina de la Gran V¨ªa y all¨ª mismo le hac¨ªa las pruebas al aire libre durante varias semanas. El amor contrariado que hab¨ªa dejado en Logro?o le propici¨® los primeros versos que recit¨® en las justas del caf¨¦ Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un caf¨¦ con leche y le dieran el agua gratis. Dorm¨ªa la siesta en el Comercial con una servilleta tap¨¢ndole la cara y pese a todo odiaba la bohemia. Mingote lo llev¨® a La Codorniz y Azcona un d¨ªa rompi¨® a escribir novelas de humor negro, con un talante personal que nunca perdi¨®.
Pertenec¨ªa a la generaci¨®n de los a?os cincuenta, en compa?¨ªa de S¨¢nchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Fern¨¢ndez Santos. Eran escritores de vino tinto servido en vaso chato en los mostradores siempre mojados de las tabernas madrile?as. Despu¨¦s de pasar por La Codorniz, Rafael Azcona estaba destinado a alimentar el realismo social y sin llegar a exaltar la berza como estandarte, sus escritos se llenaron de gente de un costumbrismo de pensi¨®n, de funcionarios derrotados, de chicas llenas de amor melanc¨®lico, pero un d¨ªa vino a rescatarlo Marco Ferreri y se lo llev¨® a Italia.
Antes, en la Ibiza de los a?os cincuenta, donde recal¨® junto con las primeras aves del para¨ªso, Azcona descubri¨® que all¨ª bastaba con ponerse un foulard para que te admitieran en cualquier fiesta, pero la Roma de los a?os sesenta le ense?¨® que a este mundo se hab¨ªa venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse, como suced¨ªa en Espa?a. En Roma nadie hablaba del bien morir. All¨ª se educaba a la gente para vivir lo mejor posible. En cambio, durante a?os la ense?anza en Espa?a estaba encaminada a que uno fuera al cielo y el camino m¨¢s recto era no haber disfrutado nada en este mundo y haber recibido la extremauci¨®n con la bendici¨®n apost¨®lica.
Hay alimentos que son prote¨ªna pura, sin grasa, excipientes ni colorantes. ?se era Rafael Azcona, un tipo que hab¨ªa logrado ese equilibrio perfecto entre la visi¨®n m¨¢s tierna y desgraciada de la gente, su despecho, su compasi¨®n y su inalterable rigor. Un d¨ªa supimos que estaba gravemente enfermo. Con la muerte sopl¨¢ndole la nuca acud¨ªa a la cita con sus amigos en el restaurante. No perdi¨® nunca su alegr¨ªa descarnada. Y al final ejecut¨® su ¨²ltima obra maestra. La muerte es una cosa muy obscena y las pompas f¨²nebres una muestra macabra de mal gusto. Una voz nos comunic¨® que Azcona hab¨ªa muerto cuando ya estaba incinerado. Su ideal hab¨ªa sido morir lo m¨¢s tarde posible, en perfecto estado de salud, en la cama, dormido, y sin ning¨²n problema. Sin dar con su cad¨¢ver tres cuartos al pregonero. Llev¨® bien la corta enfermedad. El m¨¦dico dijo que s¨®lo le sobraron ocho d¨ªas. Hasta ese momento en la cama estuvo escribiendo un gui¨®n que trataba de gente de la calle, tributable, an¨®nima, feliz a ratos y siempre derrotada. Una historia m¨¢s de sus criaturas.
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